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viernes, 17 de marzo de 2017

Una señorita de antaño


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Una señorita de antaño

Su rostro no tiene edad. Sus rasgos se han ido afinando burilados por  el tiempo y la melancolía. Cerca ya de entregar su alma a quien crea tener derecho sobre ella, se obstina en presentar una batalla al tiempo sobreviviendo con voluntarioso denuedo a sus furiosas tormentas. 

Detrás de los cristales de su ventana,  teje  y borda tapetes de hojas verdes y rosas coloreadas. De cuando en cuando,  alza los ojos de la costura y deja divagar su mirada por la angosta perspectiva de  la callejuela y por los tejados que dora el sol con su luz postrera.

Su biografía carece de capítulos interesantes o pasionales. No  le tocó en suerte vivir historias románticas ni tiene experiencia en las alegrías y  pesadumbres del amor. Apenas,  un  vago y platónico galanteo  iluminó sus años juveniles. Ella, desde su ventana, él, desde la sombra de la callejuela.

 Pero eso, ha quedado atrás. Lisa y plana, su vida discurre ahora con semejanza invariable. Su labor obstinada la ayuda a apartar los malos sueños y a sobrellevar los suspiros intermitentes que fugan de su enflaquecida esperanza. Por la tarde borda sus tapetes amparándose  en el ensueño y la añoranza.  Por las noches ora ante el antiguo crucifijo.

 De vez en cuando, sin embargo, su mente se remonta,  presa de la nostalgia,  hacia esa noche lejana. Y de nuevo surge aquel interrogante que la ha atormentado siempre: “¿Cómo habría sido mi vida si aquella noche yo hubiera partido?”. Y sin darse cuenta, una lágrima rueda por su mejilla.

 Aquella noche, el silencio, cual una densa nube gravitaba  sobre su corazón. Del subsuelo del sueño parecían elevarse como volutas de incensario, pecaminosas sugestiones. La noche tenía una profundidad silenciosa quebrada regularmente por el remoto son de las campanas. Era tarde. Un reloj lejano dejaba escuchar  una a una  las doce campanadas de la noche mediada.

 Afuera, bajo la luz de un farol, un hombre permanecía de pie, con el punto rojizo de un cigarro encendido en sus manos y la mirada puesta en su ventana. Un  hombre, que ella bien sabía, su padre nunca aceptaría y que allí afuera, en la penumbra de la calle, esperaba por ella.  Sutilmente, se ha asomado varias veces, a la ventana para contemplarlo  detrás de las pesadas cortinas.

Temblorosa, extrae de su seno el papel arrugado y veinte veces leído con ansiedad a lo largo de la tarde y de la noche. Es cuestión de resolver de una vez. Vive en esos momentos la extraña fascinación de la hora decisiva.  Es ahora o nunca. Así lo ha expresado él en su carta. No esperará más. Al día siguiente partirá muy lejos.

Pensativa, sabiendo que los minutos pasan y que afuera alguien la espera, recorre con sus ojos  rincón por rincón, objeto por objeto. Cada cosa de aquella estancia guarda para ella la enternecedora significación de un recuerdo. Su madre, muerta ya, le habla todavía con el lenguaje de la memoria. 

Ante su vida se abre una interrogación melancólica.  ¿Valdrá la pena dejarlo todo, para siempre, por un riesgo amoroso? Una temblorosa cobardía se arremolina en su alma. No está segura de sus propios sentimientos.  Quizá es preferible dejar a los días la solución de aquel conflicto. Entretanto, la llamada afectiva permanece de pie, bajo el farol vecino.

 Los pensamientos se arremolinan  en su mente. Partir, dejar  todas aquellas cosas entrañablemente ligadas a  su infancia amable y a su adolescencia taciturna, es algo demasiado difícil para ella.  Su existencia está arraigada a los objetos que la rodean.  Su padre ya está viejo. “Mañana, al despertar, se encontrará con la trágica nueva de  que su niña se ha fugado como una malhechora  bajo las sombras de la noche”. Aquel pensamiento tortura su corazón.  Presa de angustia, rompe a llorar desconsoladamente.

­ Su padre,  alarmado por sus sollozos,  ha despertado.

-Hija, ¿qué te pasa? ¿Sigues despierta todavía?  ¿Te sientes mal? 

-No, papá, no. Me distraje leyendo un libro, me emocioné con la lectura. Ya sabes cómo soy.  No te preocupes, estoy bien. Vuelve a dormir. Ya voy a acostarme.

De repente, ya no siente temor. Dueña de una decisión que a ella misma le sorprende y marcará su vida, extrae la carta de su seno y la acerca  a una vela encendida donde se reduce a cenizas.

Con el  corazón súbitamente tranquilizado entra a su alcoba para disfrutar el tranquilo sueño de los ángeles. Su pretendiente nunca volvió.



Leonor María Fernández Riva

Diciembre 3 de 2016





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