Intrascendentemente
cotidiano
Leonor Fernández Riva
El prestigioso
ejecutivo, se levanta titubeante de la mesa, no sin antes apurar hasta el fondo el último trago
de aguardiente.
-¡Qué
berrrraquera de rumba, negrita! ¡Vámonoss, mamaciiita! Nos espera otra muuucho mejor, ¡mamita!- le dice con voz gangosa haciendo un trabajoso guiño
a su compañera, una chica joven y agraciada que también acusa los efectos de la noche de juerga.
Abrazados y
vacilantes salen de la discoteca y trastabillando se dirigen hacia el
parqueadero. Con los ojos entornados y
la mano temblorosa el hombre no acierta
con la cerradura del auto.
-¡Maaaldita sea!
¡Deberían ponerle pelos a esto! – prorrumpe procaz, luego de varios intentos fallidos.
El vigilante se
acerca para ayudarlo. Una vez dentro
del auto el ejecutivo le extiende un billete.
-Graciasss,
hermaano… Aquí le colaboro con el desayuuno.
- Gracias,
doctor, pero, ¿no cree usted que sería
mejor tomarse un tinto y descansar un poco?
-¡No, nooo! ¡Estoy
biennn, hermano! Demasiado bien.
-Si usted lo
dice, doctor. Pero tenga cuidado, váyase
por la sombrita.
El prestigioso
ejecutivo ya no lo escucha. Con los ojos
entornados y la mente nublada ha partido hacia su destino a gran velocidad.
A algunas
cuadras de la discoteca una luz se enciende en una humilde vivienda. El maíz ha
hervido desde la medianoche. La mujer toma
con el cucharón un grano y lo deshace entre los dedos índice y pulgar. Sí. Ya
está a punto. A pesar del frío de la madrugada se quita el pañolón que la
cubre. La incomoda cuando se pone a moler. Trata de no hacer ruido. Su hijo todavía duerme, ¡Bendita juventud! Ya
para ella no existen levantadas tarde,
tiene un despertador en el cerebro que no le permite mantener los ojos
cerrados después de las cuatro de la mañana. Se detiene un momento en la puerta
y contempla complacida su sueño. "¡Qué
bonita está la cobija que le compré con
lo que me quedó este mes después de vender las arepas. ¡Y abrigadita! ".
No puede quejarse. Le está yendo bien. Sí. Ya vende más de cincuenta arepas entre la mañana y la tarde. Dios es bueno.
No puede quejarse. Le está yendo bien. Sí. Ya vende más de cincuenta arepas entre la mañana y la tarde. Dios es bueno.
Despacio,
procurando no hacer ruido, sale del
cuarto y ajusta un poco la puerta. Su casa, como ella la llama con orgullo, la componen dos cuartos y un baño. En uno está la imprescindible
estufa a gas, un lavaplatos, una mesa a manera de mesón, otra pequeña, varios
bancos, y por el
suelo cajas llenas de loza y comestibles. El otro es el dormitorio donde duerme
junto a su hijo. Procura tener todo en
orden pero no es fácil. ¿Por qué será que las cosas de los pobres son tan aparatosas? No tiene dónde
esconder el desorden. Pero esa no es cosa que le quite el sueño. Para ella, los días
son demasiado atareados como para pensar en pendejadas. Lo importante es comer cada día, pagar el arriendo, la cuenta de luz y de gas y sobre todo comprar
maíz para hacer sus arepas.
Afuera está
todavía muy oscuro. Toma la masa de maíz, le añade un poco de queso desmenuzado y con gran habilidad empieza a
hacer las arepas que va colocando en una palangana separadas una a una con un trozo de plástico. Este día ha preparado
un poco más. Empaca todo cuidadosamente y cuando ya tiene todo listo se
envuelve en su pañolón y se apresta a salir con su equipaje de sueños.
Una voz la llama
desde el cuarto:
-¡Mamá! ¿ ya se
irá a ir? ¡No salga tan temprano, que es
peligroso!
- Iván, mijito,
no grite tanto que ya sabe cómo son los
vecinos de jodidos. No se preocupe, mijo que a esta hora la policía siempre ronda por aquí. Ahí le dejo su arepita; cuando se levante la
asa. El tinto está en el termo.
-Ya, ya, cucha,
pero tenga cuidado. Nunca se sabe.
-Y usted también,
mijo. Por ahí anda mucho dañado. Tenga cuidado con sus celulares que están
robando mucho.
-Sí, ma, pero
los buenos; los míos son de combate, de minutos.
-Bueno, mijito,
que Dios me lo bendiga. Me apuro porque si no se me escapan los que siempre me
compran a esta hora.
Al salir el
viento frío de la madrugada la hace estremecer. Pero no tiene tiempo que perder.
Aprisa, se encamina hacia su esquina con
la pesada carga de arepas a su espalda y
en sus manos el termo de tinto.
Cruza, apurada, la calle. Un automóvil se acerca a gran velocidad. No lo ve.
Jairo, el
periodista de la página roja del periódico local, toma un tinto mientras fuma despacio un
cigarrillo. Cada día las noticias de policía atraen menos lectores. La gente se
ha acostumbrado al olor de la sangre y ya no se sorprende por nada. El jefe de
redacción ya le ha llamado varias veces la atención; tiene que ponerle picante
a su página. ¿Pero cómo? Hoy solo tiene los rutinarios ataques de la guerrilla
con su carga de soldados y policías muertos, las habituales violaciones y
maltratos infantiles, el atropellamiento
de una humilde mujer ocasionado por un borracho y la muerte de un joven
vendedor de minutos a mano de un raponero. ¿Qué puede hacer él con noticias tan
intrancendentes y cotidianas?
Octubre 22 de
2011
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