¡Sorprendente! ¡Maravilloso! ¡Cuánta inspiración! ¡Qué manejo del lenguaje!
Los comentarios y alabanzas se sucedían. Era realmente extraordinaria la capacidad literaria de esos chicos ¡Quién lo creería! ¡ Apenas doce, catorce, dieciséis años!
En la mesa principal, al lado de la rectora del colegio, un hombre fornido, de aspecto bonachón, rostro rubicundo, escaso cabello y mirada amable en la que se reflejaba, cuando creía no ser observado, un tinte de ironía, asentía sonriente. Era, Ramón Acevedo, el profesor de literatura.
-¡Muy bien, Ramón, excelente! – afirmó la rectora con gesto de complacencia - Realmente está usted realizando con estos chicos una obra admirable.
-Gracias, doctora– replicó Acevedo con una amplia sonrisa-. Y añadió condescendiente –: Hago lo mejor que puedo, pero debo reconocer, en honor a la verdad, que mis alumnos tienen también mucho talento.
Los elogios eran justificados. Ese año, una vez más, sus alumnos de literatura se habían lucido con sus trabajos y en un concurso estudiantil organizado por el Gobierno barrieron con los premios literarios. El desarrollo ingenioso de los relatos, la filosofía encerrada en las frases y los sorprendentes desenlaces cautivaron al jurado. Los progenitores de tan valiosos prospectos literarios no cabían en sí de orgullo.
Esa noche, sentado frente al escritorio que ocupa gran parte de la estrecha sala comedor convertida en su estudio, Ramón observa por un momento con mirada pensativa los legajos de papeles amontonados en el suelo. Allí está condensada gran parte de su vida. Toma luego de su escritorio una hoja y empieza a leerla. Su cabeza se mueve repetidamente de un lado a otro mientras sus ojos y sus labios ríen con sorna. La historia de siempre. “Tendré que pulirlo. Más bien dicho, tendré que reescribirlo. ¡Hum…kkk! Estos chicos no tienen imaginación, destrozan el idioma; no saben dónde están parados. Pero, bueno, ni para qué renegar de lo que me está dando de comer”.
Se sumerge en el texto y escribe y escribe en su computador hasta que el sueño empieza a vencerlo. Guarda en el archivo lo que ha escrito y sin más se dirige hacia su cuarto. Es un apartamento mínimo: sala comedor, una pequeña cocina, un baño y su alcoba. No necesita más. Es un hombre solo que hace rato comprendió que ninguna mujer podría adaptarse a su manera de vivir. Una vida modesta, sin derroches de ningún tipo. Lo único que puede costearse con su exiguo sueldo de profesor de literatura.
¡Literatura! Hasta hace solo unos pocos años creyó ilusamente que podría vivir de ella, de su imaginación, de su poesía, de la magia de las palabras. Grave equivocación. Después de gastar todos sus ahorros en editar un libro en el que compiló sus mejores relatos debió resignarse a la ausencia casi absoluta de compradores. En pocas semanas su libro pasó de ocupar un puesto preeminente en la librería a ser uno más del inmenso montón de ejemplares anónimos de las perchas traseras. Nunca volvieron a hacerle pedidos. Al paso de los días arrumó en un rincón del closet casi toda la edición.
Y no obstante, preso de esa indescriptible ansiedad que se apodera del escritor por ver impresas sus palabras, dos años después se animó a publicar un nuevo libro, y dos años después, un tercero. Con ellos aconteció algo similar a esa primera y desoladora experiencia: la crítica y los medios literarios lo ignoraron, y lo que es peor, la venta fue exigua. A pesar de los elogios de sus amigos y conocidos, siempre tuvo la sospecha de que ni siquiera ellos compraron sus libros y menos aún, los leyeron. Poco a poco los fue regalando. Su presencia lo mortificaba, pero la deuda que le dejó esa experiencia no le permitía olvidar su fracaso. No volvió a pensar en publicar algo.
Y no obstante, preso de esa indescriptible ansiedad que se apodera del escritor por ver impresas sus palabras, dos años después se animó a publicar un nuevo libro, y dos años después, un tercero. Con ellos aconteció algo similar a esa primera y desoladora experiencia: la crítica y los medios literarios lo ignoraron, y lo que es peor, la venta fue exigua. A pesar de los elogios de sus amigos y conocidos, siempre tuvo la sospecha de que ni siquiera ellos compraron sus libros y menos aún, los leyeron. Poco a poco los fue regalando. Su presencia lo mortificaba, pero la deuda que le dejó esa experiencia no le permitía olvidar su fracaso. No volvió a pensar en publicar algo.
Un día, observó con preocupación que el colegio estaba renovando el personal docente en varias asignaturas y temió por su puesto. A su edad no le sería fácil volver a ubicarse. Esa noche en medio de profundas meditaciones, supo de pronto para qué iba a servirle su vena literaria. Sí. Ya lo había decidido. Ramón Acevedo, el escritor, moriría para dejar nacer al profesor Acevedo, el mejor profesor de literatura; un profesor irreemplazable. Sus escritos no fueron valorados pero los de sus alumnos sí que lo serían. Escribirían cosas sorprendentes para su edad; se harían merecedores a todos los premios. Una forma de conservar su puesto y vengarse en forma soterrada de los críticos literarios.
A partir de ese momento la trayectoria de Ramón Acevedo como profesor de literatura tomó un nuevo giro. Poco a poco sus alumnos empezaron a distinguirse. Sus relatos superaban a los de otros colegios en imaginación, narrativa y originalidad. Acevedo se convirtió en un profesor de grandes logros; llovieron los aplausos y reconocimientos. La directiva del colegio debió reconocer que en muy poco tiempo había hecho milagros.
Solo Ramón Acevedo conocía la renuncia sin nombre que esos reconocimientos le habían significado. Sólo él sabía el extenuante trabajo suplementario que le exigían esos milagros. No era una labor fácil. Los elementales y disparatados trabajos de sus alumnos pasaban todos por sus hábiles manos antes de ser publicados o enviados a algún concurso. Allí, luego de un periodo de incubación, las oscuras orugas se convertían en mariposas. La suya era una labor de alta alquimia literaria, luego de la cual los textos salían transformados en pequeñas obras de arte merecedoras no solo de elogios sino también de los más ambicionados trofeos literarios.
No dejaba de sorprenderle que sus alumnos no cayeran en cuenta de la metamorfosis experimentada por sus escritos, aunque él bien sabía que a todos los seres humanos les gusta creer que llevan un genio en su interior. Aquellos chicos podían llegar a dudar de todo menos de su propia inteligencia.
Y así, por difícil que resulte creer, sus alumnos aceptaban sin extrañeza las nuevas y magníficas estructuras literarias creadas por Acebedo a partir de sus elementales relatos.
Pero lo realmente sorprendente es que nadie parecía caer en cuenta de que esos noveles genios eran solo estrellas fugaces que al abandonar el colegio abandonaban también sus grandes aptitudes intelectuales.
Así, entre mediocres escritos e inspiradas y magistrales composiciones transcurría la existencia modesta del respetado profesor Acevedo.
Y pasaron los años.Un día, la vida sedentaria que llevaba entre el colegio y su pequeño apartamento le pasó la factura. Una embolia fulminante acabó con su existencia. No tenía parientes. Cuando la rectora del colegio acudió al lugar en busca de unos exámenes que Acevedo no había alcanzado a entregar, cayó en cuenta de los legajos de escritos que había amontonados por todas partes. Con un tanto de curiosidad llevó un paquete a su casa y esa noche se entretuvo leyendo las variadas narraciones.
Al día siguiente durante un breve recreo en la cafetería del colegio comentó a otro de los profesores:
“Acevedo era indudablemente un gran profesor de literatura, de eso no tengo la menor duda, pero, ¡qué pésimo escritor! He leído varios de sus escritos y son, créamelo, ¡Solamente basura!”.
Leonor Fernández Riva
Santiago de Cali, Diciembre 2011
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Un río llamado Nostalgia