La búsqueda de la
felicidad
Sentada en las gradas, afuera del monasterio, dejó que su respiración
se acompasara. El paso del tiempo era inclemente. Ya no podía caminar sin
esfuerzo grandes distancias. Y esa mañana, a pesar de sentirse débil, había
realizado una gran caminata desde la
aldea donde vivía hasta el monasterio budista. Su corazón latía ahora desbocado, pero feliz.
Contempló abismada la inmensidad apabullante y magnífica de esas cumbres cubiertas de nieve, y disfrutó una vez
más en su interior su deliciosa soledad
y esa ansia ya saciada de vivir la
diferencia, de encontrar allá, en esas
lejanas y misteriosas tierras, el eslabón perdido de la felicidad.
Como si se tratara de un hecho acaecido a otra
persona, dejó que su mente retrocediera en el tiempo para revivir los pormenores de esa aventura que empezó para ella casi sin
darse cuenta, muchos años atrás.
Hasta cumplir los
cincuenta años, su vida había sido
similar a la de tantas otras mujeres solas e independientes. Su trabajo esporádico
de correctora de libros y una pequeña renta adicional, le permitían vivir de
manera tranquila y austera. Su
apartamento, si bien no lujoso, era agradable y allí se sentía bien. A pesar de
que ya había sobrepasado el medio siglo, se mantenía saludable y estéticamente
agradable. Estaba sola, sí, pero no había carecido de amor. Ahora, esa faceta de la vida no parecía hacerle falta, había cerrado
sin dolor esa etapa febril y alocada de su existencia y ahora, con sus hormonas atemperadas y
serenas, le gustaba pensar que la tranquilidad
de que ahora disfrutaba, rimaba con la felicidad.
En esos pasados días, aparentemente felices había sin embargo algo
que siempre escocía un poco su espíritu. Algunas noches, al hacer un recorrido mental por lo que había hecho durante el día, se tropezaba con una seguidilla constante de una misma rutina: se levantaba temprano, con la primera
luz del sol, tomaba un vaso de agua con limón que según decían, alcalinizaba el
organismo protegiéndolo del cáncer; se
colocaba luego una sudadera y salía a
caminar durante media hora. En una vida tan sedentaria como la suya eso era necesario. Su peso no era el correcto y su perfil
lipídico tampoco era del todo satisfactorio. Su afición por la comida italiana
y su preferencia por la buena cocina y
las porciones grandes, hacían de las
suyas. Luego de bañarse y arreglarse, se dirigía en su auto a hacer compras al supermercado y a pagar algunas cuentas, y al volver se entretenía en el computador.
Recorría en Facebook los innumerables
mensajes, sugerencias, fotografías de personas conocidas y ególatras y la interminable sarta de estupideces que
publicaban decenas de desocupados;
luego, se dedicaba a escribir historias,
pensamientos fugaces y una que
otra poesía. Nada trascendente. Nada valioso. Almorzaba,
hacía una pequeña siesta, volvía a escribir. Algunas tardes
la visitaba una amiga solitaria como ella, o alguien la invitaba a tomar
café. Y eso era todo. Llegaba la noche y el inventario final era exiguo y poco
reconfortante.
¿Seguirá todo así de
aquí en adelante hasta envejecer? Se preguntaba a veces cuando al apagar el murmullo absorbente del televisor, todo quedaba en silencio y se
encontraba de nuevo a solas con ella
misma. Y la respuesta no era para nada gratificante.
¿Se harían esa misma
pregunta otras mujeres? ¿O estarían contentas con su presente, con su futuro
próximo? Su mente se entretenía repasando
la existencia de algunas conocidas: aquella pariente suya apasionada por los perros cuya vida estaba dedicada solo a darles gusto;
esa vecina ya entrada en años, dedicada
incansablemente a preservar su fugitiva juventud en los gimnasios y en los spa; aquella otra, en apariencia ya por encima de las tentaciones carnales cuya única
pasión parecían ser ahora sus
nietos; y esa otra, aparentemente feliz en una relación conyugal basada, por lo que
podía observar, solo en la costumbre y el aburrimiento; y esa de más allá,
aficionada a realizar continuas reformas a su apartamento para lucirse ante las amistades; o la de más allá que se preciaba de cambiar cada año de carro y aquella
otra que solo vivía para estar a la moda, o aquella que se ufanaba tanto de sus
continuos viajes, y hasta esa simpática amiga,
ya casi otoñal, y un poco más
comprensible para su gusto, enamorada
sin remedio de un imposible. Todas, inútiles, superfluas, desperdiciadas. Tal como
ella misma.
Pudiera haber
seguido llevando por inercia esa vida,
tranquila y muelle que
tan semejante parecía ser a la felicidad, y a la que solo la incomodaba ese impertinente escozor acerca de su
existencia que de noche en noche la
importunaba, pero ocurrió que una tarde,
organizando revistas viejas, leyó en una de ellas un artículo que cambió su
vida.
Un hombre, en una lejana población del Tibet había
sido catalogado como el hombre más feliz del mundo. Sí, así lo describían en
aquella crónica y esa era una revista
seria. Leyó con avidez el artículo. Un grupo de científicos de la Universidad de Wisconsin había
llegado a la conclusión de que el hombre más feliz del mundo era un monje
budista de 70 años de edad de origen francés llamado Matthieu Ricard, quien vivía en una región remota de Nepal y
era asesor del Dalai Lama. Al estudiar su
cerebro, los científicos habían comprobado
que este presentaba la más alta
actividad cerebral asociada al
bienestar nunca antes vista en mediciones similares. Tras analizar la
actividad de su cerebro en el marco de un estudio de 12 años sobre meditación y
compasión, los científicos de la Universidad de Wiscosin (EEUU) establecieron
que Ricard era el hombre más feliz del mundo.
Al
llegar al final del artículo Loreta se propuso conocerlo. Tenía que visitar a aquel hombre, hablarle
sobre sus dudas, preguntarle por el sentido de la vida, pedirle que le
explicara el porqué de su existencia, el porqué de la felicidad. Qué podía
hacer ella para ser realmente feliz antes de morir, antes de desaparecer.
Y así, de esa
manera casual y aparentemente intrascendente
empezó para ella la aventura más
trascendente de su vida.
Con un espíritu de
aventura, sobreviviente de su ya lejana juventud, decidió jugarse el todo por
el todo. No era una mujer rica y para
poder viajar a tan lejanas tierras debió vender su escaso patrimonio. Pero lo
hizo con gusto, sabiendo que esa era su última aventura. Sabiendo que valía la pena intentarlo. No
quería consumirse viendo televisión, paseando perros, luchando en el gimnasio y
en el spa contra la vejez inminente, llenando su vida de objetos pesados y oprobiosos o escribiendo sandeces.
Su familia la tachó de
loca, creyeron que había perdido la cabeza y hasta le hicieron un juicio de
interdicción, pero logró demostrar que estaba cuerda y que tenía derecho a manejar
su patrimonio y disfrutar sus últimos
deseos antes de que su cuerpo y su
espíritu dejaran de ser suyos y no le permitieran soñar.
Y un buen día, voló a su destino.
Nepal, estaba situado
al final del mundo. Al menos al final
del mundo conocido por Loreta. Debió
hacer varias conexiones de aviones y por fin, llegar a Nepal, y trasladarse luego
en un camión durante tres horas hasta el
Monasterio Cheshen situado en una
pequeña meseta a las afueras de la población de ese nombre rodeada de cumbres nevadas entre las cuales sobresalía
imponente el Himalaya. Con
timidez y expectativa, Loreta llegó hasta la puerta de entrada del monasterio y accionó la pesada aldaba. Un monje de mirada
lejana apareció luego de unos segundos y le informó que Matthieu Ricard no estaba. Días antes había volado
hasta Francia para dictar allá una conferencia.
Esa primera decepción
no la amilanó. Lo esperaría.
En los pocos días que faltaban para su llegada
empezó a familiarizarse con esa nueva forma de vida. En el lugar no funcionaban
hoteles. Fue acogida en el hogar de una familia tibetana conformada por una
pareja mayor y una hija soltera. Cuando se enteraron de que había viajado tanto para encontrarse con Matthieu
Ricard el monje más respetado y querido en aquella comunidad, le brindaron de
manera espontánea y cálida su hospitalidad.
La suya era una
vivienda modesta, construida con ladrillos de barro y techo cubierto de lascas de piedra a la
manera del lugar. Todo allí era sencillo, austero, mínimo. De manera
sorprendente, Loreta se adaptó de inmediato
al ambiente y a las nuevas y sencillas costumbres. Amó el viento helado
que la recibía cada mañana al levantarse, amó los sencillos potajes de aquellas
personas consistentes solo en maíz, mijo, papas y té serpa. No consumían carne; amo su
camastro duro y estrecho y amo su cuarto
oscuro y austero, sin adornos ni cuadros y recubierto casi por completo por pieles de animales. Y amó sobre todo, los sencillos y bulliciosos juegos de los niños en medio de la nieve.
Pero aguardaba ansiosa la llegada del monje. Este llegó luego
de dos semanas y la recibió de inmediato. Ella se sorprendió al verlo. Ya había
podido observarlo en fotografías pero su presencia física la impactó. Lucía
fuerte y joven a pesar de su edad. Su piel era lozana y sus ojos reflejaban una
profunda bondad.
El monasterio en el que
transcurría su vida era imponente por
las dimensiones pero a la vez austero y muy silencioso. En la pequeña estancia en la que el monje la recibió había una imagen grande y dorada de Buda y el suelo estaba cubierto por una
alfombra. Al llegar, la invitó a pasar y sentarse en el suelo tal como él. Luego
de presentarse, Loreta le habló de la inconformidad acerca de su vida y de
su deseo de conocer otras
experiencias espirituales antes de morir. De esa ansia suya por conocer la verdadera felicidad.
El monje la escuchó en
silencio y cuando ella dejó de hablar exhaló un profundo suspiro:
"La felicidad, como ya lo has podido comprobar, querida
amiga, es algo intangible, casi etéreo, una sensación muchas veces, experimentada aunque casi siempre sin real fundamento porque por lo general está
basada en hechos triviales y fugaces como
por ejemplo, acomodar nuestro cuerpo a
una rutina, descansar en una aparente
seguridad, creer que somos amados, creer que somos dueños de otros seres; llenarnos de cosas materiales,
despertar envidia, sentir la admiración de quienes nos rodean, creernos
superiores, disfrutar 5 minutos de gloria…Aunque no nos demos cuenta, querida
Loreta, todos los seres humanos, estamos
inmersos desde nuestro nacimiento en una
desenfrenada carrera por alcanzar la felicidad .Todas aquellas mujeres a tu alrededor están también intentando ser
felices a su manera. No debes criticarlas, no debes despreciarlas, las
circunstancias son distintas en todos los casos. Pocas personas experimentan un vacío
existencial como el que tu sientes. Pocos
experimentan esa ansia de infinito. Las personas como tú no se conforman con
arañar la felicidad. Quieren poseerla. Y
no están equivocadas. Alcanzar ese estado es lo más elevado y sublime que puede
lograr un ser humano. Los seres vivientes
tenemos sobre nosotros, 3 leyes inmutables: la enfermedad, la vejez y la muerte. Tú, Loreta, estás viva, no estás
enferma y todavía no eres una anciana. En tu vida no han hecho todavía
presencia esas leyes inmutables. Pero no eres feliz. Vale la pena entonces hacer el esfuerzo para que lo seas, ninguna
otra cosa es comparable. Pero no es sencillo. La disciplina, la meditación y la perseverancia deben ir unidas al
altruismo y a la generosidad de corazón".
Todas las mañanas,
Loreta siguió asistiendo al monasterio. Allí se quedaba hasta mediodía. La presencia de mujeres
no era permitida luego de esa hora. Bajo
la dirección del monje fue aprendiendo la técnica de la respiración
y la meditación. Al principio, su mente inquieta y poco disciplinada se
distraía, pero al poco tiempo logró concentrarse sin esfuerzo y permanecer en
trance toda la mañana frente a una
pared. Y un día, descubrió que podía
estar ensimismada y lejana, concentrada en su meditación hasta en medio de una multitud. Su cuerpo se tornó flexible
y logró sin esfuerzo realizar y mantener
difíciles posturas yogas durante varios minutos. Cada mañana, al retornar del
monasterio a su hogar, repetía con convicción los mantras ancestrales sobre
todo aquellos relacionados con la
felicidad: “ Oh, Ah, Hen Soha”. “ Bala
Nam Kevalam”.
Los niños de la aldea pronto la acogieron como si
fuera otro monje más. La acompañaban cantando hasta el monasterio o la esperaban de regreso hasta
su casa. Le habían tomado cariño. La
llamaban “la monja blanca”. Ella les enseñaba inglés en las tardes, un idioma
que les serviría más tarde para comunicarse con los frecuentes turistas. Había aprendido muy bien el tibetano del lugar y podía contarles aventuras y hechos sorprendentes de ese mundo desconocido allende los mares. En
las tardes le gustaba ayudar a sus benefactores en su pequeña
huerta de papas y de mijo. Eran campesinos pobres como todos en la región. Su
existencia no era fácil. El esposo prestaba también sus servicios como
porteador a quienes escalaban el Himalaya, pero desde el gran terremoto, los
escaladores arriesgados habían disminuido. Muchos porteadores habían muerto
realizando ese acompañamiento.
Loreta había pensado
quedarse en el lugar tan solo uno o dos
meses, mientras aprendía las técnicas de la meditación, pero el lugar se fue
poco a poco apoderando de ella. Una gran paz que antes nunca había
experimentado colmaba ahora sus días. Sonreía sin motivo. Su pasado era solo un
lejano recuerdo, algo que le había pasado a otra persona. No tenía internet, no lo necesitaba. No
extrañaba nada. Había cortado con su pasado. Se sentía en paz con ella misma, y una con el universo y con toda aquella
grandiosidad.
Los meses fueron
acumulándose y luego, casi sin darse cuenta, los años. Se había convertido en una
más en esa apartada población nepalesa. Su
cabello se tornó blanco. Y un buen día
desechó también su vestimenta occidental y adoptó la túnica de los monjes. Algo que para ella significó un gran privilegio. La experiencia que había
vivido había cambiado de tal forma su existencia que deseo compartirla con otras mujeres. Hablarles
del cambio tan positivo que podrían lograr en sus vidas con base en algo tan
sencillo como la meditación y algunas prácticas yogas. Y entonces,
retomó su pasada afición a la escritura. Sorprendentemente para ella, su mente era ahora mucho más lúcida, mucho más creativa y
brillante. Primero fue un libro, luego
otro. Todos con un sorprendente éxito y aceptación quizá porque la suya era
una historia verídica, una experiencia única y enriquecedora…Y porque estaba escrita en un lenguaje sencillo, elocuente, cautivador. En
cada uno de esos libros, Loreta fue
dejando el testimonio de sus inquietudes,
de sus sueños y de su fructífera búsqueda de la felicidad. Siguiendo
el ejemplo de su maestro, destinó las copiosas ganancias de sus libros a
procurar el bienestar de las viudas y huérfanos de porteadores muertos en
accidentes al ascender el Himalaya. Ella no precisaba fama ni dinero. Era feliz
con la austera vida que llevaba.
Matthieu Ricard, el
monje tibetano, la observaba en silencio.
-La dulzura que estoy
experimentando ahora no la he sentido antes
nunca en ningún momento de mi vida – le comentó Loreta al monje al describir lo que sentía- Es como si se hubieran abierto las compuertas
de la alegría y de la felicidad. Una sensación que no sabía que existía. Como
si flotara. Así debe ser estar en la presencia del Creador.
-Los científicos
de Wiscosin deberían examinarte –
replicó en aquella ocasión Matthieu Ricard con una sonrisa.
Y ahora, allí, afuera
del templo que coronaba el monasterio, rodeada de esas cumbres nevadas. Loreta
volvía a sentir esa increíble sensación de plenitud, de paz, de infinita felicidad… se sentía ligera, casi
inmaterial como si estuviera volando suavemente hacia el infinito.
A lo lejos el grupo bullicioso de niños
corría alegre a su encuentro,
pero Loreta ya no podía divisarlos.
Una señorita de antaño