Algo del todo irracional e inusitado
estaba ocurriendo por las calles de la antes organizada metrópoli. Por
todas partes se veían parejas tomadas de las manos, abrazadas o besándose apasionadamente. Otras, en los
parques y zonas públicas, hacían el amor sin el menor recato. Las noticias reportaban innúmerables casos de violación y de abuso sexual.
Unos días antes de que
esto ocurriera, Ciliu se disponía a viajar a Beijing como parte de la delicada
e importante misión de que era depositario.
Al llegar al aeropuerto, se dirigió con paso firme hasta la plataforma
de la red de interconexión para tomar el
Tubo Transportador ET3. Desde que se puso en funcionamiento ese
transporte levitado por fuerzas magnéticas y propulsado por motores lineales
eléctricos, viajar dejó de representar para él una pérdida de tiempo. Ya no le tomaría sino dos horas
trasladarse de Nueva York a la capital
asiática.
Al llegar a la puerta de entrada del vehículo puso su
dedo índice frente al dispositivo
de identificación y la puerta de acceso
se abrió instantáneamente. Al ingresar
observó de reojo a quienes ya
estaban instalados en el cilindro.
Algunas mujeres habían optado por el vestuario virtual logrado con base en
la tecnología
de láser plasma, que dibujaba sobre sus cuerpos desnudos complicados
arabescos y texturas en tonos luminosos. Una tendencia de la moda exclusiva todavía de la gente de vanguardia; la mayoría de los
viajeros usaban atuendos tradicionales, faldas cortísimas, blusas
transparentes, o enterizos pegados
nítidamente al cuerpo. La ayudante de vuelo explicó que tendrían un viaje
tranquilo; podían hacer libremente uso de sus equipos electrónicos; eso no
interferiría para nada en los controles de la nave.
Ciliu la observó sin mayor interés. Era una
avante, desde luego. Había aprendido a reconocerlos. Era evidente esa falta de
luz, de vivacidad en su mirada. Ella
también llevaba reflejado en su cuerpo desnudo el uniforme de la compañía. Nada
de esto, claro está, causaba el menor interés en los presentes. El atractivo
físico se limitaba ya a algo puramente estético
sin el menor asomo de morbo ni atractivo sexual. Los avantes, clones
fabricados en serie con propósitos determinados fueron estatuidos por el Congreso
Mundial de Sabios en fecha ya muy lejana. Algo muy práctico; los había para
todas las circunstancias y labores.
Apartó sus ojos de la atractiva avante y sus pensamientos volvieron a concentrarse en lo que últimamente le tenía preocupado. Había escuchado siempre historias fantásticas de hacía ya casi un siglo en las cuales los hombres se
reproducían por el instinto sexual, una fuerza tan poderosa e irracional que ni
hombres ni mujeres podían dominar.
Algo repugnante en extremo pues los órganos para procrear eran
los mismos de que disponía el cuerpo para evacuar sus infectos
deshechos. Una forma elemental de reproducción
que solo podía verse en las bestias y en
las especies más elementales. Había leído también relatos increíbles de hombres
y mujeres que llegaban casi a la locura y en algunos casos hasta al crimen por
causa de la atracción, los celos o la traición generadas por ese destructivo y
peligroso instinto. Pueblos enteros habían guerreado por causa de esa oscura
fuerza. Por más que lo intentaba no lograba imaginar un mundo donde los
instintos bajos predominaran.
La existencia de los seres humanos era ahora
plácida, predecible sin altos y bajos. Las uniones se realizaban como fruto de
la amistad, la compañía y el trabajo. Pocos aspiraban al dudoso placer de tener
un hijo biológico. Nadie quería problemas ni dificultades. Y los hijos, bien que
los producían.
Y por otra parte, no era un
trámite fácil el que se exigía a quienes deseaban tenerlos. Las nuevas
generaciones eran cuidadosamente planificadas por el gobierno. El planeta no
podía darse el lujo de mantener imbéciles. Para ser aceptados en las listas de los
pocos a los que se les permitía reproducirse, era preciso superar elevadas
pruebas mentales de inteligencia, de
equilibrio y de salud mental y física. Pero sobre todo, de lealtad para con el Congreso Mundial de
Sabios.
Salvados estos trámites, seguía luego el delicado proceso de
inseminación en vitro con esperma recogida al donante en sesiones de sueño y
luego, el de gestación en úteros
artificiales provistos de todos los requerimientos biológicos, sicológicos y
anímicos para obtener un buen producto
humano.
En las
historias de la edad antigua, cuidadosamente restringidas al gran
público, Ciliu había leído algo acerca
de un concepto extraño: la familia; y
había visto también gráficas fantásticas de parejas humanas con dos o tres pequeños a su lado; algo imposible de imaginar. Y lo más sorprendente: parecían felices. De un tiempo a esa parte, ese concepto de familia le inquietaba. Y lo inquietaba más allá de lo razonable. Había llegado hasta a cuestionarse todo el andamiaje en el que se soportaba la actual civilización.
Alejó esos pensamientos. Era
demasiado importante la misión que le llevaba a Beijing. Extrajo de su maletín ejecutivo la fina tablilla electrónica y se
dispuso a revisar el procedimiento. Sí. Todo estaba correcto. En el cilindro a prueba del calor y la humedad llevaba el
potente aditivo que unido a otros, transportados por militantes como él desde distintos lugares del planeta, sería mezclado al agua en los acueductos, ríos y fuentes de
agua de todas las ciudades del país
asiático... y del mundo. Una forma, aparentemente elemental, de llevar a cabo tan importante propósito pero que había sido adoptada finalmente, después de muchos debates generados por los diferentes países que conformaban el Congreso de Sabios.
Algún día quizá cercano él también formaría parte de ese Congreso. Se lo había ganado a pulso. Era uno de los depositarios del destino del mundo. Su labor mantenía a raya los instintos bestiales de la población. La dosis del potente inhibidor sexual había permitido a los seres humanos disfrutar de una existencia previsible, serena y de gran altura espiritual e intelectual.
Esta vez, sin embargo, la dosis sería mayor. Algo inquietaba al Congreso de Sabios.
Algún día quizá cercano él también formaría parte de ese Congreso. Se lo había ganado a pulso. Era uno de los depositarios del destino del mundo. Su labor mantenía a raya los instintos bestiales de la población. La dosis del potente inhibidor sexual había permitido a los seres humanos disfrutar de una existencia previsible, serena y de gran altura espiritual e intelectual.
Esta vez, sin embargo, la dosis sería mayor. Algo inquietaba al Congreso de Sabios.
“Sí, se dijo Ciliu, el
nuestro es un mundo feliz”. Pero esta vez, esa afirmación no lo dejó del todo convencido. Por algún secreto mecanismo de
su mente que no entendía, de forma reiterada y vívida volvía a él la imagen de
esa pareja rodeada de niños y en apariencia tan feliz.
¿Será posible?, se
preguntaba, “¿estaremos todos equivocados y habrá realmente otra alternativa a
la vida que llevamos?”.
Sabía que estaba incurriendo en
una grave falta. No podía cuestionar de ninguna manera los preceptos y
mandatos del Congreso de Sabios. El mundo estaba como debía estar. Procuró
pensar en la vida compleja, impredecible y hasta angustiosa de los seres humanos en épocas pasadas; en los relatos de hombres y
mujeres sumidos en la pasión y la locura que cegados por ese destructivo y
peligroso instinto llegaban a cometer crímenes. Pero fue inútil. La
imagen aquella de la pareja feliz, de la familia, no se apartaba de su mente.
Al llegar a Beijing, bajó del Tubo transportador y tomó el transporte que lo llevaría hasta las instalaciones
del Gobierno.
“¿Habrán otras formas de ser
feliz?", se preguntaba una y otra vez. “¿Valdrá acaso la pena acabar ya con todo
esto”?
Y siguió preguntándoselo
mientras de forma suicida y demencial iba derramando por el camino el precioso
contenido del cilindro.
Leonor María Fernández Riva
Leonor María Fernández Riva
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