El noticiero del mediodía informó entre otras noticias de menor trascendencia, que en la tarde anterior una patrulla del Ejército que realizaba un reconocimiento de rutina en una vereda apartada de la Costa fue emboscada por una milicia de la guerrilla conformada por más de doscientos hombres. Hay nueve soldados muertos, cinco malheridos y un desaparecido que se cree ha sido secuestrado por los subversivos
Embozado en su puesto de guardia los ve llegar. Son muchos, demasiados. Es preciso alertar a sus compañeros que en ese momento descansan desprevenidos en el pequeño caserío. Pero el pánico lo paraliza. Ese mismo pánico que ha sentido en cada escaramuza desde el instante en que inició la obligada conscripción.
Él no es hombre de armas. Lo suyo es el campo, las siembras, las cosechas, su humilde pero cálida choza junto a su madre y sus pequeños hermanos. No esta lucha contra un enemigo impredecible, sanguinario y sin rostro.
Él no es hombre de armas. Lo suyo es el campo, las siembras, las cosechas, su humilde pero cálida choza junto a su madre y sus pequeños hermanos. No esta lucha contra un enemigo impredecible, sanguinario y sin rostro.
Ya están muy cerca. Ahora los divisa mejor. Deben ser más de doscientos. Los masacrarán sin ninguna duda. La única forma de advertir a sus compañeros es haciendo un tiro, pero esa sería también su sentencia de muerte. No puede pensar. Sus reflejos responden únicamente al temor infinito que lo domina.
Sigilosamente, tratando de no hacer ruido y sin parar mientes a los peligros agazapados en el monte, se interna en la espesura. Cuando cree que ya se ha alejado lo suficiente inicia una desesperada y febril carrera. Sus piernas semejan alas. Cruza veloz los vados. Corre, cae, torna a levantarse y de nuevo a correr. No puede detenerse; sabe que en ello le va la vida.
Y entonces, como una tormenta presentida empieza el fragor. Escucha las explosiones, las incesantes ráfagas, los gritos, las alertas. El sonido de las balas repercute en sus sienes y en su mente. Parece que el combate no acabará nunca
De pronto, tan intempestivamente como se inició, se hace de nuevo el silencio. Un silencio ominoso que retumba peor que las balas en su cerebro. Sabe que sus compañeros ya deben estar muertos. No tenían ninguna posibilidad de sobrevivir.
Viscoso, como la panza de una serpiente, el remordimiento lo invade mientras se arremolinan los presagios en un aire que bocanadas infernales traídas por el viento tornan sulfuroso. El terror y el miedo a la muerte fueron más fuertes que su sentido del deber. “Solo aproveché la oportunidad, solo eso. No tenía alternativa. ¿Quién podría culparme?”. Una y otra vez se repite lo mismo, pero en su fuero interno sabe que no hay atenuantes. "Abandoné a mis compañeros en el momento crítico; no los puse en guardia. Ahora, soy un desertor, un cobarde."
De pronto, tan intempestivamente como se inició, se hace de nuevo el silencio. Un silencio ominoso que retumba peor que las balas en su cerebro. Sabe que sus compañeros ya deben estar muertos. No tenían ninguna posibilidad de sobrevivir.
Viscoso, como la panza de una serpiente, el remordimiento lo invade mientras se arremolinan los presagios en un aire que bocanadas infernales traídas por el viento tornan sulfuroso. El terror y el miedo a la muerte fueron más fuertes que su sentido del deber. “Solo aproveché la oportunidad, solo eso. No tenía alternativa. ¿Quién podría culparme?”. Una y otra vez se repite lo mismo, pero en su fuero interno sabe que no hay atenuantes. "Abandoné a mis compañeros en el momento crítico; no los puse en guardia. Ahora, soy un desertor, un cobarde."
Pero ya no puede retroceder ni detenerse. Es tarde para volver atrás. Es necesario seguir, seguir huyendo, salvarse. No obstante, algo se lo impide, un cansancio invencible lo invade, algo que no le permite avanzar con rapidez. Sus piernas son como de plomo. Su corazón palpita enloquecido. Un ahogo atirabuzonado trepa por su esófago.
Una luz agónica se divisa a lo lejos. Es una cabaña. Está cerca de otro ser viviente. Aprieta el paso. El canto de un gallo quiebra la soledad opresiva. La noche observa todo con sus pupilas muertas mientras se aleja silbando aires lúgubres. Lentamente, los rayos del sol van filtrándose por entre las copas de los árboles. Amanece.
Víctima de súbita flojedad se recuesta en un tronco. El corazón bate en su cárcel con ritmo acelerado: las sienes le arden; la respiración fatigosa se manifiesta en incoercibles estertores.
Inútilmente ha tratado de escapar a su destino. Más le valdría haber muerto en combate. El remordimiento y la vergüenza lo acompañaran por siempre acechándolo con refinada malignidad. Solo existe una forma de escapar. Solo una.
–¡Perdóname, madre! –murmura preso de la angustia que lo ahoga.
–¡Perdóname, madre! –murmura preso de la angustia que lo ahoga.
Desde la pequeña ventana de su rancho, la pareja de indígenas lo observa temerosa. La presencia de un soldado solamente representa para ellos peligro; los violentos podrían malinterpretarlos. La guerrilla es allí la única ley. No saben qué hacer, no se atreven a salir.
Espantados advierten el gesto ineluctable del soldado que con los ojos cerrados toma su pistola y la aproxima a sus sienes. La detonación quiebra estruendosamente el sosiego de la madrugada campesina.
El miedo y el remordimiento han quedado atrás. El cielo se ha tornado más puro como vaciado en vidrio. El sol se agranda en el horizonte. Después de todo, esta será una hermosa mañana.
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