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sábado, 9 de junio de 2012

El pajarraco







El pajarraco
Leonor Fernández Riva

 La noche se había filtrado ya por entre los débiles rayos de sol de la agónica tarde impregnándola de oscuridad y de misterio. En el pequeño apartamento las cortinas del ventanal ondeaban al paso de la brisa nocturna. Un silencio grávido lo envolvía todo.

La puerta  de la alcoba  chirrió y una difusa claridad se expandió por la habitación. El hombre se deslizó como una sombra y  apretó el interruptor. Entrecerró los ojos ante la claridad repentina y  paseó  su mirada  por la habitación.  Sobre el tocador los frascos de perfume, los afeites,  los cepillos y los peines se amalgamaban en íntimo coloquio. La esfera luminosa del reloj acechaba en la penumbra  con su martilleo constante; una  muñeca de graciosas facciones y miembros alargados dormía su  insensible sueño de trapo sobre los almohadones. A su lado, fanal oscurecido, la pantalla reposaba  su descanso nocturno. Pequeñas y queridas pertenencias  huérfanas de  dueña que ya no tenían razón de ser. 

El hombre exhaló un profundo suspiro. Sus ojos se detuvieron frente al espejo. Una fatiga desolada impregnaba su rostro. En los párpados se habían acumulado noches sin sueño y días sin esperanza. Con mecánico gesto encendió un cigarrillo. Frente a él, en el espejo iluminado, lo contemplaban unos ojos sombríos  surcados de arrugas imperceptibles, plenos de reminiscencias doloridas. El pasado batía sus alas grises en la callada soledad. La muerte, con el manido pretexto de un mal incurable,  le había arrebatado hacía ya dos meses  la razón de su vida. ¿Cómo podría sobrevivir a su tragedia? No tenía ya nada a qué aferrarse, nada por qué vivir. Se desplomó sobre la cama  e intentó dormir. 

De pronto, algo llamó su atención. ¿Qué sonido era ese? ¿Quién tocaba a su ventana suavemente?  Corrió las cortinas pero no vio nada. Tinieblas nada más.  Solo la oscuridad y el viento parecían poblar  la noche. “Es el viento -se dijo,- y nada más”.  Volvió a la cama y de nuevo intentó dormir. Pero entonces sintió claramente  que una voz aflautada repetía: “¡Nunca jamás! ¡Nunca jamás!”. Con algo de recelo se acercó  de nuevo a la ventana y entonces lo vio: un pajarraco oscuro  posado en el alféizar repetía una y otra vez con asombrosa claridad:  “¡Nunca jamás! ¡Nunca jamás!”.

"¿Por qué? se preguntó,  ¿Por qué este bicho impertinente en mi ventana?" ¿Dónde, dónde había visto él antes aquel engendro? Recordaba vagamente que alguna vez leyó  algo acerca de un bicho similar. Pero no estaba de ánimo para tratar de recordar. “Es solo un pájaro extraviado que aquí ha llegado por azar -se dijo para sí- y  eso  que aquí  repite sin cesar lo aprendió de algún  amo infortunado. Es eso  y nada más”.

-¡Vete!- le dijo, con voz firme  al emplumado haciendo un gesto hosco con la mano  y cerró con energía las cortinas.  Le pareció escuchar un aleteo,  y luego, el silencio volvió a invadirlo todo.

La visita del pajarraco se repitió constante a lo largo de la semana. El mismo toque suave en la ventana, el mismo lastimero y funesto "nunca jamás" y la misma displicente despedida. Una visita extraña y sombría que se  fue tornando  costumbre.

Esa tarde, el hombre llegó temprano al apartamento y al caer la noche espero como cada día el toque familiar y el sombrío canturreo. Pero pasaron las horas y no ocurrió nada. Intrigado llegó hasta  la ventana y la abrió de par en par. Y sí, allí estaba, parado en el dintel mirándolo en silencio. "¿Quieres entrar?" le preguntó. Pero el pajarraco sin decir nada levantó el vuelo y se perdió en la noche.

 No pudo ya conciliar el sueño. La aurora  lo encontró recostado en el sofá en medio de fotografías y cartas envejecidas por el tiempo. Sentía un gran  agotamiento. Le dolía todo el cuerpo pero ya no había tiempo de dormir; era  hora de ponerse en camino para el trabajo. Tenía todavía la ropa del día anterior,  mas eso no le importaba. Fue hasta el baño y se enjuagó la cara con agua fría. Experimentó una leve reanimación ante el golpe del agua helada. Tomó luego una taza de café y salió del apartamento.

La  calle a esas tempranas horas estaba vacía. Hacía frío; pero el frío más intenso  lo generaba su tristeza  interior. Cruzó la calle  pisando con intención los charcos que la lluvia de la noche había dejado en las grietas del pavimento. El reflejo de la luna en retirada se veía todavía en los manchones de agua. Se detuvo en la parada del autobús . Con la mente en blanco se quedó observando las casas vecinas,   cuyas ventanas estaban oscuras todavía. ¿Cómo serían esas otras vidas, allá tras los vidrios, tras las cortinas cerradas? ¿Cómo serían esas otras parejas? ¿Se amarían?  Y ¿cómo serían sus despertares, su vida en común?  Y él, ¿cómo podría ya seguir viviendo con esa soledad, con esa ausencia?

A lo lejos divisó la silueta del autobús. Cuando estaba ya a unos pocos metros sintió el irrefrenable impulso de arrojarse entre sus ruedas. ¿Qué lo detuvo? ¿El temor a la muerte... o quizá la mano del destino?

 Fuera lo que fuera,  lo cierto es que no pasó lo que llegó a desear que sucediera  y cuando se dio cuenta estaba ya en el autobús camino al trabajo. Así como él, decenas de personas acudían en esa madrugada a sus labores. La misma febril actividad de cada día, el mismo compartir con tanta gente desconocida, con tantos diferentes destinos tan reducido espacio. 

El sol  empezaba ya a brillar en el firmamento; su cálida presencia se apoderaba avasalladora del  día  arrinconando sin piedad las últimas y rezagadas tinieblas. A través de la ventana el hombre veía pasar el paisaje cotidiano. La vegetación parecía más verde aquella mañana con sus estalactitas de rocío. Árboles y golondrinas se desperezaban bajo un cielo lapislázuli. La vida se renovaba, continuaba.  

Aunque iba absorto en sus pensamientos, el hombre no pudo evitar observar a una joven espigada y rubia de hermosos ojos zarcos que tomó el autobús algunas estaciones después. Algo en ella lo atrajo de manera irresistible desde el primer instante. El autobús iba lleno de pasajeros pero de manera fortuita la persona que estaba a su lado se levantó para salir y la joven se sentó junto a él.

-Señor, ¿podría decirme dónde debo bajarme para llegar a la Plaza Mayor? -le preguntó la joven con una sonrisa tímida, luego de unos minutos de recorrido.

-Voy al mismo sector –mintió él movido por un interés que no experimentaba desde  hacía muchos meses,  y añadió  con una sonrisa y una chispa  de vida  en sus ojos  cansados -Puedo acompañarla,  si me lo permite.

Ante el milagro recurrente de un nuevo amanecer la noche había quedado temporalmente atrás. Un aire cálido y amable empezaba a  abrigarlo todo.

Al bajarse junto a la joven en la siguiente estación el hombre divisó posado en los cables de luz  al mismo repelente pajarraco. No pudo evitar un estremecimiento al sentir fija sobre él su mirada. Pero  esta vez al igual que  la noche anterior  el pajarraco guardó silencio. 

- No te quiero en mi vida – musitó el hombre para sus adentros,  y añadió con firmeza haciéndole un gesto con la mano: ¡Vete! 

  Y ya no lo  vio más... 

O al  menos por un tiempo... Pero esa, amigos,  ya es otra historia.




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