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domingo, 18 de marzo de 2012

Un mal día




Las mujeres tienen más miedo a conducir que los hombres



Un mal día

Leonor Fernández Riva

Aquel día,  un sol espléndido brilló desde la madrugada anunciando una jornada de intenso calor. La metrópoli despertaba vibrante  a sus actividades cotidianas.

Ese día, los destinos de tres personas muy distintas se cruzarían irremediablemente.

Muy temprano en la mañana,  Héctor Fabio, el patrullero,  empieza su ronda  en las peligrosas calles del centro de la ciudad  No está de  muy buen genio. En solo diez días  han muerto dos compañeros a manos de los delincuentes. La zona del mercado,  el sector donde debe montar guardia esa mañana es  peligrosa, en ella merodean los delincuentes y  abundan los asaltos.  Pero él  no piensa dar papaya. Tantea su pistola y comprueba la carga. Tiene orden de usarla a la menor provocación. No dudará en hacerlo. Decidido,  monta en su moto.

Casi a la misma hora, dos personajes desapasibles terminan de desayunar en una fonda del mercado. Con mirada torva  examinan fijamente  a las personas  que en ese momento  transitan por la calle.

-Tengo como el pálpito de que este tampoco será un buen día, parce. Desde que se me regó la sal tengo como un mal presentimiento. Dizque es mala suerte, dicen.

-Aterrice, hermano, aterrice. Recuerde que no hay que comer del cuento, no crea en esas pendejadas. ¿Que la vuelta nos sale mal? Pues nos abrimos violento y pasamos de agache, hermano. Y al que se meta con nosotros le damos chumbimba. No se me arrugue,  ñero.

 -No me arrugo,  hermano. Lo que me encabrona es que  nada nos ha salido bien esta semana. Seguimos pailas y andamos más erizos que nunca.

-Clarín,  hermano, pero esto por aquí es una  chimba. ¡Mánquese bien,  mi parche,  que esta noche sí nos vamos a meter la  mejor marimba del planeta!

-¡A- lo- bien, brother, a- lo- bien!  ¡A camellar se dijo!


A una distancia considerable, en uno de los barrios más exclusivos de la ciudad,  Mireya Arboleda se despereza. Experimenta  casi el mismo cansancio que sentía cuando se acostó la noche anterior. Si por ella fuera se quedaría entre las sábanas toda la mañana. ¡Algo imposible,  claro! Muchas cosas la esperan en la empresa.  Se baña y desayuna al apuro. Luego,  de forma  mecánica realiza  su ritual mañanero: se lava los dientes,  escoge al azar algo del guardarropa, se acomoda el peinado, da un toque rápido a su maquillaje,  se aplica un poco de perfume y sin más, se dirige al parqueadero. Está cansada,  preocupada y de mal genio.

Al salir del edificio el portero le entrega una citación para esa noche a Junta Directiva de copropietarios. “¡Qué jartera! ¡Desde luego que no iré! No tengo tiempo para perderlo oyendo babosadas”, piensa con disgusto.

Las calles, como siempre a esa hora de la mañana, están  congestionadas, y de repeso uno que otro estúpido mal parqueado o andando a paso de tortuga. El centro, es un hervidero de automóviles y de motos. Todo el mundo tiene prisa por llegar a su destino. Con un poco de duda, decide tomar un atajo y meterse por la calle del mercado.  Ha  escuchado algunas historias de atracos por ese sector, pero ella no cree mucho en esas cosas y además, está ya un poco retrasada. Todo en aras de llegar a tiempo.

 Vano intento.  El tránsito de todos modos no está mejor por esa vía. Solo le queda armarse de paciencia. Los conductores manejan mal. Un motociclista en una arriesgada maniobra pasa rozando su carro   haciendo  cimbrar el espejo retrovisor. La interjección  brota de sus labios espontánea  y rabiosa ¡&%$*!  Un conductor se le adelanta luego por la derecha de manera atrevida,  casi rozándola. “¡Imbécil! “, le grita para desahogarse.

Los automotores circulan a paso de tortuga. Procura no perder la paciencia. ¿Qué ganaría con eso?  Esta ha sido una semana muy pesada. No puede añadirle más estrés. Involuntariamente sus pensamientos vuelan hasta los últimos acontecimientos.

-¡Doctora,  mire no más cómo han ensuciado la pared! ¡Otra vez esos desechables!

Con esa exclamación  la había recibido el día anterior, José, el chico encargado de cuidar los carros a la entrada de la empresa. Y sí, efectivamente, un graffiti grotesco en el que se alcanzaba a leer  claramente el clásico H P  cubría parte del frente.

-Doctora, ¿le digo a Andrés que pinte la pared? Se ve horrible ¿cierto? -había preguntado  el muchacho, entre solícito y  preocupado.

-¡Claro! Dígale no más que lo haga, y pronto! -había contestado ella enérgica,  moviendo la cabeza y mordiéndose los labios con rabia.

Frunce el ceño con rabia ante el recuerdo. De seguro hoy tendrá un día igual de pesado  y llegará por la noche a su apartamento igual de agotada. Su pensamiento vuela ahora hasta Elena, su vecina.

“¿Cómo es posible que existan personas tan estúpidas”, se pregunta con enojo.  Todavía recuerda lo cansada que se sentía la noche anterior cuando acudió a abrir la puerta creyendo que era algo importante. En ese momento  se disponía a darse un baño y acostarse,

Nada que ver.  Era ella, Elena.   Quería saber qué era lo que había pasado con su esposo. Por qué se habían disgustado.  ¡Habrase visto mayor idiotez!  No obstante, trató de ser amable y le siguió la idea.

Volvió a experimentar el mismo hastío que sintió en esos instantes. ¡Qué pereza tener que estar en ese tipo de explicaciones y aclaraciones! Y en definitiva, ¿qué había pasado? ¡Nada! Que se había topado a una hora inadecuada con un inadecuado amigo que había contestado con  palabras inadecuadas su inadecuado comentario.

Y bueno…,   claro que Raúl sí  le había dicho cosas inconvenientes como esa de que ella y sus amigos eran una mierda.  Pero, después de todo, ¿quién podía  aseverar fehacientemente que no era una mierda?  Pensándolo bien,  había muy pocas excepciones. 

 “Y por un motivo tan pendejo tuve que aguantarme la lata de Elena, muy querida y todo lo demás,  pero también muy inoportuna". Le parece estar oyéndola:

-Créame,  Mireyita. No puedo entender qué le pasó a Raúl para que se haya portado así con usted. No lo comprendo. La verdad es que últimamente  no se le puede hablar de política. Y hasta le dijera que de nada. ¡Anda de un mal genio!  Yo ni siquiera le contesto cuando plantea esos temas difíciles porque ya sé cómo se pone cuando se le lleva la contraria.   Pero no le haga caso, Mireyita.  Él dice muchas  cosas sin pensar.

-No se preocupe,  Elenita, yo no le hago caso –le había replicado procurando ser amable y había añadido -Ya lo conozco, aunque claro  no deja de sorprenderme su agresividad.  Y, ¿ sabe qué? No estábamos hablando de política. Pero no le gaste tiempo a eso.  Créame. Realmente es un incidente sin importancia. Por mi parte estoy tan ocupada que no me puedo dar el lujo de  ponerme  a pensar  en esas cosas y menos disgustarme. Así que mejor  dejar todo así y olvidarnos por ahora del asunto.

¿Usted, cree, Mireyita?, bueno, pero no se vaya a poner brava conmigo también. ¿No? Ya sabe cómo la estimo, Mireyita.

-Desde luego, que no Elenita.  Tranquila, que con usted no es la cosa. ¡No faltaba más.

Esto último lo había dicho  con una sonrisa un tanto forzada a la vez que se levantaba   del sofá  para indicarle  a su vecina que ya la conversación había terminado.

Mucha cháchara. Demasiado tiempo perdido en pendejadas. Su reloj marcaba ya las nueve y media de la noche. abía abHHHHAl quedar de nuevo sola, se había dirigido bostezando al baño. Había desechado la idea de bañarse;  estaba demasiado cansada. De forma maquinal, desocupó su vejiga y   cepilló sus dientes.  Y al salir del baño ocurrió aquello  que la tenía tan  desasosegada: sin darse cuenta  tropezó con su bello espejo de aumento que cayó al suelo y se hizo  trizas en medio de un estruendoso y  cristalino estallido.

Volvió a experimentar ante el recuerdo la  misma  rabia impotente que  la  había dominado  en esos momentos. Fugaz pero muy vívida  vino de nuevo a su memoria  la sentencia  que solía repetir  su madre cuando se rompía un espejo: “ Siete años de mala suerte, mijita, siete años de mala suerte”.

De súbito, volvió a la realidad.  Sus pensamientos la habían distraído pero ahora la pitadera de los carros  era infernal.  Hacía ya un rato que se habían detenido. ¿Qué pasaba,  qué ocurría?  Había alguna tranca. Los carros no rodaban.  De seguro algún tarado se había varado o chocado.

 De pronto vio un rostro en su ventana. No era una cara amable. Un hombre la encañonaba  con una pistola y le hacía señas de que le entregara la cartera.  Esa maldita costumbre suya de no cerrar la ventanilla. Al otro lado otro sujeto la miraba con gesto torvo a través del vidrio cerrado. No podía permitir que se le llevaran los documentos. Cogió el bolso e intentó sacar la billetera. Un quemón intenso atravesó su pecho.  Sus ojos se abrieron  con incredulidad. "¿Voy  a  morir?", se preguntó. Cosas  absurdas pasaron entonces por su mente antes de perder para siempre el sentido. “¡Qué trancón tan verraco el que se va a formar aquí ahora!  ¿Y los papeles que tengo  que firmar mañana? ¿Y la ropa que dejé en detergente?  ¿Y la cama desordenada? ¿Y el vestido aquel sin estrenar?…”. Un sopor invencible la domina.  Se le va la vida. Desmadejada, cae sobre el timón activando el claxon.

Héctor Fabio, el patrullero, escucha a lo lejos el tiro. Rápido, se dirige hasta el carro cuyo pito no deja de sonar y contempla con ira el crimen que acaba de acontecer.  Desde donde se encuentra alcanza a divisar a los dos delincuentes que huyen velozmente con la cartera de mujer.  Les grita que se detengan.  No lo hacen.  Apunta con cuidado. Hay demasiada gente alrededor pero él es un buen tirador. Uno de los bandidos cae de inmediato  con un tiro en la cabeza. Apunta por segunda vez y hiere al otro en la espalda. La gente se ha refugiado medrosa a la entrada de los negocios pero cuando ven llegar al guardia van saliendo curiosos a contemplar a los delincuente caídos. En el suelo, despertigadas, quedan las pertenencias de  Mireya: la cartera de cosméticos,  una monedera con algunas monedas, sus documentos, una estampita de la Virgen Dolorosa, un frasco de colonia, una caja de chiclets  y una billetera vacía: faltaban todavía dos días para recibir la quincena.

La sirena de la ambulancia atruena en la congestionada vía causando todavía más confusión y embotellamiento.

Sobre la acera en medio de un charco de sangre el delincuente malherido mascuya entre labios algo casi  ininteligible:

“Yo sí te dije,  guevón,  que este iba a ser un pésimo día. Lo conjeturé cuando se te regó la sal. ¿Te lo dije o no,  marica?” 

Héctor Fabio, el  patrullero,  se acerca al herido sin percibir el arma que este aún porta en su mano. Un irreparable descuido.


Cali, marzo 2012






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