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sábado, 25 de enero de 2014

Un mensaje encriptado




Un mensaje encriptado

Ese mediodía, al hacer un alto en sus labores cotidianas  para almorzar y tomar un breve descanso antes de emprender  la jornada de la tarde, Aracelly volvió a recordar el sueño; algo por demás singular que la tenía sumida en profundo desconcierto e intriga. Ella, que nunca soñaba, o más bien, que nunca recordaba lo que soñaba, despertaba ahora cada mañana con el recuerdo de esa experiencia vivida a través de los laberintos brumosos de  los sueños.

Con ligeras variaciones era siempre lo mismo. Sin ninguna explicación, como suele suceder en esos eventos noctámbulos, ella se veía de pronto frente a una gran puerta de madera labrada; la puerta se abría y ante ella aparecía un sirviente ataviado con la elegancia de los antiguos mayordomos, quien la saludaba con una respetuosa reverencia y le indicaba que lo siguiera. Sin experimentar ningún temor ella lo seguía hasta una sala  amoblada con elegantes sillones antiguos y profusión de porcelanas y candelabros en cuyo fondo se veía una gigantesca estantería repleta de libros.

Detrás de un escritorio se encontraba un anciano, de larga cabellera blanca que la miraba fijamente a través de sus gafas y  que con una sonrisa socarrona le ofrecía un libro que tenía sobre su escritorio. Ella trataba inútilmente de leer el título, pero en ese instante las imágenes se diluían y tal como todo había empezado, terminaba.

 No lograr  leer el título de aquel libro le generaba a Aracelly  mucha frustración.

Una mañana,  sin embargo, experimentó al despertarse una gran alegría, al fin había alcanzado a leer el título del dichoso libro: Las llaves de San Pedro. Sí, ese era el título y algo le decía  que aquel anciano era su autor: Roger Peyrefitte.  Mas, se preguntaba: “¿Qué significado tendrá este sueño? ¿Por qué lo vivo cada noche?” Recordaba que había disfrutado mucho la lectura de esa obra en particular, sin poder dominar su risa ante la  sarcástica enumeración de las numerosas  reliquias indulgenciadas depositadas en los archivos secretos del Vaticano.  Pero hacía ya muchos años de eso. ¿Por qué venía ahora esa obra a su mente?”.

Intrigada,  creyendo que conservaba el libro en su biblioteca se dedicó a buscarlo con febril ansiedad. Tenía idea de que lo había incluido  entre los pocos libros que debió por fuerza escoger al retornar después de muchos años a su país, pero no lo encontró. De seguro había quedado en poder de su hija cuando se vio obligada a despedirse de  gran parte de su biblioteca y de más de media vida de recuerdos vividos en pareja.

Para esas vacaciones tenía planeado visitar a su hija,  pues  hacía más de dos años que no la veía ni a ella ni a sus nietos. Pero contrario a lo que pudiera pensarse,  aquel viaje no la entusiasmaba demasiado; tanto su hija como su yerno y sus nietos vivían muy ocupados, y sabía por anteriores experiencias que no podría pasar junto a ellos sino escasos momentos.

Le preocupaba  imaginar que su presencia más que en un motivo de alegría se convertiría para su familia en un engorroso compromiso. Sumida en esas reflexiones hasta llegó a pensar en postergar su viaje, pero ahora, la esperanza de encontrar el libro de su sueño entre los que allá había dejado y poder tal vez descifrar el mensaje,  se convirtió para ella en un acicate adicional para tomar la decisión de realizarlo.

Un mes después  este se hizo realidad. Una inmensa alegría la invadió al volver a ver a su hija y a sus nietos, al volver a abrazarlos. ¡Qué necia había sido al dilatar esa visita! Era en verdad muy bonito reencontrarse con sus seres queridos.

No obstante, a los dos días de su llegada, y tal como le había ocurrido en otras ocasiones, debió verlos marcharse  a sus respectivos trabajos y estudios.

–Mami, qué pena, te vas a quedar solita –le dijo su hija esa mañana al despedirse  –Ojalá no te aburras. A las ocho llega Myriam, la empleada y a ella puedes pedirle que te prepare  lo que quieras. En la nevera hay de todo. Estamos muy contentos de que estés aquí, mami. Bueno, chaito, ya estoy un poco atrasada. Nos vemos a la noche.

Aracelly la abrazó con un cariño reprimido por el tiempo y la distancia, le dio su bendición y desde el balcón la vio partir veloz en su auto. Unos momentos antes también se habían despedido de ella sus nietos y su yerno. Sí, todos se sentían muy contentos de volver a verse, pero sus caminos eran ya diferentes. Esta vez sin embargo, quedarse sola no le resultó tan agobiante como en otras ocasiones. Ahora tenía algo que hacer allí.

A su llegada le había preguntado a su hija por el libro, pero ella ni siquiera lo recordaba. Dedicaría pues ese primer día  a buscarlo. Al observar la biblioteca del cuarto de estudio se dio cuenta de que  la mayor parte de los voluminosos libros eran de medicina. Su hija y su yerno eran médicos y prácticamente no leían sino temas relacionados con su profesión. No obstante, aquí y allá encontró, algunos de los que ella les había dejado al marcharse del país. ¡Qué placer volver a tenerlos en sus manos, releerlos y detenerse  en muchos apartes!

El tiempo se le pasó volando. Pero nada del libro que buscaba. ¿Qué se habría hecho?

Aquella noche compartió junto a su familia una velada muy alegre. Sus nietos eran  unos jovencitos muy sencillos, agradables y cariñosos.

–Abuelita, ¿por qué no te vienes a vivir acá con nosotros? –le preguntó en algún momento David, el más apegado a ella, abrazándola mimoso.

–Cuando sea más viejita, Davichito –le contestó Aracelly con un mohín de niña contemplada, y añadió con un tinte de tristeza apenas perceptible en sus ojos –Y vas a ver que cuando lo haga llegará el día en que me preguntes como cuando eras pequeño: "Abuelita, ¿cuándo te vas?"

—¡Ay,  abuelita, qué ocurrida eres!  –apuntó, riéndose, Luis Miguel, su nieto mayor, y añadió –No estás para nada viejita, pero es cierto lo que dice mi hermano, ya deberías ir pensando en venirte a vivir con nosotros. Estás muy sola por allá.

–Ya, dejen tranquila a su abuelita, chicos –intervino su hija – Ella sabe que puede venir cuando quiera, pero por ahora vive muy tranquila y feliz en su lindo apartamento y no piensa para nada en eso.

Pero sí, Aracelly sí lo había pensado. Ocurrió en una de esas ocasiones en las que se mezclaron la nostalgia, la soledad y la decepción de las personas que la rodeaban. Casi al instante sin embargo, había desechado esa idea. Amaba su independencia, su libertad, se sentía muy fuerte todavía y no quería ser una carga para nadie.

Continuaron hasta tarde contando anécdotas y riéndose de las comunes ocurrencias, y cuando se daban las buenas noches  para ir a dormir, Aracelly le preguntó de nuevo a su hija:

–Oye, mijita, ¿qué crees que pasó con el libro del que te hablé el otro día?

–¡Ah, sí! ¿Cómo me dijiste que se llamaba?

–Las llaves de San Pedro.

– Las llaves de San Pedro... las llaves.... En realidad como ya te dije, mami, no recuerdo siquiera haberlo visto, pero te cuento que al  pasarnos a esta casa me tocó deshacerme de muchos de los libros que me dejaste porque ni siquiera cabían en la biblioteca. Los libros, mami, créeme, son a veces un verdadero encarte, ¡y cómo pesan! Roberto, el hermano de Patricio se llevó la mayoría. A lo mejor él lo tiene.

—¿Y cómo puedo averiguarlo, mijita?

— ¡Ay, mami! ¡Qué intensa eres! Pero bueno, no hagas esa cara, te voy a dar su teléfono para que averigües. ¡Patricio, ¿tienes a mano el teléfono de tu hermano Roberto?!

Sí, si lo tenía y Aracelly lo anotó para llamarlo apenas tuviera la oportunidad. 

Y la oportunidad fue al día siguiente. 

–Sí, ¿con quién habló? – le respondió Roberto Plaza al otro lado de la línea.

—Con Aracelly Durán,  Roberto. No nos conocemos personalmente, soy la mamá de María del Carmen.

—¡Ah, sí! Me han hablado mucho de usted, doña Aracelly. Ya me había contado mi hermano Raúl que venía de vacaciones, aunque él no estaba muy seguro de cuándo lo haría. Según me han dicho, es usted  una mujer con muchas ocupaciones y compromisos.  

–Algo, sí, pero me dio gusto sacar un tiempito para ver a la familia. Oiga, Roberto, voy a quedarme dos semanas en casa de mi hija y me gustaría que me permitiera visitarlo. Creo que me puede ayudar a resolver algo que me tiene muy intrigada.

–Ahora el intrigado soy yo. Cuando usted quiera, doña Aracelly, ¿le parece mañana en la tarde?

–Me parece bien, pero ahórrese el “doña”, se lo ruego.

–Será un placer. ¿A qué hora la espero, Aracelly?

–A las tres estaré por allá. 

Fue puntual. Al llegar la recibió una empleada mayor de aspecto bondadoso que la hizo pasar a la sala. El apartamento, muy moderno, estaba  amoblado con una mezcla de estilos: tradicional, moderno y rústico que lograba un efecto  decorativo  agradable y ecléctico.

—¡Hola, Aracelly, bienvenida! ¡Caramba, me sorprende, la había imaginado un poco mayor!

—Roberto, supongo —replicó a modo de saludo, Aracelly al ver aparecer la figura deportiva y esbelta de Roberto y añadió —No está usted muy despistado en cuanto a lo de "un poco mayor". Pero usted es también más joven de lo que imaginé.

—Soy comeaños, Aracelly, no se fíe de mi aspecto.

—Por lo visto a los dos nos gusta comer lo mismo –río  Aracelly.

—Si lo dice por usted ¡qué duda cabe! ¿Puedo brindarle algo de tomar? Puede usted pedirme lo que quiera, tengo un bar bastante bien dotado.

—¡Qué pretencioso! —río Aracelly y añadió retadora —Me gustaría una copita de Fray Angélico, es mi licor favorito.

—Enseguida madame.

Y no fue una sino dos copitas de Fray Angélico y luego, dos más de cointreau las que se sirvió Aracelly mientras revisaba junto a Roberto la estantería de libros en busca de "las tales llaves", como había dado en llamar al libro que aparecía en su sueño. Él también recordaba esa obra y lo mucho que la había disfrutado. Pero por más que escudriñaron en la repleta estantería, no apareció, y así, de común acuerdo, decidieron continuar la pesquisa al día siguiente.

Pero tampoco al día siguiente lo encontraron por más que rebuscaron en todos los baúles y rincones del apartamento, y entonces, en medio de la conversación, y entre una y otra copa, Roberto le propuso a Aracelly continuar la  búsqueda ese fin de semana en “La Escondida”, la hacienda de la familia que él administraba:  "Alguna vez llevé allá algunos libros para leer en las tardes y me parece Aracelly que uno de esos podría ser el que estamos buscando", le dijo persuasivo, y añadió:

—Anímese, Aracelly, le va a gustar. La casa de la hacienda es muy cómoda y está situada en  un paraje muy bello; un pequeño valle  rodeado de riachuelos y  bosques. Verá qué lugar tan agradable. De pronto allí sí encontramos las “dichosas llaves”, pero además, podemos dar un paseo a caballo por los alrededores, y muchas cosas más –enfatizó con una gran sonrisa.

Aracelly no pudo ni quiso negarse. Disfrutar unos días en el campo en lugar de pasarlos solitaria en casa de su hija, le parecía una excelente idea; le encantaba la naturaleza y volver a vivir unos días en un paraje tan encantador y en tan agradable compañía le generaba una jubilosa expectativa. De seguro su hija no estaría de acuerdo con que se fuera tantos días, y hasta experimentaría alguna suspicacia acerca de ese paseo, pero  eso a Aracelly no la inquietaba, era un espíritu libre y estaba ya por encima de ese tipo de cuestionamientos.

—¿Qué fue mamá, en serio te vas a ir a  La Escondida en busca de tu libro? —le preguntó su hija con una sonrisa maliciosa cuando la vio arreglando su maleta.

—¿Mi libro? ¡Ah, sí! El libro. Pues sí, fíjate hija –replicó Aracelly, haciendo caso omiso de la suspicacia de su hija - Tu cuñado, Roberto  me ha dicho que cree haberlo visto allá entre otros libros.  Él no recuerda habérselo dado a nadie. Así que en algún lado debe estar.

Sí, en algún lugar debía estar, pero lo cierto es que eso a Aracelly ya había dejado de importarle.



La imagen del amor de una pareja al atardecer en el mar Foto de archivo - 10705102

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