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domingo, 18 de marzo de 2012

Un isóptero en el archivo

“Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la cabeza, vio su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el que casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con el grosor normal de sus piernas, se agitaban sin concierto. - ¿Qué me ha ocurrido?”Kafka, F. La Metamorfosis.



Lizardo Cueva era un hombre sencillo, de mediana edad y baja estatura que laboraba como coordinador editorial  en una empresa gráfica  de la capital. Un hombre callado pero cordial con todos al que siempre se le veía apartado del constante murmullo y chismorreo de la empresa  y que no participaba tampoco del corre-corre que se suscitaba casi todos los días por la entrega urgente de alguno de los trabajos.

Reclinado frente a la pantalla de su computador y rodeado de papeles y de libros, Lizardo Cueva parecía siempre abstraído del mundo y de sus vanidades. Su trabajo consistía en evaluar las obras que los autores enviaban  a la editorial con la pretensión de que fueran publicadas, y en redactar luego las reseñas que de ellas se hacían llegar a los diferentes medios de comunicación.

Nada le distraía de su labor ni la presencia de sus bellas compañeras de trabajo ni el frecuente trashumar  por las oficinas  de personalidades políticas, artísticas  y sociales.

Pero lo que no lograban ni el ruido, ni los visitantes y ni siquiera la belleza femenina, lo lograba un simple libro, una publicación. Cuando tenía en sus manos una obra acabada de imprimir, Lizardo la olía, la acariciaba y pasaba sus hojas con singular deleite. Su rostro entonces se iluminaba y sus ojos brillaban. Alguien recordaría tiempo después la expresión que solía usar para indicar que le había gustado mucho una obra: “ Me la devoré en una noche”. Era evidente el gran amor, la pasión que experimentaba aquel ser sencillo por los libros, por el papel impreso.

Cuando la gerencia le propuso trabajar desde su casa porque se requería su lugar de trabajo para otro cargo, Lizardo no opuso ninguna objeción pero solicitó de la manera más encarecida que se le permitiera en algunas ocasiones realizar su labor en el archivo. Solicitud que fue aceptada sin ningún reparo.

A partir de ese momento Lizardo Cueva siguió acudiendo dos veces por semana hasta el archivo, y allí, flanqueado casi completamente por el bosque de papel que lo circundaba se dedicaba a su labor. Luz Dary, la chica encargada del lugar apenas si caía en cuenta de su presencia. Lizardo parecía mimetizarse entre los libros.

El archivo era un lugar olvidado de la empresa que nunca recibió mucha atención de las sucesivas administraciones las cuales percibieron siempre esa sección como una especie de olvidada bodega en la que no valía la pena gastar tiempo, dinero ni esfuerzo. Había muchas cosas más importantes en que ocuparse.

Ante la indiferencia general aquella dependencia se había dejado a la buena de Dios lo cual no fue obstáculo para que al paso de los días, los meses y los años, libros, folletos, revistas y todo tipo de impresos siguieran llegando hasta allí con ininterrumpida regularidad.

En ocasiones, tras una visita imprevista al lugar,  alguien volvía a manifestar la urgencia de conseguir otro espacio más apropiado para acomodar y ordenar esa especie de tsunami literario que las prensas generaban diariamente. Pero era solo una idea pasajera, algo que tan pronto el esporádico visitante abandonaba el lugar dejaba de preocuparle.

Un día cualquiera, Luz Dary dejó de ver a Lizardo Cueva. Su ausencia, sin embargo, no le extrañó. Al fin y al cabo ella sabía que él estaba autorizado para realizar su labor desde su casa. “Allá debe estar a estas horas feliz y contento. Tonto sería si prefiriera pasar las horas en medio de todo este rebulicio", pensó con un poco de envidia. Y se olvidó de él.

Al cabo de una semana, Luz Dary empezó a notar que en el archivo pasaban cosas raras. Por algún misterioso motivo algunas estanterías se habían ido como despejando. Había varios claros en el tupido bosque de impresos y las nuevas obras encontraban más acomodo. ¿Estaría alguien robándose los libros?

Pero no era eso solamente lo que la inquietaba. Algunas mañanas al llegar más temprano a su puesto de trabajo le pareció escuchar una especie de murmullo como el que produce un papel al arrugarse. Pero al investigar no encontró nada. ¿Sería solo su imaginación?

Cuando meses después llegó una nueva administración la gerencia decidió meterle por fin mano a esa dependencia olvidada en la que se conservaba en forma tan caótica y desordenada el registro productivo de la empresa.

Los hombres encargados de hacer la limpieza del lugar nunca olvidarían aquel día. No estaban preparados para lo que encontraron.

Al fondo del salón, detrás de un muro de cajas apiladas se toparon de improviso con una imagen inconcebible:

Un ser extraño, semejante a un comején gigante devoraba gustosamente un libro en medio de decenas de carátulas carcomidas en las que apenas si alcanzaban a leerse algunos títulos: El cuaderno de Renata (picado superficialmente), La condición humana, de André Malraux (abandonado a medias), Sexus, de Henry Miller ( devorado casi por completo), Odesa, de Frederick Forsyth (casi intacto), Cristal, un libro de poemas de una tal Leonor Fernández (completamente devorado), y muchos, muchos otros difíciles ya de identificar.

El revuelo que se suscitó en la empresa ante semejante hallazgo se agudizó sobremanera cuando se descubrió que aquella criatura tenía aún pegada a su cuerpo la última camisa que se le vio a Lizardo Cueva, y que en el suelo a su lado estaban sus zapatos, sus documentos y sus gafas.

Aunque al contemplarlo todos sentían un gran sobresalto, era singular  que aquel extraño ser no causara repugnancia entre quienes lo veían y que nadie tuviera tampoco la sensación de que era peligroso. 

Y entonces, Luz Dary, la chica encargada del archivo, tuvo como una inspiración.

-Don Lizardo, ¿es usted?- se atrevió a preguntarle con ternura a la criatura acercándose un poco. El comején se quedó mirándola con sus ojos brillantes en los que se apercibía un ligero tinte de tristeza.  Pero a pesar de no obtener respuesta, a partir de ese momento todos en la empresa dieron por sentado que sí, que por alguna asombrosa circunstancia, aquel ser extraño y monstruoso era el antes  tímido e insignificante señor Cueva.

No obstante la perplejidad y el asombro que este hecho inaudito produjo entre todos los integrantes de la editorial, la Junta Directiva en pleno decidió que aquel ser tenía derecho a permanecer en el archivo. Se había ganado ese privilegio en buena lid consumiendo muchos textos realmente indigeribles.

Se le destinó un sector apartado del remodelado archivo al cual eran llevadas las obras publicadas antes de ser colocadas en las estanterías. El refinado paladar literario de la criatura decidía su ubicación. Y a partir de ese momento, los diferentes autores siguieron también haciéndole llegar con singular expectativa sus originales algunos de los cuales eran saboreados íntegramente y con voraz fruición por la criatura mientras que otros eran desechados a los primeros bocados. Ese baremo de calidad se siguió utilizando en adelante para determinar el número de ejemplares que debían editarse de las diferentes obras en proceso de publicación.

Al trascender la noticia de su existencia, los más connotados entomólogos del país y del mundo quisieron darse cita en la editorial para analizar e investigar a tan asombrosa creatura. ¿Cómo había podido acontecer algo tan supremamente kafkiano al interior de una editorial situada en una pequeña población sudamericana? ¿Volvería aquel ser a transmutarse? ¿Cuánto había en él de humano? ¿Cuánto de insecto? Y muchas otras interrogantes que les asediaban.

Todo sin embargo, quedó en el más absoluto misterio porque el extraño ser falleció solo un año después de ser encontrado a consecuencia, según certificó el entomólogo que acudió a examinarlo, de una indigestión aguda causada probablemente por su última degustación: Tratado de Semiótica General, de Humberto Eco, un texto de muy difícil deglución que había sido olvidado por descuido por uno de los visitantes junto a la estantería donde la criatura habitaba. Esa tarde, cuando los encargados de hacerle la autopsia acudieron al archivo encontraron en el lugar en el que había quedado su cuerpo solamente un pequeño montón de papel picado.  

La editorial perdió así al más eficiente, económico, silencioso y amable de sus colaboradores. Un ser único que ya más nunca pudo ser reemplazado.


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