Un mal día
Leonor Fernández Riva
Aquel día,
un sol espléndido brilló desde la madrugada anunciando una jornada de
intenso calor. La metrópoli despertaba vibrante a sus actividades cotidianas.
Ese día, los destinos de tres personas muy
distintas se cruzarían irremediablemente.
Muy temprano en la mañana, Héctor Fabio, el patrullero, empieza su ronda en las peligrosas calles del centro de la
ciudad No está de muy buen genio. En solo diez
días han muerto dos compañeros a manos de los delincuentes. La zona
del mercado, el sector donde debe montar
guardia esa mañana es peligrosa, en ella merodean los delincuentes y abundan los asaltos. Pero él no piensa dar papaya. Tantea su pistola y
comprueba la carga. Tiene orden de usarla a la menor provocación. No dudará en
hacerlo. Decidido, monta en su moto.
Casi a la misma hora, dos personajes
desapasibles terminan de desayunar en una fonda del mercado. Con mirada torva examinan fijamente a las personas
que en ese momento transitan por
la calle.
-Tengo como el pálpito de que este tampoco
será un buen día, parce. Desde que se me regó la sal tengo como un mal
presentimiento. Dizque es mala suerte, dicen.
-Aterrice, hermano, aterrice. Recuerde que
no hay que comer del cuento, no crea en esas pendejadas. ¿Que la vuelta nos
sale mal? Pues nos abrimos violento y pasamos de agache, hermano. Y al que se
meta con nosotros le damos chumbimba. No se me arrugue, ñero.
-No me arrugo, hermano. Lo que me encabrona es
que nada nos ha salido bien esta semana. Seguimos pailas y andamos
más erizos que nunca.
-Clarín, hermano, pero esto por
aquí es una chimba. ¡Mánquese bien, mi parche, que esta noche sí nos vamos a meter
la mejor marimba del planeta!
-¡A- lo- bien, brother, a- lo-
bien! ¡A camellar se dijo!
A una distancia considerable, en uno de
los barrios más exclusivos de la ciudad, Mireya Arboleda se
despereza. Experimenta casi el mismo cansancio que sentía cuando se
acostó la noche anterior. Si por ella fuera se quedaría entre las sábanas toda
la mañana. ¡Algo imposible, claro!
Muchas cosas la esperan en la empresa. Se baña y desayuna al apuro.
Luego, de forma mecánica realiza su ritual
mañanero: se lava los dientes, escoge al azar algo del guardarropa,
se acomoda el peinado, da un toque rápido a su maquillaje, se aplica
un poco de perfume y sin más, se dirige al parqueadero. Está
cansada, preocupada y de mal genio.
Al salir del edificio el portero le
entrega una citación para esa noche a Junta Directiva de copropietarios. “¡Qué
jartera! ¡Desde luego que no iré! No tengo tiempo para perderlo oyendo
babosadas”, piensa con disgusto.
Las calles, como siempre a esa hora de la
mañana, están congestionadas, y de
repeso uno que otro estúpido mal parqueado o andando a paso de tortuga. El
centro, es un hervidero de automóviles y de motos. Todo el mundo tiene
prisa por llegar a su destino. Con un poco de duda, decide tomar un atajo y
meterse por la calle del mercado. Ha escuchado algunas
historias de atracos por ese sector, pero ella no cree mucho en esas cosas y
además, está ya un poco retrasada. Todo en aras de llegar a tiempo.
Vano intento. El tránsito
de todos modos no está mejor por esa vía. Solo le queda armarse de paciencia. Los
conductores manejan mal. Un motociclista en una arriesgada maniobra pasa
rozando su carro haciendo cimbrar el espejo
retrovisor. La interjección brota de sus labios
espontánea y rabiosa ¡&%$*! Un conductor se le
adelanta luego por la derecha de manera atrevida, casi rozándola.
“¡Imbécil! “, le grita para desahogarse.
Los automotores circulan a paso de
tortuga. Procura no perder la paciencia. ¿Qué ganaría con eso? Esta ha sido una semana muy pesada. No puede añadirle más estrés. Involuntariamente sus pensamientos vuelan hasta los últimos acontecimientos.
-¡Doctora, mire no más cómo han
ensuciado la pared! ¡Otra vez esos desechables!
Con esa exclamación la había
recibido el día anterior, José, el chico encargado de cuidar los carros a la
entrada de la empresa. Y sí, efectivamente, un graffiti grotesco en el que se
alcanzaba a leer claramente el clásico H P cubría parte
del frente.
-Doctora, ¿le digo a Andrés que pinte
la pared? Se ve horrible ¿cierto? -había preguntado el muchacho,
entre solícito y preocupado.
-¡Claro! Dígale no más que lo haga, y
pronto! -había contestado ella enérgica, moviendo la cabeza y mordiéndose los labios
con rabia.
Frunce el ceño con rabia ante el recuerdo.
De seguro hoy tendrá un día igual de pesado
y llegará por la noche a su apartamento igual de agotada. Su pensamiento
vuela ahora hasta Elena, su vecina.
“¿Cómo es posible que existan personas tan
estúpidas”, se pregunta con enojo.
Todavía recuerda lo cansada que se sentía la noche anterior cuando
acudió a abrir la puerta creyendo que era algo importante. En ese momento se disponía a darse un baño y acostarse,
Nada que ver. Era ella, Elena. Quería
saber qué era lo que había pasado con su esposo. Por qué se habían
disgustado. ¡Habrase visto mayor idiotez! No obstante, trató
de ser amable y le siguió la idea.
Volvió a experimentar el mismo hastío que sintió en esos instantes. ¡Qué
pereza tener que estar en ese tipo de explicaciones y aclaraciones! Y en
definitiva, ¿qué había pasado? ¡Nada! Que se había topado a una hora inadecuada
con un inadecuado amigo que había contestado con palabras
inadecuadas su inadecuado comentario.
Y bueno…, claro que Raúl
sí le había dicho cosas inconvenientes como esa de que ella y sus
amigos eran una mierda. Pero, después de todo, ¿quién
podía aseverar fehacientemente que no era una mierda? Pensándolo
bien, había muy pocas excepciones.
“Y por un motivo tan pendejo tuve
que aguantarme la lata de Elena, muy querida y todo lo demás, pero
también muy inoportuna". Le parece estar oyéndola:
-Créame, Mireyita. No puedo entender qué le pasó a Raúl para que se haya portado así
con usted. No lo comprendo. La verdad es que últimamente no se le
puede hablar de política. Y hasta le dijera que de nada. ¡Anda de un mal
genio! Yo ni siquiera le contesto cuando plantea esos temas
difíciles porque ya sé cómo se pone cuando se le lleva la contraria. Pero
no le haga caso, Mireyita. Él dice muchas cosas sin
pensar.
-No se preocupe, Elenita, yo no
le hago caso –le había replicado procurando ser amable y había añadido -Ya lo
conozco, aunque claro no deja de sorprenderme su
agresividad. Y, ¿ sabe qué? No estábamos hablando de política. Pero
no le gaste tiempo a eso. Créame. Realmente es un incidente sin
importancia. Por mi parte estoy tan ocupada que no me puedo dar el lujo
de ponerme a pensar en esas cosas y menos
disgustarme. Así que mejor dejar todo así y olvidarnos por ahora del
asunto.
¿Usted, cree, Mireyita?, bueno, pero no se
vaya a poner brava conmigo también. ¿No? Ya sabe cómo la estimo, Mireyita.
-Desde luego, que no
Elenita. Tranquila, que con usted no es la cosa. ¡No faltaba más.
Esto último lo había dicho con
una sonrisa un tanto forzada a la vez que se levantaba del
sofá para indicarle a su vecina que ya la conversación
había terminado.
Mucha cháchara. Demasiado tiempo perdido
en pendejadas. Su reloj marcaba ya las nueve y media de la noche. Al quedar de nuevo sola, se
había dirigido bostezando al baño. Había desechado la idea de bañarse; estaba demasiado cansada. De forma maquinal,
desocupó su vejiga y cepilló sus dientes. Y al
salir del baño ocurrió aquello que la
tenía tan desasosegada: sin darse
cuenta tropezó con su bello espejo de
aumento que cayó al suelo y se hizo trizas en medio de un
estruendoso y cristalino estallido.
Volvió a experimentar ante el recuerdo la misma rabia impotente que la había dominado
en esos momentos. Fugaz pero muy vívida vino de nuevo a su memoria la
sentencia que solía repetir su madre cuando se rompía un
espejo: “ Siete años de mala suerte, mijita, siete años de mala suerte”.
De súbito, volvió a la realidad. Sus pensamientos la habían distraído pero
ahora la pitadera de los carros era infernal. Hacía ya
un rato que se habían detenido. ¿Qué pasaba, qué ocurría?
Había alguna tranca. Los carros no
rodaban. De seguro algún tarado se
había varado o chocado.
De pronto vio un rostro en su
ventana. No era una cara amable. Un hombre la encañonaba con una
pistola y le hacía señas de que le entregara la cartera. Esa maldita
costumbre suya de no cerrar la ventanilla. Al otro lado otro sujeto la
miraba con gesto torvo a través del vidrio cerrado. No podía permitir que se le llevaran los documentos. Cogió el bolso e intentó sacar la billetera.
Un quemón intenso atravesó su pecho. Sus ojos se abrieron con incredulidad. "¿Voy a
morir?", se preguntó. Cosas absurdas pasaron entonces por su mente antes de perder
para siempre el sentido. “¡Qué trancón tan verraco el que se va a formar aquí
ahora! ¿Y los papeles que tengo que firmar mañana? ¿Y la
ropa que dejé en detergente? ¿Y la cama
desordenada? ¿Y el vestido aquel sin estrenar?…”. Un sopor invencible la domina. Se le va la vida. Desmadejada, cae sobre el timón activando el claxon.
Héctor Fabio, el patrullero, escucha a lo
lejos el tiro. Rápido, se dirige hasta el carro cuyo pito no deja
de sonar y contempla con ira el crimen que acaba de acontecer. Desde donde se encuentra alcanza a divisar a
los dos delincuentes que huyen velozmente con la cartera de mujer. Les grita que se detengan. No lo hacen.
Apunta con cuidado. Hay demasiada gente alrededor pero él es un buen
tirador. Uno de los bandidos cae de inmediato
con un tiro en la cabeza. Apunta por segunda vez y hiere al otro en la
espalda. La gente se ha refugiado medrosa a la entrada de los negocios pero
cuando ven llegar al guardia van saliendo curiosos a contemplar a los delincuente
caídos. En el suelo, despertigadas, quedan las pertenencias de Mireya: la cartera de cosméticos, una monedera con algunas monedas, sus
documentos, una estampita de la Virgen Dolorosa, un frasco de colonia, una caja de chiclets y una billetera vacía: faltaban todavía dos días para recibir la
quincena.
La sirena de la ambulancia atruena en la
congestionada vía causando todavía más confusión y embotellamiento.
Sobre la acera en medio de un charco de
sangre el delincuente malherido mascuya entre labios algo casi ininteligible:
“Yo sí te dije, guevón, que este iba a ser un pésimo día. Lo conjeturé
cuando se te regó la sal. ¿Te lo dije o no, marica?”
Héctor Fabio, el patrullero, se acerca al herido sin percibir el arma que este aún porta en su mano. Un irreparable descuido.
Héctor Fabio, el patrullero, se acerca al herido sin percibir el arma que este aún porta en su mano. Un irreparable descuido.
Cali, marzo 2012
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