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martes, 9 de agosto de 2016

La malvada bruja






La malvada bruja


Luego de viajar por una carretera estrecha y solitaria poblada de cerradas curvas y ominosos precipicios se llegaba hasta el recinto aquel perdido entre las montañas y ajeno  prácticamente a  todos los adelantos de la vida moderna. Las personas extrañas que hasta allí llegaban, eran por lo general turistas despistados o viajeros de paso a lugares más atractivos.

Sí, aquel no era un lugar turístico ni atractivo para nadie. Pero aquella insignificante aldea detenida  en el tiempo y tan alejada del progreso y del corre-corre del mundo moderno era  sin embargo, fecunda  en  supersticiones y creencias de todo tipo. Sus pobladores solían contar delante de propios y extraños y con mal disimulado orgullo, las historias protagonizadas por su duende chocarrero al que solo unos pocos privilegiados habían logrado divisar  en lo más alto de los árboles,  pero de cuyas sorprendentes y pesadas bromas prácticamente todos habían sido víctimas;  de La Llorona, fantasmagórica aparición con la que se habían encontrado en la madrugada algunos  ebrios y casquivanos del pueblo, pero cuyo llanto lastimero era escuchado por muchos en las noches oscuras y así como estas, muchas, muchas otras experiencias sorprendentes.  Pero sobre todo, solían contar con singular convicción y temor, las historias acerca de la bruja del pueblo.  Y es que, aunque parezca raro, con ella convivían.

 Aquella bruja no se diferenciaba en nada de sus colegas de cofradía. Era una viejecilla enteca de párpados legañosos y piel resquebrajada. En su rostro coincidían la nariz y la barbilla como continuación de un mismo rango, cortado por el vacío. Los labios se perdían, dibujando una vaga raya confusa o se entreabrían para dar luz a un hueco lúgubre habitado por dos colmillos distantes y solitarios. Los músculos faciales, relajados por el tiempo, daban al rostro una maleabilidad de cera virgen que hacía posible la exhibición de un vasto repertorio de muecas medrosas. 

 Vivía en constante soliloquio, mascullando encantamientos y triturando maldiciones entre sus amarillentos colmillos. Su paso dejaba, invariablemente un rastro de azufre y una reminiscencia demoníaca. Vivía en una cueva a las afueras de la población. Nadie recordaba en qué momento llegó al lugar, pero lo cierto es que su presencia era  percibida por todos los aldeanos con inocultable prevención. Quienes se aventuraban por el lugar solían verla sentada en el umbral de su vivienda  recalentando la osamenta, helada por los años, al sol del mediodía, o ejecutando cálculos zodiacales sobre la arena del sendero y elevando los ojos pitañosos por encima de los tejados. Las vecinas se persignaban al pasar por su puerta, sacudidas por misterioso escalofrío.

La viejecilla, rondaba en el crepúsculo por las calles del pueblo, seguida desde lejos por los conjuros y las letanías. Los chicos acumulaban en su puerta pieles de gato, desperdicios y maldiciones, disparando sus cerbatanas o sus horquillas de abedul. La viejecilla se vengaba haciendo signos cabalísticos en el aire y en último término, ahuyentándolos con el mango de lo que alguna vez fuera una escoba y que ahora le servía como báculo.  A su edad sus  necesidades se habían reducido a límites absurdos. Le bastaban las hierbas sanas recolectadas en el campo, hervidas en un viejo pote de latón. No mendigaba nada. En invierno como en verano, recubría sus hombros con una mantilla descolorida y desgarrada. Por un agujero entraba el aire frío y, por otro agujero, se fugaba. Nadie había traspasado el dintel de su sombrío habitáculo. Las gentes creían ver desprenderse a media noche por las hendijas de las puertas, extrañas luces azuladas. Alguien vio alguna vez, a un caballero vestido de encarnado, saliendo de la cueva en una noche de sábado. 

En ocasiones, la cueva permanecía cerrada y la bruja desaparecía sin dejar rastro. Al cabo, reaparecía nuevamente, deslizándose por las entradas del pueblo, lenta e ingrávida como una sombra. Volvía de conciliábulos prohibidos celebrados entre las brujas del contorno, bajo la presidencia del Macho Cabrío. 

Los ojos malignos y despiadados de las vecinas, miraban regresar a la viejecilla de sus excursiones secretas.  La población se consternaba entonces ante posibles avatares. Creía la ingenuidad aldeana que el brujeril concilio, habría decretado inevitables desventuras que amenazaban la comarca: sequías, aluviones, epidemias. Pero corrían los días y no se suscitaba nada. No obstante, la intranquilidad perduraba.

Un día, las puertas de la cueva ya no se abrieron más. Transcurrieron las semanas y los meses sin que nadie volviese a tener noticias de la bruja. Entonces, el alcalde rompió los postigos y penetró en la vivienda mísera sin encontrar en ella nada sospechoso. El pote yacía sobre el primitivo fogón; el jergón, en una esquina de la cueva; los artefactos humildes y relucientes, alineados en las paredes húmedas. Solo el mango de la escoba y su propietaria habían desaparecido. Alguien juró haberla visto en una noche de luna, cabalgar sobre la escoba, a modo de improvisado caballo de fuego, surcando los aires quietos. Seguro la malvada bruja había partido a su última cita con el demonio. 

Nadie en el pueblo habría aceptado la modesta verdad: las ausencias de la viejecilla, metódicas y espaciadas, obedecían a un motivo sencillo: partía a visitar la tumba del hijo muerto en la guerra, cuyos restos yacían en un distante cementerio. En su último viaje las fuerzas le faltaron y allí quedó para siempre tendida bajo el sol, a la vera del camino, asiendo el mango de la escoba  que le servía de cayado. 


  

Leonor María Fernández Riva

Agosto de 2016



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