Un mensaje encriptado
Ese mediodía,
al hacer un alto en sus labores cotidianas
para almorzar y tomar un breve descanso antes de emprender la jornada de la tarde, Aracelly volvió a
recordar el sueño; algo por demás singular que la tenía sumida en profundo
desconcierto e intriga. Ella, que nunca soñaba, o más bien, que nunca recordaba
lo que soñaba, despertaba ahora cada mañana con el recuerdo de esa experiencia
vivida a través de los laberintos brumosos de
los sueños.
Con ligeras variaciones era siempre lo
mismo. Sin ninguna explicación, como suele suceder en esos eventos noctámbulos,
ella se veía de pronto frente a una gran puerta de madera labrada; la puerta se
abría y ante ella aparecía un sirviente ataviado con la elegancia de los
antiguos mayordomos, quien la saludaba con una respetuosa reverencia y le
indicaba que lo siguiera. Sin experimentar ningún temor ella lo seguía hasta una
sala amoblada con elegantes sillones
antiguos y profusión de porcelanas y candelabros en cuyo fondo se veía una
gigantesca estantería repleta de libros.
Detrás de un escritorio se encontraba un anciano, de larga
cabellera blanca que la miraba fijamente a través de sus gafas y que con
una sonrisa socarrona le ofrecía un libro que tenía sobre su escritorio. Ella
trataba inútilmente de leer el título, pero en ese instante las imágenes se
diluían y tal como todo había empezado, terminaba.
No lograr leer el título de aquel libro le generaba a Aracelly mucha frustración.
No lograr leer el título de aquel libro le generaba a Aracelly mucha frustración.
Una mañana, sin embargo, experimentó al despertarse una
gran alegría, al fin había alcanzado a leer el título del dichoso libro: Las
llaves de San Pedro. Sí, ese era el título y algo le decía que aquel
anciano era su autor: Roger Peyrefitte. Mas, se preguntaba: “¿Qué
significado tendrá este sueño? ¿Por qué lo vivo cada noche?” Recordaba que
había disfrutado mucho la lectura de esa obra en particular, sin poder dominar
su risa ante la sarcástica enumeración de las numerosas reliquias
indulgenciadas depositadas en los archivos secretos del Vaticano. Pero hacía
ya muchos años de eso. ¿Por qué venía ahora esa obra a su mente?”.
Intrigada, creyendo que conservaba el libro en su
biblioteca se dedicó a buscarlo con febril ansiedad. Tenía idea de que lo había
incluido entre los pocos libros que debió por fuerza escoger al retornar después de
muchos años a su país, pero no lo encontró. De seguro había quedado en poder de
su hija cuando se vio obligada a despedirse de gran parte de su biblioteca y de más de media vida de
recuerdos vividos en pareja.
Para esas vacaciones tenía planeado visitar a su hija,
pues hacía más de dos años que no la veía ni a ella ni a sus nietos. Pero contrario a lo que pudiera pensarse, aquel
viaje no la entusiasmaba demasiado; tanto su hija como su yerno y sus nietos
vivían muy ocupados, y sabía por anteriores experiencias que no podría pasar
junto a ellos sino escasos momentos.
Le preocupaba imaginar que su presencia más que en un
motivo de alegría se convertiría para su familia en un engorroso compromiso. Sumida en esas reflexiones hasta llegó a pensar en postergar su viaje, pero ahora, la esperanza de encontrar el
libro de su sueño entre los que allá había dejado y poder tal vez descifrar el
mensaje, se convirtió para ella en un
acicate adicional para tomar la decisión de realizarlo.
Un mes después este se hizo realidad. Una inmensa alegría la
invadió al volver a ver a su hija y a sus nietos, al volver a abrazarlos. ¡Qué necia había
sido al dilatar esa visita! Era en verdad muy bonito reencontrarse con sus seres
queridos.
No obstante, a los dos días de su llegada, y tal como le había
ocurrido en otras ocasiones, debió verlos marcharse a sus respectivos trabajos y estudios.
–Mami, qué pena, te vas a quedar solita –le dijo su hija esa
mañana al despedirse –Ojalá no te
aburras. A las ocho llega Myriam, la empleada y a ella puedes pedirle que te
prepare lo que quieras. En la nevera hay de todo. Estamos muy contentos
de que estés aquí, mami. Bueno, chaito, ya estoy un poco atrasada. Nos vemos a
la noche.
Aracelly la abrazó con un cariño reprimido por el tiempo y la
distancia, le dio su bendición y desde el balcón la vio partir veloz en su
auto. Unos momentos antes también se habían despedido de ella sus nietos y su
yerno. Sí, todos se sentían muy contentos de volver a verse, pero sus caminos
eran ya diferentes. Esta vez sin embargo, quedarse
sola no le resultó tan agobiante como en otras ocasiones. Ahora tenía algo que
hacer allí.
A su llegada le había preguntado a su hija por el libro, pero
ella ni siquiera lo recordaba. Dedicaría pues ese primer día a buscarlo.
Al observar la biblioteca del cuarto de estudio se dio cuenta de que la
mayor parte de los voluminosos libros eran de medicina. Su hija y su yerno eran
médicos y prácticamente no leían sino temas relacionados con su profesión. No obstante, aquí
y allá encontró, algunos de los que ella les había dejado al
marcharse del país. ¡Qué placer volver a tenerlos en sus manos, releerlos y
detenerse en muchos apartes!
El tiempo se le pasó volando. Pero nada del libro que buscaba.
¿Qué se habría hecho?
Aquella noche compartió junto a su familia una velada muy
alegre. Sus nietos eran unos jovencitos muy sencillos, agradables y
cariñosos.
–Abuelita, ¿por qué no te vienes a vivir acá con nosotros? –le
preguntó en algún momento David, el más apegado a ella, abrazándola
mimoso.
–Cuando sea más viejita, Davichito –le contestó Aracelly con un
mohín de niña contemplada, y añadió con un tinte de tristeza apenas perceptible
en sus ojos –Y vas a ver que cuando lo haga llegará el día en que me preguntes
como cuando eras pequeño: "Abuelita, ¿cuándo te vas?"
—¡Ay, abuelita, qué ocurrida eres! –apuntó,
riéndose, Luis Miguel, su nieto mayor, y añadió –No estás para nada viejita,
pero es cierto lo que dice mi hermano, ya deberías ir pensando en venirte a
vivir con nosotros. Estás muy sola por allá.
–Ya, dejen tranquila a su abuelita, chicos –intervino su hija –
Ella sabe que puede venir cuando quiera, pero por ahora vive muy tranquila y
feliz en su lindo apartamento y no piensa para nada en eso.
Pero sí, Aracelly sí lo había pensado. Ocurrió en una de esas ocasiones
en las que se mezclaron la nostalgia, la soledad y la decepción de las
personas que la rodeaban. Casi al instante sin embargo, había desechado esa
idea. Amaba su independencia, su libertad, se sentía muy fuerte todavía y no
quería ser una carga para nadie.
Continuaron hasta tarde contando anécdotas y riéndose de las
comunes ocurrencias, y cuando se daban las buenas noches para ir a
dormir, Aracelly le preguntó de nuevo a su hija:
–Oye, mijita, ¿qué crees que pasó con el libro del que te hablé
el otro día?
–¡Ah, sí! ¿Cómo me dijiste que se llamaba?
–Las llaves de San Pedro.
– Las llaves de San Pedro... las llaves.... En realidad como ya
te dije, mami, no recuerdo siquiera haberlo visto, pero te cuento que al pasarnos
a esta casa me tocó deshacerme de muchos de los libros que me dejaste porque ni
siquiera cabían en la biblioteca. Los libros, mami, créeme, son a veces un
verdadero encarte, ¡y cómo pesan! Roberto, el hermano de Patricio se llevó la
mayoría. A lo mejor él lo tiene.
—¿Y cómo puedo averiguarlo, mijita?
— ¡Ay, mami! ¡Qué intensa eres! Pero bueno, no hagas esa cara, te voy a dar su
teléfono para que averigües. ¡Patricio, ¿tienes a mano el teléfono de tu hermano
Roberto?!
Sí, si lo tenía y Aracelly lo anotó para llamarlo apenas tuviera
la oportunidad.
Y la oportunidad fue al día siguiente.
–Sí, ¿con quién habló? – le respondió Roberto Plaza al otro lado
de la línea.
—Con Aracelly Durán, Roberto. No nos conocemos
personalmente, soy la mamá de María del Carmen.
—¡Ah, sí! Me han hablado mucho de usted, doña Aracelly. Ya me
había contado mi hermano Raúl que venía de vacaciones, aunque él no estaba muy
seguro de cuándo lo haría. Según me han dicho, es usted una mujer con
muchas ocupaciones y compromisos.
–Algo, sí, pero me dio gusto sacar un tiempito para ver a la
familia. Oiga, Roberto, voy a quedarme dos semanas en casa de mi hija y me
gustaría que me permitiera visitarlo. Creo que me puede ayudar a resolver algo
que me tiene muy intrigada.
–Ahora el intrigado soy yo. Cuando usted quiera, doña Aracelly,
¿le parece mañana en la tarde?
–Me parece bien, pero ahórrese el “doña”, se lo ruego.
–Será un placer. ¿A qué hora la espero, Aracelly?
–A las tres estaré por allá.
Fue puntual. Al llegar la recibió una empleada mayor de aspecto
bondadoso que la hizo pasar a la sala. El apartamento, muy moderno, estaba
amoblado con una mezcla de estilos: tradicional, moderno y rústico que
lograba un efecto decorativo agradable y ecléctico.
—¡Hola, Aracelly, bienvenida! ¡Caramba, me sorprende, la había
imaginado un poco mayor!
—Roberto, supongo —replicó a modo de saludo, Aracelly al ver
aparecer la figura deportiva y esbelta de Roberto y añadió —No está usted muy
despistado en cuanto a lo de "un poco mayor". Pero usted
es también más joven de lo que imaginé.
—Soy comeaños, Aracelly, no se fíe de mi aspecto.
—Por lo visto a los dos nos gusta comer lo mismo –río
Aracelly.
—Si lo dice por usted ¡qué duda cabe! ¿Puedo brindarle algo de
tomar? Puede usted pedirme lo que quiera, tengo un bar bastante bien dotado.
—¡Qué pretencioso! —río Aracelly y añadió retadora —Me gustaría
una copita de Fray Angélico, es mi licor favorito.
—Enseguida madame.
Y no fue una sino dos copitas de Fray Angélico y luego, dos más
de cointreau las que se sirvió Aracelly mientras revisaba junto a Roberto la
estantería de libros en busca de "las tales llaves", como había dado
en llamar al libro que aparecía en su sueño. Él también recordaba esa obra y lo mucho que la
había disfrutado. Pero por más que escudriñaron en la repleta estantería, no
apareció, y así, de común acuerdo, decidieron continuar la pesquisa al día
siguiente.
Pero tampoco al día siguiente lo encontraron por más que
rebuscaron en todos los baúles y rincones del apartamento, y entonces, en medio
de la conversación, y entre una y otra copa, Roberto le propuso a Aracelly
continuar la búsqueda ese fin de semana en “La Escondida”, la hacienda de
la familia que él administraba: "Alguna
vez llevé allá algunos libros para leer en las tardes y me parece Aracelly que
uno de esos podría ser el que estamos buscando", le dijo persuasivo, y
añadió:
—Anímese, Aracelly, le va a gustar. La casa de la hacienda es
muy cómoda y está situada en un paraje muy bello; un pequeño valle
rodeado de riachuelos y bosques. Verá qué lugar tan agradable. De
pronto allí sí encontramos las “dichosas llaves”, pero además, podemos dar un
paseo a caballo por los alrededores, y muchas cosas más –enfatizó con una gran
sonrisa.
Aracelly no pudo ni quiso negarse. Disfrutar unos días en el
campo en lugar de pasarlos solitaria en casa de su hija, le parecía una
excelente idea; le encantaba la naturaleza y volver a vivir unos días en un
paraje tan encantador y en tan agradable compañía le generaba una jubilosa
expectativa. De seguro su hija no estaría de acuerdo con que se fuera tantos
días, y hasta experimentaría alguna suspicacia acerca de ese paseo, pero
eso a Aracelly no la inquietaba, era un espíritu libre y estaba ya por
encima de ese tipo de cuestionamientos.
—¿Qué fue mamá, en serio te vas a ir a La Escondida en busca de tu libro? —le
preguntó su hija con una sonrisa maliciosa cuando la vio arreglando su maleta.
—¿Mi libro? ¡Ah, sí! El libro. Pues sí, fíjate hija –replicó
Aracelly, haciendo caso omiso de la suspicacia de su hija - Tu cuñado, Roberto me ha dicho que cree haberlo visto allá entre
otros libros. Él no recuerda habérselo dado a nadie. Así que en algún
lado debe estar.
Sí, en algún lugar debía estar, pero lo cierto es que eso a Aracelly
ya había dejado de importarle.
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