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sábado, 1 de noviembre de 2014

La última aventura


La última aventura

Leonor María Fernández Riva

Cuando aquellos hombres intentaron atraparla mientras se encontraba buscando sobras en un basurero, aquella perrita callejera opuso denodada  resistencia.  Un innato temor al ser humano la mantenía siempre en guardia acerca de sus intenciones. Pero todo fue inútil. No pudo resistirse a sus captores.  Su destino estaba escrito. 

Mezcla de Husky,  Terrier y otras razas, era aquella, una simpática perrita mestiza,  lozana y vivaz, que  a pesar de soportar continuas hambres y fríos extremos se encontraba en perfectas condiciones de salud. De temperamento tranquilo y estoico, resultaba encantadora para quienes la observaban.

 Luego de su captura fue  sometida a  condiciones de vida  por completo desconocidas e inexplicables para ella. Acostumbrada a  vagar sin rumbo por la ciudad de las cúpulas y las iglesias, fue recluida por días enteros en un pequeño cubículo en el  cual  escuchaba todo el tiempo sonidos extraños. Un lugar tan exiguo que se le hacía difícil hasta orinar y defecar.  Continuamente era sometida a la acción de complicados aparatos que la hacían girar a una velocidad vertiginosa. Y lo peor, algo a  lo que no podía acostumbrarse, era a digerir por todo alimento una masa blanduzca de un sabor desconocido con un lejano  parecido a la carne. Todos estos cambios ocurridos tan de improviso en su vida la tenían sumamente inquieta y hacían que su corazón palpitara con rapidez.  No podía acostumbrarse a lo que le estaba ocurriendo. ¿Qué le había pasado?

Un día, sin embargo, cuando ella menos lo esperaba,  ocurrió algo sorprendente y grato. Una de las personas  que continuamente la  observaba  a través de una pequeña ventana del cubículo adonde estaba recluida,  la llevó a un lugar  muy agradable, una casa con un gran jardín en el cual se encontraban varios  niños. Algo inesperado y maravilloso;  pudo  entonces corretear y jugar con ellos. En su vida vagabunda  nunca le había ocurrido algo parecido.  El hombre aquel la miraba todo el tiempo con ojos llenos de bondad en los que  ella creía ver algo de tristeza. Había aprendido a identificar a los seres humanos, conocía su miseria, su odio  y su falta de compasión, pero también,  sus sentimientos de caridad y de amor. Aquel, lo sabía, era un buen ser humano. 

Al día siguiente de aquella grata salida la condujeron hasta un lugar aun más extraño que el anterior,  un sitio metálico y brillante rodeado de mecanismos y botones. Acostumbrada a la temperatura  inclemente y gélida  de las calles de Moscú, y  por algo que ella no pudo explicarse,  su pequeño cuerpo se estremeció aquel día de verano, como si estuviera en un portal en la más fría noche de  invierno.  Experimentaba un profundo  temor.

 Dos personas a las que no había visto nunca limpiaron su pelaje con cuidado y  esparcieron luego sobre toda ella un líquido de un olor extraño. La colocaron enseguida  en una especie de asiento y ajustaron algunas correas. 

El hombre que la había llevado un día antes a retozar junto a sus hijos pequeños,  se acercó entonces hasta ella. La perrita vagabunda lo  reconoció  y movió su cola con alegría, ladrando entusiasmada. Pero la mirada de aquel hombre  no reflejaba alegría.  Conmovido, la besó en la nariz y le dijo algo que ella no olvidaría.  

Entonces, la  puerta se cerró y  quedó completamente sola en el interior de aquella cápsula.

Mientras la punta cónica del Sputnik 2  despegaba con éxito  del cohete impulsor y se adentraba en el espacio, aquella perrita callejera seguía preguntándose por qué aquel hombre  de ojos  tristes la había besado con cariño  y  sobre todo, por qué  se había despedido de ella llamándola con un nombre que ella antes nunca había escuchado:


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