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sábado, 6 de octubre de 2012

Detrás del arcoíris


Arco Iris en el Camino


Somewhere over the rainbow - Judy Garland (subtitulada en español)



Detrás del arcoíris

Leonor Fernández Riva
“¡Qué día tan pesado!”, pensó Rosse Daisy tomando su bolso y cerrando con llave la oficina. Desde hacía un tiempo tenía encima a la revisora fiscal de la empresa y de repeso se le habían pasado en el inventario algunas inexactitudes. “Ya me imagino la cara que va a poner el lunes cuando revise las cuentas. Pero bueno, gracias a Dios es viernes y este fin de semana podré descansar un poco”.
Se dirigió hasta la portería, registró en la ficha su salida, se despidió del guardia y salió.
La callejuela,  situada en la parte de atrás de la empresa y a dos cuadras de una rumorosa avenida,  parecía más silenciosa y solitaria en el crepuscular epílogo de la tarde. Un imperceptible sobrecogimiento se apoderó de Rosse Daisy al ver a un mendigo encaminarse con paso vacilante por su misma acera. Pero no quiso evidenciar su temor y siguió sin cambiar de andén. Cuando estuvo a su lado, el hombre, de rostro curtido y grisáceo, detuvo su andar, la miró con sus ojos enrojecidos y le extendió una mano grasienta:
–Madrecita, no he comido nada desde ayer… –dijo con un tono que no admitía rechazo.
Tan peligroso era darle como no darle. Rosse Daisy llevaba su cartera cruzada sobre los hombros y fuertemente aferrada, una precaución que ella sabía que debía tener al transitar por las calles a esas horas. Sacó del bolsillo unas pocas monedas que había guardado “por si acaso”, y procurando no demostrar asco ni rechazo se las puso al hombre en la mano:
–Ojalá le sirvan para comer algo. No tengo más, disculpe –dijo con gesto amable.
El hombre se quedó mirándola con expresión un poco perdida. 
Rosse Daisy volvió a sentir un estremecimiento; sabía que era preciso alejarse rápido de aquel indigente. Le hizo un gesto de adiós con la mano y con premura se dirigió a la estación de transporte. Los negocios empezaban a apagar sus luces y cerrar sus puertas. Ya le faltaba poco para llegar a la iluminada avenida. En las postrimerías de la tarde una nutrida variedad de gentes transitaban por ella. Todos parecían apurados por llegar cuanto antes a su destino. Rosse Daisy también tenía prisa. La esperaban su esposo y sus dos niños. De pronto experimentó un agudo dolor en la espalda y sintió un vahído.
Fue algo momentáneo. Se apresuró por tomar  el autobús que la llevaría hasta su casa. Había  muy pocos pasajeros; algo raro a esas horas del viernes. Se acomodó en un puesto frente a la ventanilla. El intenso dolor y el vahído experimentados segundos antes, habían desaparecido como por encanto. Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos. A los pocos minutos se incorporó sobresaltada, con esa mezcla de inquietud y curiosidad que nos invade cuando por algunos segundos nos desconectamos de la realidad. Pasó la mano por sus ojos y sacudió levemente la cabeza. Cayó en cuenta de que  por alguna extraña circunstancia, el autobús hacía ya rato no se detenía en ninguna estación. Miró a través de la ventanilla. La ciudad había quedado atrás. Atravesaban ahora extensos trigales dorados que parecían unirse a la distancia con el cielo. Aquel no era el trayecto usual. Observó a los otros pasajeros. Nada parecía inquietarles. Es más, sus semblantes se veían plácidos. Una serena felicidad parecía embargarles. Extrañamente, ella tampoco se sentía inquieta. Una especie de dulce modorra la embargaba. A través de las ventanillas se filtraba una luz acariciadora. A la distancia observó el lugar del destino. Un arco iris se reflejaba en ese momento en el cielo, y detrás de él, a lo lejos, Rose Daisy creyó divisar aquel lugar tantas veces soñado desde niña. Sí. Allí estaba, detrás del arco iris, tal cual siempre había ella imaginado que sería el lugar donde al fin podría ella encontrar la felicidad. Esa felicidad que tan esquiva le había sido siempre. Experimentó un deseo infinito de llegar.
De pronto, abriéndose paso por entre las ranuras de su mente, dos caritas infantiles le sonrieron. ¡Cómo había podido olvidarlos! Sus pequeños hijos y  su esposo la esperaban, y ese viaje no la llevaba a ellos. Presa de ansiedad, se levantó angustiada y empezó a gritar para que el vehículo aquel se detuviera. Los otros pasajeros la rodearon y trataron de calmarla pero ella solo tenía una idea en su mente: sus hijos. Todo empezó entonces a retroceder y a difuminarse entre las sombras. La sensación de plenitud y de ansiosa expectativa que por un momento fugaz había experimentado quedó atrás. Volvió a sentir un profundo dolor en la espalda; en su cuerpo todo. Los ojos le pesaban; le costaba abrirlos, pero haciendo un gran esfuerzo los entreabrió. Junto a ella, de manera inexplicable, vio el rostro ansioso de su esposo.
“¡Has vuelto, querida! Creí que te perdíamos. Has estado inconsciente dos días. He traído a los niños; querían verte y estar a tu lado. ¡No sabes cuánto hemos sufrido desde el instante en que aquel indigente te apuñaló para robarte!”.
Rosse Deisy intentó mantener levantados los párpados de plomo.  La  luz de la espléndida mañana se filtraba a raudales por la ventana ordenando las cosas y restableciendo la armoniosa serenidad cotidiana.  Miró con profunda ternura a sus pequeños hijos y a su esposo y sonrió. Lentamente volvía a ella la vida con su carga de sentimientos y sensaciones.

Pero allá, entre los escondrijos de su mente Rosse Daisy sentía que había algo más; algo que no alcanzaba a precisar pero que le producía una melancolía infinita. Tenía que recordarlo. Era algo muy bello, muy importante para ella. Pero, ¿qué era?  Angustiada, intentó inútilmente capturar el recuerdo.

Nunca lo logró. Como tampoco logró explicarse nunca por qué la visión del arco iris despertaba siempre en ella tan profunda  nostalgia.




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