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domingo, 4 de septiembre de 2011

Una extraña sonrisa




 Una extraña sonrisa


Todos se habían marchado ya. En otras ocasiones había esperado con paciencia a quedarse solo para satisfacer  sus deseos, pero esta vez se le había hecho eterno el tiempo que tardaron en marcharse. Ella era tan  hermosa, tan provocadoramente bella  que la deseó  ardientemente desde el mismo momento en que llegó. Al día siguiente los matasanos harían su oficio  pero ahora era toda suya. Se encaminó ansioso hasta el cuarto de refrigeración.  El  deseo que sentía  era casi doloroso. No solo su miembro,  todo él estaba rígido, sudoroso, jadeante.


Sus manos temblaban cuando  abrió la puerta del  sombrío encierro y trémulo la acercó junto a sí.

¡Mamacita!  ¡Eres bella, bella!! ¡Vas a gozar conmigo como nunca lo has hecho. Yo sí te voy hacer estremecer.  ¡Mamaciiiita!!

Abrió su blusa y paseó sus manos, su lengua  por sus senos, por su cuerpo todo. Poseído por un frenesí salvaje se había ido desnudando a la vez que la  desnudaba también a ella. Acarició despacio sus  piernas, sus muslos y fue subiendo, subiendo con sus manos, con su lengua.

¡Así, mamita, así! ¿Cierto que te gusta? Nadie  antes te ha hecho sentir así, ¿verdad? ¡Yo, solo yo se hacerte feliz! Qué rico, ¿cierto?  ¡Hoy vas a ser mía, solo mía, mami!

 Fuera de sí, la coloco en el suelo y vibrante, enloquecido penetró en ella, mientras besaba sus  pálidos labios  y la acariciaba poseído por la pasión y la locura.

 ¡Soy tuyo,  mamita, solo tuyo! ¡Ahhhhhhh, ahhhhhhhhhhhh!!

 Al llegar al  clímax sus gemidos se convirtieron en gritos enardecidos que retumbaron  siniestros  en las desiertas dependencias de la Morgue. De pronto sintió  un extraño vahído, como si la vida empezará  a escapársele. Con sus últimas fuerzas se aferró a la muerta y  en medio de un  estremecimiento exhaló su último suspiro.

La pequeña población,  estremecida ya por el suicidio incomprensible y sentido de la bellísima joven, quien  en un momento de decepción amorosa ingirió cianuro extraído quién sabe cómo de la mina del lugar,  se sintió  ahora horrorizada por la noticia de la violación de su cadáver por parte del vigilante de la Morgue quien murió sobre ella víctima de los efectos del cianuro que todavía  llevaba  la muerta en sus labios. Algunos en el pueblo no pudieron menos que reflexionar acerca de la suerte de otras desventuradas que quizá tuvieron un destino similar.

Evitaron sin embargo,  hacer comentarios sobre algo peculiar que  fue evidente para todos: el rostro antes inerte y yerto de la muerta lucía en el momento de su inhumación una extraña sonrisa.

Leonor Fernández Riva


  













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