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lunes, 7 de febrero de 2011

El profesor Acevedo

            


¡Sorprendente!  ¡Maravilloso! ¡Cuánta  inspiración! ¡Qué manejo del lenguaje!

Los comentarios  y alabanzas se sucedían. Era realmente extraordinaria la capacidad literaria de esos chicos ¡Quién lo creería! ¡ Apenas  doce, catorce, dieciséis años!

En la mesa principal, al lado  de la rectora del colegio, un  hombre  fornido,  de aspecto bonachón,  rostro rubicundo, escaso cabello y mirada amable  en la que se  reflejaba,  cuando creía no ser observado,  un tinte de ironía, asentía sonriente. Era, Ramón Acevedo, el profesor de literatura.

-¡Muy bien, Ramón, excelente!  – afirmó la rectora  con gesto de complacencia -  Realmente está  usted realizando con estos chicos una obra admirable.

-Gracias, doctora– replicó Acevedo con una amplia sonrisa-. Y  añadió condescendiente –: Hago lo mejor que puedo, pero debo reconocer, en honor a la verdad,  que mis alumnos tienen también mucho talento.

Los elogios eran justificados. Ese año, una vez más,  sus  alumnos de literatura se habían lucido  con sus trabajos  y en un concurso estudiantil organizado por el Gobierno barrieron  con los premios literarios.  El desarrollo ingenioso de los relatos, la filosofía encerrada en las frases y los sorprendentes desenlaces  cautivaron al jurado.  Los progenitores de tan valiosos prospectos literarios no cabían en sí  de orgullo.

Esa noche, sentado  frente al escritorio que ocupa  gran parte de la estrecha sala comedor convertida en   su estudio,  Ramón observa por un momento con mirada pensativa  los legajos de papeles  amontonados en el suelo. Allí está  condensada gran parte de su vida.  Toma  luego de su escritorio  una hoja y empieza a leerla. Su cabeza se mueve  repetidamente de un lado a otro  mientras sus ojos y sus labios ríen con sorna.  La historia de siempre. “Tendré  que pulirlo. Más bien dicho, tendré que  reescribirlo. ¡Hum…kkk!  Estos chicos  no tienen imaginación, destrozan el idioma; no saben dónde están parados. Pero,  bueno, ni para qué renegar de lo que me está dando   de comer”.

Se sumerge en el texto y  escribe y escribe en su computador hasta que el sueño empieza  a vencerlo.  Guarda en el archivo lo que ha escrito  y sin más se dirige hacia su cuarto. Es un apartamento mínimo: sala comedor,  una pequeña cocina,  un baño y su alcoba.   No necesita más. Es  un hombre solo que hace rato comprendió que ninguna mujer podría adaptarse a su manera de vivir.  Una  vida modesta, sin derroches  de ningún tipo.  Lo único que puede costearse con su exiguo sueldo de profesor de literatura.

 ¡Literatura! Hasta hace solo unos pocos años creyó ilusamente  que podría vivir  de ella, de su imaginación, de su poesía,  de la magia de las palabras. Grave equivocación. Después de gastar todos sus ahorros en editar un libro en el que compiló  sus mejores relatos  debió resignarse a  la ausencia casi absoluta de compradores.  En pocas semanas su libro pasó de ocupar un puesto preeminente en la librería a ser uno más del inmenso montón de ejemplares anónimos  de las perchas traseras.  Nunca volvieron a hacerle pedidos. Al paso de los días arrumó en un rincón del closet casi toda la edición. 


Y no obstante, preso de esa  indescriptible ansiedad  que se apodera del escritor por ver impresas sus palabras, dos años después se animó a publicar  un nuevo libro, y  dos años después,  un tercero. Con ellos  aconteció  algo similar a esa primera y desoladora experiencia: la crítica y los medios literarios  lo ignoraron, y lo que es peor, la venta fue exigua. A  pesar de los elogios de sus amigos y conocidos,  siempre  tuvo la sospecha de que ni siquiera  ellos compraron sus libros y menos aún, los leyeron.  Poco a poco los fue regalando. Su presencia lo mortificaba,  pero la deuda que le dejó esa experiencia  no le permitía olvidar su fracaso. No volvió a pensar en publicar algo.

Un día, observó con preocupación que el colegio estaba renovando el personal docente en varias asignaturas y temió por su puesto. A su edad no le sería fácil volver a ubicarse. Esa noche en medio de profundas  meditaciones, supo de pronto  para qué iba a servirle su  vena literaria.  Sí. Ya lo había decidido. Ramón Acevedo, el escritor, moriría para dejar nacer al profesor Acevedo, el mejor profesor  de literatura; un profesor  irreemplazable. Sus escritos no  fueron valorados  pero los de sus alumnos sí que  lo serían. Escribirían cosas sorprendentes para su edad;  se  harían merecedores a todos los  premios. Una forma de conservar su puesto y  vengarse en forma soterrada de  los críticos literarios.

A partir de ese momento la  trayectoria  de Ramón Acevedo como profesor de literatura   tomó un nuevo giro. Poco a poco sus alumnos empezaron  a distinguirse. Sus relatos superaban a los de otros colegios  en imaginación,  narrativa y originalidad. Acevedo se convirtió en  un profesor de grandes logros; llovieron los aplausos y reconocimientos.  La directiva del colegio debió reconocer  que  en muy poco tiempo   había hecho milagros.

Solo Ramón Acevedo conocía la renuncia sin nombre que esos reconocimientos le habían  significado.  Sólo él sabía  el  extenuante  trabajo suplementario que le exigían esos milagros. No era una labor fácil. Los elementales y  disparatados  trabajos de sus alumnos pasaban todos por sus hábiles manos  antes de ser  publicados o enviados a algún concurso. Allí, luego de un periodo de incubación, las oscuras orugas se convertían en mariposas.  La suya era una labor de alta alquimia literaria,  luego de la cual los  textos salían transformados  en pequeñas obras de arte merecedoras no solo de elogios sino también de  los más ambicionados trofeos  literarios.

 No dejaba  de  sorprenderle  que sus  alumnos no cayeran en cuenta de  la metamorfosis experimentada por sus escritos,  aunque él bien sabía que a todos los seres humanos les   gusta creer que  llevan  un genio en su interior.  Aquellos chicos podían llegar a dudar de todo menos de su propia  inteligencia.

 Y así, por difícil que resulte creer,  sus alumnos  aceptaban  sin extrañeza las nuevas y magníficas  estructuras literarias  creadas por Acebedo a partir de sus elementales relatos.

  Pero lo  realmente  sorprendente es que nadie  parecía  caer en cuenta   de que esos noveles  genios eran  solo estrellas fugaces que al abandonar el colegio abandonaban también sus grandes aptitudes intelectuales.

Así, entre mediocres escritos e inspiradas y magistrales composiciones  transcurría la existencia modesta   del  respetado profesor Acevedo. 

 Y pasaron los años.Un día, la vida sedentaria que llevaba entre el colegio y su pequeño apartamento le pasó la factura.  Una embolia fulminante acabó con su existencia. No tenía parientes. Cuando la rectora del colegio acudió al lugar  en busca de unos exámenes que Acevedo no había alcanzado a entregar,   cayó en cuenta de los legajos de  escritos  que había amontonados por todas partes.  Con un tanto de curiosidad  llevó un paquete a su casa y esa noche se entretuvo  leyendo las variadas narraciones.  

Al día siguiente durante un breve recreo  en la cafetería del colegio comentó  a otro de los profesores:
“Acevedo era indudablemente  un gran profesor de literatura, de eso no tengo la menor  duda, pero,  ¡qué pésimo escritor! He leído varios de sus escritos y son, créamelo,  ¡Solamente  basura!”.


Leonor Fernández Riva

Santiago de Cali, Diciembre 2011