Drama bajo la carpa
Protégenos Señor de la ira de los mansos.
José
Saramago
–Hola, Sary, ¿qué
haces aquí tan solita? ¿Y esa cara, mi niña?
–¿Te burlas de mí,
Arsh? –replica la joven sentada sobre unos maderos apilados a un costado de la
carpa.
–¿Cómo podría hacer
eso, mi princesa? No lo tomes así, por
favor, es solo que te noto triste, ¿algún problema?
–Nada nuevo, Arsh.
La vida no es muy grata, ¿no te parece?
“Sí, la vida nunca
ha sido muy grata para esta chica”, piensa Arshag.
Desde hace unos días, sin embargo, la ha notado inusualmente sombría como si algo nuevo y nefasto le ocurriera. Eso le preocupa.
Desde hace unos días, sin embargo, la ha notado inusualmente sombría como si algo nuevo y nefasto le ocurriera. Eso le preocupa.
–Cierto, mi niña
–asiente–, pero tenemos que tomarla como viene, ¡qué le vamos a hacer! Es lo
que nos ha tocado. Mira, mañana es lunes y no tendremos ensayo ni función, ¿qué
te parece si salimos con los chicos a tomar algo?
–No creo ser buena
compañía ahora, Arsh.
–Déjame a mí juzgar
eso, querida niña ¡La vamos a pasar bien, ya verás! ¡A eso de las seis de
la tarde, entonces! –dice Arshag despidiéndose con un abrazo y un tierno beso
en la mejilla.
Saray hace un mohín
como diciendo no estar muy convencida, pero sus labios esbozan una leve
sonrisa. No puede negarle nada, él es como un padre para ella. Pero, ¿cómo
podría contarle lo que la inquieta? El asedio de que es objeto por parte del administrador
del circo, su acoso, sus miradas cargadas de deseo, sus palabras obscenas y
hasta el sutil manoseo a que se ve expuesta cuando la tiene cerca. No, no
puede provocar la ira de sus amigos y exponerlos a ser despedidos. “Es
mejor, reflexiona, “que ni Arshag ni mis otros compañeros sepan esto”.
De mediana estatura
y complexión fornida, cabello completamente cano y rostro surcado por finas arrugas en el que se
destacan sus vivos ojos verdes, Arshag es un hombre de palabra fácil y genio
ocurrente. En su juventud gozó de mucho éxito entre las mujeres; no le faltaron
ligazones fugaces y hasta uno que otro apasionado enamoramiento, pero su
carácter andariego y el firme propósito de no perder su libertad lo motivaron a
evitar una pareja estable. Su pasaporte es un tejido complicado de sellos
consulares, membretes y documentos de relativa validez. Se unió a la caravana años
atrás con el único deseo de recorrer el mundo haciendo parte de aquella troupe circense.
Debutó con mucho éxito como ágil y arriesgado trapecista, pero meses más tarde, una caída fuera
de la red truncó para siempre su carrera dejándole como recuerdo una imperceptible
cojera. El papel de payaso que tuvo que escoger como única alternativa, pronto se convirtió
para él en su verdadera razón de existir.
Al contrario de
Arshag, Saray vivió siempre en ese circo. Allí nació y creció, y allí
probablemente morirá. No conoce otro mundo. Fue engendrada en el carretón,
cuando rodaba por uno de tantos caminos. Su padre fue un acróbata de músculos
flexibles, y su madre, un injerto de mujer y
serpiente que tenía la rara propiedad de poder dislocar sus coyunturas
en inverosímiles contorsiones y que un día cualquiera, tal como una serpiente, desapareció
sin que volviera a saberse nada de ella. Preso de una profunda depresión, su
padre fue gradualmente descendiendo en el escalafón del circo, de acróbata a
payaso y de payaso a cuidador de fieras. Falleció, pocos años después, intoxicado
por el alcohol y la tristeza. Con su muerte, Saray quedó completamente sola. Arshag, quien nunca tuvo
hijos, depositó entonces en aquella joven de mirada mustia todo su afecto.
Alta, delgada, nariz recta, cabello rubio y ojos color
de miel, Saray pudo haber sido una de las jóvenes más bellas del circo de no
haber sido por una circunstancia que la marcó con una huella indeleble. Muy
niña todavía, la ignorancia del peligro que corría la llevó a pegar su cara a
las rejas de la jaula de los leones que su padre alimentaba; uno de ellos le grabó
con sus garras un trazo oblicuo y profundo a lo largo de su mejilla derecha. Si
no fuera por aquella cicatriz su rostro habría sido hermoso y su trayecto
en el circo, diferente, pero el
accidente desdichado redujo sus aspiraciones a fronteras elementales.
Arshag, conmovido por ese destino tan similar al suyo, la invitó a formar parte del elenco de payasos. Sin otra alternativa, Saray aceptó.
Y poco a poco, tal como le ocurrió a Arshag, ella también aprendió a amar su oficio. Cada noche, protegida por la capa de maquillaje bajo la que esconde su estigma, disfruta intensamente las risas y los aplausos generados por su actuación. Son momentos indescriptibles en los que un asomo de felicidad invade su alma. Quisiera prolongar indefinidamente esos instantes y reírse ella también de las ocurrencias y de los accidentes fingidos durante su actuación.
Arshag, conmovido por ese destino tan similar al suyo, la invitó a formar parte del elenco de payasos. Sin otra alternativa, Saray aceptó.
Y poco a poco, tal como le ocurrió a Arshag, ella también aprendió a amar su oficio. Cada noche, protegida por la capa de maquillaje bajo la que esconde su estigma, disfruta intensamente las risas y los aplausos generados por su actuación. Son momentos indescriptibles en los que un asomo de felicidad invade su alma. Quisiera prolongar indefinidamente esos instantes y reírse ella también de las ocurrencias y de los accidentes fingidos durante su actuación.
Esa noche, al
volver a su dormitorio luego de la última función y después de retirar de su
cara el fuerte maquillaje de clownesa, Saray vuelve a enfrentarse con su triste
realidad. Una realidad que sabe produce horror entre quienes la ven por primera
vez; un baldón que no le ha permitido tener una vida normal, y mucho menos, soñar
con el amor.
Ensimismada en sus pensamientos,
escucha de pronto que golpean a la puerta.
–¿Eres tú, Arsh? –pregunta
inquieta.
–¡Abre, muchacha!
¡Tengo algo importante que decirte!
Saray se estremece
de temor. No, no es su amigo, es el administrador. Un italiano de gran bigote y
expresión dura, vestido indefectiblemente con pantalones negros y frac rojo.
Alguien a quien todos temen por sus incontrolados arrebatos de ira y cuya fusta
de caña restalla sobre los lomos de las cabalgaduras y sobre los payasos con
generosa demasía. Se ha ganado entre ellos un indiscutible temor, pero también una
aversión rayana en el odio.
Desde hace un
tiempo aquel hombre la ha hecho objeto
de sus oscuras preferencias.
–Ya estoy acostada,
lo siento señor. Mañana temprano iré a hablar con usted –contesta tratando de no revelar en su voz el
temor que la sobrecoge.
–¡Abre la puerta,
maldita muchacha!
–¡Márchese, señor!
No tengo nada que hablar ahora con usted.
–¡No tengo nada que
hablar, no tengo nada que hablar! ¡Maldito adefesio! Deberías estar agradecida de
que me fije en ti, ¡estúpida!
Se hace un ominoso
silencio y luego de unos instantes se escuchan los pasos del hombre alejándose.
Esa noche Saray ya
no puede conciliar el sueño. Oscuros presentimientos rondan su alma. Algo le dice que se ha equivocado al no contarle a su amigo lo que le pasa. Al amanecer, aun antes de que salga el sol, se dirige ansiosa a ver a Arshag. Sabe que ahora
sí necesita su ayuda. Debe confiarse a él.
De camino a su tienda, siente de pronto un terrible azote en su cabeza. No entiende qué sucede, pero antes de
desmayarse ante el impacto doloroso
de otro latigazo, escucha las palabras
furiosas del administrador:
–¡¡Vas a aprender
quién es el que manda aquí, maldita bazofia! ¡Engendro del demonio!
Cuando dos horas
después encuentran sin vida a la joven con huellas en su cuerpo y en su
cara de la odiada fusta y signos evidentes de haber sido violentada, la indignación
es general.
No solo Arshag sentía cariño por la joven, los
payasos y otros miembros del circo le habían cobrado afecto. Estaban acostumbrados a sufrir en carne propia los maltratos del tiránico administrador, pero el crimen cometido contra alguien tan indefenso es más de lo que están dispuestos a soportar.
No tuvieron piedad.
Su cadáver, izado en lo más alto del mástil central de la carpa, con el frac
rojo al viento, semejó durante esa trágica mañana una exótica ave de alas
encarnadas acosada por la alegre chiquillería.
Leonor María Fernández Riva
Santiago de Cali Junio20 de 2015
Leonor María Fernández Riva
Santiago de Cali Junio20 de 2015