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lunes, 8 de octubre de 2012

Retorno a la bestia








Algo del todo irracional e inusitado estaba ocurriendo por las calles de la antes organizada metrópoli.  Por todas partes se veían parejas tomadas de las manos, abrazadas o  besándose apasionadamente. Otras, en los parques y zonas públicas, hacían  el amor sin el menor recato. Las noticias reportaban innúmerables casos de violación y de abuso sexual.    


Unos días antes de que esto ocurriera, Ciliu se disponía a viajar a Beijing como parte de la delicada e importante misión de que era depositario.  Al llegar al aeropuerto, se dirigió con paso firme hasta la plataforma de la red de interconexión para tomar el  Tubo Transportador ET3. Desde que se puso en funcionamiento ese transporte levitado por fuerzas magnéticas y propulsado por motores lineales eléctricos, viajar dejó de representar para él una pérdida  de tiempo. Ya no le tomaría sino dos horas trasladarse de Nueva York  a la capital asiática.

Al llegar a la puerta de entrada  del vehículo puso  su  dedo índice  frente al dispositivo de identificación y  la puerta de acceso se abrió instantáneamente. Al ingresar  observó  de reojo a quienes ya estaban instalados en el  cilindro. Algunas mujeres  habían optado  por el vestuario virtual logrado con base en la tecnología de láser plasma, que dibujaba sobre sus cuerpos desnudos complicados arabescos y texturas en tonos luminosos. Una tendencia de la moda  exclusiva todavía de  la gente de vanguardia; la mayoría de los viajeros usaban atuendos tradicionales, faldas cortísimas, blusas transparentes, o  enterizos pegados nítidamente al cuerpo. La ayudante de vuelo explicó que tendrían un viaje tranquilo; podían hacer libremente uso de sus equipos electrónicos; eso no interferiría para nada en los controles de la nave.

 Ciliu la observó sin mayor interés. Era una avante, desde luego. Había aprendido a reconocerlos. Era evidente esa falta de luz, de vivacidad en su mirada.  Ella también llevaba reflejado en su cuerpo desnudo el uniforme de la compañía. Nada de esto, claro está, causaba el menor interés en los presentes. El atractivo físico se limitaba ya a algo puramente estético  sin el menor asomo de morbo ni atractivo sexual. Los avantes, clones fabricados en serie con propósitos determinados fueron estatuidos por el Congreso Mundial de Sabios en fecha ya muy lejana. Algo muy práctico; los había para todas las circunstancias y labores.

Apartó sus ojos de la atractiva avante y sus pensamientos volvieron a concentrarse en lo que últimamente le tenía preocupado. Había escuchado siempre historias fantásticas de hacía ya casi un siglo en las cuales los hombres se reproducían por el instinto sexual, una fuerza tan poderosa e irracional que ni hombres ni mujeres  podían dominar.

Algo repugnante  en extremo pues los órganos para  procrear eran  los mismos de que disponía el cuerpo para evacuar sus infectos deshechos. Una forma  elemental de reproducción que solo podía verse  en las bestias y en las especies más elementales. Había leído también relatos increíbles de hombres y mujeres que llegaban casi a la locura y en algunos casos hasta al crimen por causa de la atracción, los celos o la traición generadas por ese destructivo y peligroso instinto. Pueblos enteros habían guerreado por causa de esa oscura fuerza. Por más que lo intentaba no lograba imaginar un mundo donde los instintos bajos predominaran.

La existencia de los seres humanos era ahora plácida, predecible sin altos y bajos. Las uniones se realizaban como fruto de la amistad, la compañía y el trabajo. Pocos aspiraban al dudoso placer de tener un hijo biológico. Nadie quería problemas ni dificultades. Y los hijos,  bien que los producían.

Y por otra parte, no era un trámite fácil el que se exigía a quienes deseaban tenerlos. Las nuevas generaciones eran cuidadosamente planificadas por el gobierno. El planeta no podía darse el lujo de mantener imbéciles. Para ser aceptados en las listas de los pocos a los que se les permitía reproducirse, era preciso superar elevadas pruebas  mentales de inteligencia, de equilibrio y de salud mental y física. Pero sobre todo,  de lealtad para con el Congreso Mundial de Sabios.

Salvados estos trámites,  seguía luego el delicado proceso de inseminación en vitro con esperma recogida al donante en sesiones de sueño y luego,  el de gestación en úteros artificiales provistos de todos los requerimientos biológicos, sicológicos y anímicos  para obtener un buen producto humano.

En las  historias de la edad antigua, cuidadosamente restringidas al gran público,  Ciliu había leído algo acerca de un concepto extraño: la familia;  y había visto también gráficas fantásticas de parejas humanas  con dos o tres   pequeños a su lado;  algo imposible de imaginar. Y lo más sorprendente: parecían felices. De un tiempo a esa parte, ese concepto de familia le inquietaba. Y lo inquietaba más allá de lo razonable. Había llegado hasta a cuestionarse todo el andamiaje en el que se soportaba la actual civilización. 

Alejó esos pensamientos. Era demasiado importante la misión que le llevaba a Beijing.  Extrajo de su maletín  ejecutivo la fina tablilla electrónica y se dispuso a revisar el procedimiento. Sí. Todo estaba correcto. En el cilindro  a prueba del calor y la humedad llevaba el potente aditivo que unido a otros, transportados por militantes como él desde distintos lugares del planeta, sería mezclado al agua en los acueductos, ríos y fuentes de agua  de todas las ciudades del país asiático... y del mundo. Una  forma,  aparentemente elemental, de llevar a cabo tan importante propósito pero que había sido adoptada finalmente, después de muchos debates generados por los diferentes  países  que conformaban el Congreso de Sabios. 

Algún día quizá cercano él también formaría parte de ese Congreso. Se lo había ganado a pulso. Era uno de los depositarios del destino del mundo. Su labor mantenía a raya los instintos bestiales de la población. La dosis del potente inhibidor sexual había permitido a los seres humanos disfrutar de una existencia previsible, serena y de gran altura espiritual e intelectual. 

Esta vez, sin embargo, la dosis  sería  mayor. Algo inquietaba al Congreso de Sabios. 

“Sí, se dijo  Ciliu, el nuestro es un mundo feliz”. Pero esta vez, esa afirmación no lo dejó del todo convencido. Por algún secreto mecanismo de su mente que no entendía, de forma reiterada y vívida volvía a él la imagen de esa pareja rodeada de niños y en apariencia tan feliz.

¿Será posible?, se preguntaba,  “¿estaremos todos equivocados y habrá realmente  otra alternativa a la vida que llevamos?”.

Sabía que estaba incurriendo en una grave falta. No podía cuestionar de ninguna manera los preceptos y mandatos del Congreso de Sabios. El mundo estaba como debía estar. Procuró pensar en la vida compleja,  impredecible y hasta angustiosa de los seres humanos en épocas pasadas; en los relatos  de hombres y mujeres sumidos en la pasión y la locura que cegados por ese destructivo y peligroso instinto llegaban a cometer crímenes. Pero fue inútil. La imagen aquella de la pareja feliz, de la familia, no se apartaba de su mente.

Al llegar a Beijing,  bajó del Tubo transportador y tomó el  transporte que lo llevaría hasta las instalaciones del Gobierno.

“¿Habrán otras formas de ser feliz?", se preguntaba una y otra vez.  “¿Valdrá acaso la pena acabar ya con todo esto”?

Y siguió preguntándoselo mientras de forma suicida y demencial iba derramando por el camino el precioso contenido del cilindro.

Leonor María Fernández Riva






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  • sábado, 6 de octubre de 2012

    Detrás del arcoíris


    Arco Iris en el Camino


    Somewhere over the rainbow - Judy Garland (subtitulada en español)



    Detrás del arcoíris

    Leonor Fernández Riva
    “¡Qué día tan pesado!”, pensó Rosse Daisy tomando su bolso y cerrando con llave la oficina. Desde hacía un tiempo tenía encima a la revisora fiscal de la empresa y de repeso se le habían pasado en el inventario algunas inexactitudes. “Ya me imagino la cara que va a poner el lunes cuando revise las cuentas. Pero bueno, gracias a Dios es viernes y este fin de semana podré descansar un poco”.
    Se dirigió hasta la portería, registró en la ficha su salida, se despidió del guardia y salió.
    La callejuela,  situada en la parte de atrás de la empresa y a dos cuadras de una rumorosa avenida,  parecía más silenciosa y solitaria en el crepuscular epílogo de la tarde. Un imperceptible sobrecogimiento se apoderó de Rosse Daisy al ver a un mendigo encaminarse con paso vacilante por su misma acera. Pero no quiso evidenciar su temor y siguió sin cambiar de andén. Cuando estuvo a su lado, el hombre, de rostro curtido y grisáceo, detuvo su andar, la miró con sus ojos enrojecidos y le extendió una mano grasienta:
    –Madrecita, no he comido nada desde ayer… –dijo con un tono que no admitía rechazo.
    Tan peligroso era darle como no darle. Rosse Daisy llevaba su cartera cruzada sobre los hombros y fuertemente aferrada, una precaución que ella sabía que debía tener al transitar por las calles a esas horas. Sacó del bolsillo unas pocas monedas que había guardado “por si acaso”, y procurando no demostrar asco ni rechazo se las puso al hombre en la mano:
    –Ojalá le sirvan para comer algo. No tengo más, disculpe –dijo con gesto amable.
    El hombre se quedó mirándola con expresión un poco perdida. 
    Rosse Daisy volvió a sentir un estremecimiento; sabía que era preciso alejarse rápido de aquel indigente. Le hizo un gesto de adiós con la mano y con premura se dirigió a la estación de transporte. Los negocios empezaban a apagar sus luces y cerrar sus puertas. Ya le faltaba poco para llegar a la iluminada avenida. En las postrimerías de la tarde una nutrida variedad de gentes transitaban por ella. Todos parecían apurados por llegar cuanto antes a su destino. Rosse Daisy también tenía prisa. La esperaban su esposo y sus dos niños. De pronto experimentó un agudo dolor en la espalda y sintió un vahído.
    Fue algo momentáneo. Se apresuró por tomar  el autobús que la llevaría hasta su casa. Había  muy pocos pasajeros; algo raro a esas horas del viernes. Se acomodó en un puesto frente a la ventanilla. El intenso dolor y el vahído experimentados segundos antes, habían desaparecido como por encanto. Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos. A los pocos minutos se incorporó sobresaltada, con esa mezcla de inquietud y curiosidad que nos invade cuando por algunos segundos nos desconectamos de la realidad. Pasó la mano por sus ojos y sacudió levemente la cabeza. Cayó en cuenta de que  por alguna extraña circunstancia, el autobús hacía ya rato no se detenía en ninguna estación. Miró a través de la ventanilla. La ciudad había quedado atrás. Atravesaban ahora extensos trigales dorados que parecían unirse a la distancia con el cielo. Aquel no era el trayecto usual. Observó a los otros pasajeros. Nada parecía inquietarles. Es más, sus semblantes se veían plácidos. Una serena felicidad parecía embargarles. Extrañamente, ella tampoco se sentía inquieta. Una especie de dulce modorra la embargaba. A través de las ventanillas se filtraba una luz acariciadora. A la distancia observó el lugar del destino. Un arco iris se reflejaba en ese momento en el cielo, y detrás de él, a lo lejos, Rose Daisy creyó divisar aquel lugar tantas veces soñado desde niña. Sí. Allí estaba, detrás del arco iris, tal cual siempre había ella imaginado que sería el lugar donde al fin podría ella encontrar la felicidad. Esa felicidad que tan esquiva le había sido siempre. Experimentó un deseo infinito de llegar.
    De pronto, abriéndose paso por entre las ranuras de su mente, dos caritas infantiles le sonrieron. ¡Cómo había podido olvidarlos! Sus pequeños hijos y  su esposo la esperaban, y ese viaje no la llevaba a ellos. Presa de ansiedad, se levantó angustiada y empezó a gritar para que el vehículo aquel se detuviera. Los otros pasajeros la rodearon y trataron de calmarla pero ella solo tenía una idea en su mente: sus hijos. Todo empezó entonces a retroceder y a difuminarse entre las sombras. La sensación de plenitud y de ansiosa expectativa que por un momento fugaz había experimentado quedó atrás. Volvió a sentir un profundo dolor en la espalda; en su cuerpo todo. Los ojos le pesaban; le costaba abrirlos, pero haciendo un gran esfuerzo los entreabrió. Junto a ella, de manera inexplicable, vio el rostro ansioso de su esposo.
    “¡Has vuelto, querida! Creí que te perdíamos. Has estado inconsciente dos días. He traído a los niños; querían verte y estar a tu lado. ¡No sabes cuánto hemos sufrido desde el instante en que aquel indigente te apuñaló para robarte!”.
    Rosse Deisy intentó mantener levantados los párpados de plomo.  La  luz de la espléndida mañana se filtraba a raudales por la ventana ordenando las cosas y restableciendo la armoniosa serenidad cotidiana.  Miró con profunda ternura a sus pequeños hijos y a su esposo y sonrió. Lentamente volvía a ella la vida con su carga de sentimientos y sensaciones.

    Pero allá, entre los escondrijos de su mente Rosse Daisy sentía que había algo más; algo que no alcanzaba a precisar pero que le producía una melancolía infinita. Tenía que recordarlo. Era algo muy bello, muy importante para ella. Pero, ¿qué era?  Angustiada, intentó inútilmente capturar el recuerdo.

    Nunca lo logró. Como tampoco logró explicarse nunca por qué la visión del arco iris despertaba siempre en ella tan profunda  nostalgia.




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