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sábado, 12 de enero de 2013

Octavio, el sintáctico



El libro desaparecido

La  noticia  causó conmoción en  los círculos literarios y culturales. Octavio  Duarte era considerado  por todos como el gurú de la corrección de estilo. El corrector de textos más conocido y respetado del país. Quien más,  quien menos, había tenido que hacer uso de sus servicios en alguna ocasión. Para todos resultaba incomprensible que una persona todavía joven y en apariencia satisfecha y  cabal hubiera tomado la  nefasta decisión de quitarse la vida.  Empero,  si hubieran estado al tanto de  su historia tal vez   lo habrían comprendido.

Esa sorprendente destreza con el lenguaje que todos admiraban no se debía, como se suponía, al esfuerzo perseverante por dominar a través del estudio los intrincados laberintos del idioma, sino más bien a algo casi que consustancial a la naturaleza de Octavio: una habilidad innata  que a través del tiempo y las lecturas  había ido perfeccionando. 

Para admiración de toda su familia, Octavio  aprendió a leer antes  de cumplir  los  tres años  de edad. No fue esta sin embargo, una  genialidad infantil, sino llana  y simplemente el  poderoso deseo del niño de   descubrir qué era lo que se encerraba tras esos signos negros impresos sobre las páginas de los libros  que su madre le leía cada noche. Y es que el pequeño Octavio anhelaba descifrar el secreto de las palabras.  Al contrario de otros infantes, aquel niño de faz siempre sonriente y   ojos inquietos no se desvivía por un juguete ni por una golosina; pero en cambio,  perdía la noción del tiempo hojeando  los  libros que su madre solía leerle  y que de manera misteriosa para él encerraban entre sus páginas tantas historias y tantas aventuras. Cuando aprendió a leer y desentrañó el misterio, continuó leyendo, o más bien,  devorando  con avidez todo texto que caía entre sus manos. 

Contrario sin embargo,   a todo lo que pudiera pensarse,  Octavio Duarte no fue un buen estudiante. Era distraído y flojo para los estudios y a duras penas logró pasar rayando los diferentes grados. La única materia que realmente le atraía era   literatura. Tal parecía que se convertiría en un joven introvertido y huraño, y  al paso de los años en un aburrido solterón
 pendiente solo de  los libros. Pero para sorpresa de todos,  cuando llegó a la pubertad empezó a dar señales de un acendrado entusiasmo por el sexo opuesto; debido sin embargo  a la vida recogida que había llevado desde su infancia, acusaba una invencible timidez  y esta circunstancia unida  a su desbordada libido, le llevaron a obviar los lentos y recatados noviazgos juveniles y aplicarse con singular empeño en conquistar chicas  de cuatro en conducta; ligeritas de cascos pero siempre dispuestas y fáciles de abordar. Esa actitud dio como resultado que Octavio se escapara de su casa  sin terminar el bachillerato con una  camarera de extracción subterránea varios años mayor que él,   sin educación ni mayores atractivos físicos, pero experta en las artes amatorias.

 Durante los años transcurridos entre lecturas y ocio, Octavio no había aprendido nada útil  para  ganarse la vida. Era simplemente un hijo de familia.  La enamorada copera debió pues sostenerlo y  acabar de criarlo.

 Al seguir impulsivamente el camino que le marcaban sus fogosas hormonas,  Octavio dejó atrás la  protección del hogar paterno y debió de allí en adelante,  enfrentar la dura realidad de la vida. Abandonó  definitivamente sus estudios y tuvo que conseguir trabajo para sobrevivir. Con su inexistente hoja de vida solo pudo colocarse como mensajero  en una imprenta. Ese hecho, fruto de la necesidad y de la casualidad,  fue clave para el futuro de Octavio. Como  llega una abeja a una flor repleta de néctar, Octavio había llegado  también al lugar indicado.  Allí, en ese ambiente sui generis  donde de forma armoniosa se mezclaban  la tinta de imprenta y  el papel  con  la inspiración y los sueños  de los autores, Octavio  fue aprendiendo poco a poco y no sin admiración, el  arte de hacer libros.  Y como así son las cosas,  un  día cualquiera, aprendió también  para qué  iban a servirle sus lecturas.

Ocurrió que uno de los diseñadores  gráficos que conocía la afición de Octavio por la lectura le consultó en cierta ocasión  una duda gramatical  acerca de uno de los textos que diagramaba. Octavio absolvió sin ninguna dificultad la inquietud del compañero,  a la vez que le dio una clase acerca de las frases yuxtapuestas con ablativos absolutos. Días después otro operario volvió  a consultarlo  y en esa ocasión  recibió, además de la respuesta a su inquietud,  una enjundiosa explicación acerca de los solecismos  y los ques galicados. 

En el taller se fue volviendo costumbre que todos acudieran a consultarlo. Octavio absolvía de buena gana y al instante, no solo las dudas gramaticales y sintácticas que le presentaban diariamente sus compañeros de trabajo, sino también las que le formulaban  algunos clientes acerca de fechas  históricas y  datos de cultura general. Todos admiraban sus, al parecer,  ilimitados conocimientos. Él bien sabía sin embargo,  que lo  suyo, más que un conocimiento generado por el estudio  formal  del idioma,  era,  lisa y llanamente,  una memoria fotográfica del lenguaje y una capacidad enorme para retener datos y fechas históricas. Una palabra mal escrita, un error ortográfico o de tipeo, un dato histórico equivocado saltaban de inmediato  ante su vista.  

Para el dueño del taller gráfico no pasó desapercibida  la  evidente habilidad  de su mensajero para absolver dudas acerca de la  gramática y de  tantos y tantos datos de cultura general,  y dos años después de su ingreso a la empresa  creó el departamento de corrección y ascendió a Octavio a corrector de textos. La responsabilidad  y seriedad  con las que cumplía sus funciones como corrector no las aplicaba sin embargo,  a su entorno personal. 

La camarera aquella  con la que  se había fugado de su casa a los dieciocho años no aguantó a su lado más que  dos años y fue reemplazada inmediatamente  por  otra de las mismas características Octavio no se distinguía precisamente por la  fidelidad  ni por el buen juicio en sus relaciones sentimentales.

Poco a poco, con el decurso de los días, Octavio fue destacándose en el medio literario por sus aciertos,  su cultura y  sus indiscutibles conocimientos del lenguaje. En la empresa  gráfica fue ascendido al cargo de gerente editorial. Había conformado en el departamento de corrección un staff de correctores adiestrados por él en los vericuetos y complejidades del lenguaje, pero la mayoría de autores exigían que fuera él, personalmente quien revisara  sus obras.  Su criterio seguía siendo imprescindible. Autor que se apreciara debía confiar su obra  a la revisión concienzuda y experta de Octavio, "el sintáctico", como lo calificó en alguna ocasión un reconocido escritor, remoquete este que él,  inmediatamente,  adoptó para sí. Las formas pronominales átonas proclíticas o enclíticas, los complementos predicativos, dativos y ablativos, el leísmo, el laísmo y el loísmo, el uso del gerundio y de todas las formas gramaticales, pero también la estilística y  las  diversas formas literarias expositivas y narrativas, no guardaban misterios para Octavio. Su criterio era  proverbial, tanto,  que en  algunas ocasiones  llegaba a convertirse  de manera tácita en coautor de las obras que corregía. Una sensación de superioridad frente a otros correctores lo embargaba. Una sensación que llenaba su vida.  El  aura que se había formado acerca de su infalible criterio de corrector  de estilo era algo que él mismo daba por  sentado.

Y pasó el tiempo, y en  la bitácora de Octavio Duarte se fueron acumulando los años y los amoríos.  Su vida  amorosa seguía  siendo tan impulsiva, impredecible y azarosa como en su primera juventud.  Su última conquista, una joven trigueña y  delgada en la que solo se destacaban sus hermosos ojos verdes, era el   prototipo  de la pareja  complicada y difícil:  bipolar, adicta al licor, derrochadora, holgazana e  impredecible;  un día parecía una mansa gatita, excelente ama de casa, amable, querida y al otro una pantera, descuidada, irritable, irascible, celosa,  dispuesta a atacar a la menor provocación. Empero, Octavio, que  nunca había experimentado una gratificante  relación de pareja,  tomaba todas esas complejas  circunstancias de su vida familiar y cotidiana como algo natural y continuaba alternando de la mejor manera su caótica vida personal con su reconocida labor de corrector de estilo.

 Así las cosas, ocurrió que un día  salió más temprano del taller y al llegar a su casa no encontró a nadie.  Mientras hacía tiempo  para que  llegara su mujer, se distrajo en escuchar algunos mensajes guardados en el teléfono. Cual no sería su sorpresa al escuchar  que de una compañía de viajes avisaban que ya estaban listos los dos pasajes a Hawai para viajar en la siguiente semana. Confirmaban los nombres de los dos pasajeros, uno era el de su esposa, pero el de su compañero de viaje no era precisamente el suyo. De inmediato, Octavio ató cabos y relacionó situaciones que se habían dado en su hogar en los últimos tiempos. Supo entonces que nuevamente había llegado el momento de terminar. Esta vez la deslealtad de su pareja le  dolió más que en otras ocasiones pero se sentía cansado y no  estaba de ánimo para confrontaciones. Así que guardó silencio y dejó  las aclaraciones para un día más propicio.

Sin embargo, y aunque se repetía que aquello era solo otro incidente en su vida afectiva,  la traición de que era objeto lo había dejado en pésimo estado anímico. Los años lo habían tornado susceptible.  Bajo esas circunstancias y mientras bullían en su cerebro multitud de pensamientos  revisó  al día siguiente de forma muy somera un texto especialmente recomendado por una  universidad y las consecuencias no se hicieron esperar.

Al terminar de despachar los  abultados textos de la lujosa obra con destino a un importante seminario nacional  comprobó, con el consiguiente sobresaltó que se le  habían cernido unos errores garrafales tanto en la contra carátula  como al interior del libro.  Algo inaudito e irremediable. Octavio Duarte no pudo explicar lo sucedido. Demudado y pálido asumió la responsabilidad del hecho y sin más se retiró  a su residencia.

Al llegar a su casa bien entrada la noche, la pareja  de Octavio lo encontró sobre la cama prácticamente sin signos vitales. Había ingerido varios frascos de pastillas recetadas por su médico para el control de la presión. Permaneció varias semanas en cuidados intensivos debatiéndose entre la vida y la muerte. La noticia  de su intento de suicidio causó entre los círculos literarios una gran conmoción. Nadie podía creer que Octavio Duarte, el afamado corrector de estilo, tan dispuesto siempre a corregir los errores ajenos hubiera decidido emular al  gran  Vatel y  morir antes que enfrentar sus propios errores.

Logro salvarse, pero cuando  finalmente le dieron de alta, ya no era el mismo. Su mente ya no le respondía. Inútilmente procuró recordar las leyes gramaticales que había dominado a lo largo de su vida.  Un velo denso  cubría ahora sus recuerdos.  Sin avisar a nadie abandonó  todo y se marchó  a vivir a una playa remota apartada de la civilización. Algo con lo que siempre había soñado.  Se marchó solo.  Su última aventura sentimental también hacía ahora  parte de su olvido.

Rodeado de nativos en su mayor parte analfabetos  transcurrió la última etapa de su vida. No quiso volver a saber nada de libros.  Al morir una década después y ser enterrado en el pequeño cementerio de la aldea,  los lugareños colocaron sobre su tumba una lápida con el nombre y el remoquete con los que a él le gustaba que lo llamaran:  
"Aqi llase Hotabio, el sintatiko. Aqi jue felis".

Sí. Aparentemente allí, en ese lugar remoto y olvidado de todo,  Octavio Duarte disfrutó por única vez en su vida la paz y la felicidad.  Si hubiera podido leer el  epitafio que sus amigos nativos escribieron sobre su tumba,  de seguro no lo habría cambiado; el preciosismo del idioma había dejado de tener importancia para él diez años atrás.

LEONOR FERNÁNDEZ RIVA

Viviendas de nativos en los pantanos.



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