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miércoles, 9 de abril de 2014

El príncipe Azul


sapo

El príncipe azul

–¡Hola, señora Morrison! saludó  Ayleen con alegría  a su anciana vecina que sentada en una mecedora a la entrada de su casa, dejó por un momento de tejer  para devolverle a la joven el saludo  con un movimiento de su mano y una sonrisa. 

  –¡Buenas tardes, señor Taylor! -saludó después  Ayleen a su vecino que en ese momento se ocupaba de podar los parterres cubiertos de flores.

–¡Hola, pequeña! ¿Cómo estás? ¿Sigues solita?

– Sí, señor Taylor.  La abuela continúa  un poco delicada  y mis padres han decidido quedarse a su lado en Londres unos días más. ¡Qué lindo está su jardín,  vecino!

–Nunca como el tuyo, querida  Ayleen. No sabes cómo envidio tu fiel guardián. Este  invierno ha traído muchas plagas y es duro combatirlas. 

–El pobre Donald está ya  un poco anciano, señor Taylor. Ya no tiene el vigor de años atrás. Rara vez lo veo cazando. Su  dieta es muy reducida.

–Para allá vamos todos, querida, para allá vamos todos.

– No diga eso, señor Taylor,  es usted todavía muy joven y fuerte. 

–Sabes cómo alegrar el corazón de un viejo, pequeña. Y dime, ¿cuándo crees que lleguen tus padres? 

–En cuatro o cinco días, señor Taylor. No pueden demorarse mucho más, recuerde que ya están cercanas nuestras fiestas y tenemos que prepararnos para recibir a los visitantes.

–Cierto, cierto, pequeña. Ya veo por qué se te ve tan contenta. 

Y sí, Ayleen estaba contenta. Luego de pocas semanas se celebraría en Amberley un evento que tenía para sus habitantes especial trascendencia: el Festival de la Cerveza, la festividad  más importante del año.

Los pocos hoteles, incluido el magnífico  castillo, resultaban insuficientes para alojar la gran cantidad de  turistas que concurrían a los festejos, prácticamente todos  los hogares de Amberley se convertían en hosterías. El hogar de Ayleen no era la excepción, pero la joven  tenía otra razón para sentirse expectante y  feliz: como guía turística de los viajeros  que a lo largo del año acudían a la ciudad atraídos por la belleza de sus jardines y por los hermosos y originales techos de paja de sus casas, en esas festividades tendría más trabajo que nunca. 

"Sí",  pensaba  Ayleen con alegría, "dentro de poco vendrán muchos turistas  a Amberley   y  no solo me divertiré  en grande  con ellos,  sino que recibiré muchas propinas".

Al llegar a su casa se detuvo unos momentos en el portal de entrada para contemplar con orgullo la variedad de plantas y flores  que aportaban un toque  romántico y colorido a la fachada.  Dejó las compras en la mesita del comedor y salió al jardín trasero; un lugar como de cuento de hadas, del que se sentía muy orgullosa. De los frondosos árboles de abedul colgaban  farolillos de hierro forjado y coquetas  casitas de madera  a las que llegaban sin temor estorninos, petirrojos, jilgueros y  zorzales.

Los ojos de Ayleen se detuvieron un momento en la canasta de recoger fruta que reposaba sobre una de las bancas: “Ya me dedicaré  a eso en la mañana”,  pensó. “Tengo  que preparar  mermelada casera para mis futuros huéspedes”. 

 Pero ¿dónde estaba Donald? No lo veía por ninguna parte. Ya se le había hecho costumbre encontrarlo  a su llegada, tal como si estuviera esperándola. Desde hacía unos días, sin embargo,  había notado algo raro  en su comportamiento. Una especie de tristeza. Sí. Ella sabía que algo le pasaba. Muchas personas la tildarían de loca si  se atreviera a compartirles sus pensamientos,  pero eso poco le importaba.  A lo  largo del tiempo  había aprendido a conocer a ese ser  tan ajeno a ella, y  hasta creía percibir sus sentimientos. Había algo en él que la conmovía.  Quienes sabían de su presencia en el jardín  no podían  entender que ella hubiera llegado a experimentar  ese sentimiento de afecto por un ser  tan repugnante.

Ayleen, no los culpaba.  Diez años atrás cuando apareció un día en su jardín, procedente al parecer del pantano cercano, ella también experimentó  una irreprimible sensación de asco y hasta de temor.  Poco a poco sin embargo,  ese sentimiento fue dejando paso a una sincera simpatía. Se acostumbró  a su presencia; a verlo en su jardín, quieto,  observándola a la distancia con sus ojos saltones, mientras ella leía o dormitaba en una mecedora.  Se había convertido en su mascota.  Una muy querida mascota  que  dio nueva vida y alegría a su jardín al exterminar  los insectos y plagas que tanto dañaban a sus plantas.  

Lo bautizó Donald. "¿Por qué no", se dijo. "Si hay un pato Donald, ¿por qué no puede haber un sapo Donald?”. Su mascota parecía ser tan  inteligente como el dibujo animado  de Disney. Si pudiera hablar, de seguro  podría contar también muchas cosas interesantes.

Pero, ¿dónde estaba ahora? ¿Le habría pasado algo?

Inquieta, bajó  al jardín y lo buscó ansiosa entre los macizos de flores bajo los cuales solía asentarse cuando el día estaba cálido. Y  sí, allí,  medio oculto  en uno de ellos, con los ojos entornados, estaba Donald.

—¡Donald! ¿Qué te pasa? ¿Por qué no has ido a recibirme? ¿Estás enfermo?

Preocupada, viendo que no reaccionaba,  tomó sin el menor asomo de asco al sapo y lo llevó hasta una de las mesitas del jardín. 

—¿Te duele algo? ¿Qué puedo hacer por ti, querido amigo? —le preguntó angustiada.

¿Fue su imaginación, o en verdad vio una lágrima brotar de los ojos del batracio? Conmovida, sin el más leve asomo  de aversión,  y presa de sincero cariño por aquel ser que había llegado a querer,  Ayleen  le dio un tierno  beso en la mejilla. 

Un resplandor intenso iluminó entonces el jardín que ya empezaba a teñirse con los colores de la tarde. De forma fugaz a Ayleen  le pareció entrever la figura de un guapo joven de larga cabellera rubia y ojos azules, pero fue solo un instante,  allí parado frente a ella apareció un anciano de porte señorial, ataviado con ropas extrañas, pero lujosas.

 Sus facciones  conservaban  la huella de una remota hermosura y en sus ojos, de un azul intenso, se reflejaba una profunda tristeza. 

Ayleen estaba paralizada por la impresión.

–Gracias, Ayleen, eres mi salvadora  —dijo el anciano con ternura —Me has devuelto a la realidad después de varios penosos siglos. Empezaba a creer que eso ya nunca ocurriría.

 —¿Qué ha pasado? ¿Quién eres? —Se atrevió por fin a preguntar Ayleen —¿Dónde está Donald?

—Donald soy yo, querida niña. Es una historia larga y triste. Una historia  difícil de creer.

—Cuéntamela,  por favor —pidió Ayleen no repuesta todavía  de la impresión sufrida, pero con un creciente interés.

—No puedo negarte nada, pequeña.  Pues bien, soy, Ricardo, duque de York. Hace varios siglos, en 1483 fui encerrado en la Torre de  Londres junto con mi hermano Eduardo V, heredero al trono de Inglaterra. Nuestro tío Ricardo, con el pretexto de protegernos,  nos llevó a ese pavoroso lugar. Él,  quien luego fue rey de Inglaterra, era un ser cruel y ambicioso, gustaba de la magia negra y practicaba toda clase de hechicerías. Junto con nosotros encarceló a otro joven de nuestra misma edad. Un día, uno de los guardias me sacó de la celda y me llevó hasta su presencia. Con una sonrisa burlona me  dijo que no tenía nada en mi contra, que su enemigo era mi hermano y que por eso a mí me daría una oportunidad para vivir. A su lado estaba una  poderosa hechicera, una mujer tan perversa como él. Supe entonces que mi destino sería mucho más terrible que la misma muerte: a través de un hechizo sería convertido en sapo y viviría por años y años  hasta que una joven al experimentar por mí sincero cariño me diera un beso. Algo imposible. Todavía recuerdo las carcajadas de mi tío  al realizarse mi  transformación. Esta maldición ha pesado sobre mí desde ese lejano día. 

–Ese hechizo es una leyenda  que se ha contado en muchos cuentos de hadas, pero nunca creí que fuera cierta –replicó Ayleen.

–Sí, querida mía. Nadie creyó nunca que fuera cierta. Pero como suele suceder,  de alguna manera mi historia trascendió y se convirtió en leyenda. Algunos escritores de mi tiempo,  con el sincero deseo de ayudarme, la convirtieron en un cuento de hadas en el cual indicaban la  forma de rescatarme del hechizo. Pensaban que ante la posibilidad de encontrar un príncipe azul algunas jóvenes se animarían a besar a repugnantes sapos entre los que tal vez estaría yo.  Pero ese ardid no dio resultado. En todo este tiempo, tú Ayleen, has sido la única que se ha animado a darme un beso.  Estos últimos diez años a tu lado han sido los mejores de mi larga vida.  No es así como hubiera querido volver a recobrar mi aspecto humano,  pero ese ha sido mi destino. ¡Ah! Y quiero que sepas que el nombre de Donald nunca me gustó, pero lo pronunciabas con tanto cariño que al fin acabé  acostumbrándome. 

—Entonces, ¿eres  tú mi príncipe azul?  —preguntó Ayleen entre  incrédula y ansiosa.

—Sí, querida niña, pero como ves, soy un príncipe azul muy, muy viejo. El tiempo no ha pasado en balde. No sabes cuánto siento decepcionarte, mi pequeña.  Mañana, tal vez, podremos seguir conversando. Ahora me invade un cansancio de siglos. Quisiera descansar un poco.

Viendo que el príncipe hizo el gesto de encaminarse  al jardín como cuando era un sapo, Ayleen lo tomó de la mano y conmovida  lo condujo  hasta uno de los cuartos donde lo ayudó a recostarse. Se veía muy cansado y cada vez más anciano.  Al darle las buenas noches con un tierno beso en su mejilla, una lágrima brotó de nuevo de los ojos del príncipe.

Al día siguiente, muy temprano, Ayleen corrió presa de emoción a despertar a su amigo. Tenía tantas cosas que preguntarle. Era algo increíble lo que había sucedido. Algo que nadie podría creerle. Ansiaba presentárselo a todos.

Al llegar a la  habitación donde  lo había dejado, su corazón sufrió un vuelco al ver desde la puerta la cama vacía.  Extrañada, lo buscó por toda la casa y  viendo que no estaba por ninguna parte llegó ansiosa hasta el jardín y presa de un súbito impulso se dirigió al sitio donde a Donald le gustaba dormitar. 



Allí, consternada,  solo encontró sobre el pasto un pequeño montón de polvo.



Leonor María Fernández Riva

Santiago de Cali, Abril de 2014

Amberley - 10 of the prettiest English villages on GlobalGrasshopper.com

















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