Viajero, si al atravesar el Sahara pasas por la aldea de Abu Zaid detente a escuchar junto al samar y bajo la radiante luz de Al Nair los subyugadores versos del poeta de las estrellas.
Lentamente, al paso largo y cadencioso de los camellos, la caravana emprendió su marcha. Abu Zaid la contempló intensamente hasta que se convirtió en un manchón oscuro que fue desvaneciéndose entre las dunas de arena. Entró entonces a su humilde tienda y buscó su tesoro. Arrobado, observó el extraño objeto. Esa mañana se había desprendido de su única pertenencia de valor, pero no sentía pesadumbre; todo lo contrario, una inmensa alegría desbordaba su alma.
Abu Zaid as Saruyi experimentó siempre una intensa fascinación por esos cuerpos celestes que titilaban a lo lejos y que él amaba desde niño. Compartir con sus hermanos la música de la palabra y hablarles de esos radiantes habitantes de la noche era la razón de su vida. El pozo, convertido cada noche en samar, daba cobijo no solo a su pueblo sino también a muchos visitantes que acudían de otros poblados a escuchar sus qasida o macaamas, poemas que tenían fama de trocar en mágicas y bellas las existencias de quienes los oían, por más grises y ordinarias que fueran sus vidas.
Pero en esta ocasión no fue Abu Zaid quien pobló la noche de historias y leyendas. Otro fue esta vez el protagonista. Acuclillado junto al fuego y compartiendo los jugosos rottab con el viajero de ojos azules y poblada barba, Zaid escuchó de sus labios historias perturbadoras de otros pueblos, de otras culturas.
Pero en esta ocasión no fue Abu Zaid quien pobló la noche de historias y leyendas. Otro fue esta vez el protagonista. Acuclillado junto al fuego y compartiendo los jugosos rottab con el viajero de ojos azules y poblada barba, Zaid escuchó de sus labios historias perturbadoras de otros pueblos, de otras culturas.
El extranjero llegado de tierras remotas, alto y espigado, de facciones bellas y regulares, cabello negro y ojos bondadosos, despertó entre aquellas gentes sencillas una ingenua pero ardiente curiosidad. Esa mañana, al llegar la caravana procedente de las costas de Túnez en el mar Mediterráneo, Marco, que tal era su nombre, fue recibido por Sulayman, el patriarca de la aldea, con la proverbial hospitalidad del desierto.
Superado el recelo que despertó inicialmente su presencia, hombres, mujeres y niños le rodearon con una admiración rayana en la impertinencia. Todos deseaban tocar sus extrañas ropas, olerle, escucharle. Marco les dejó hacer con gran condescendencia. Y esa noche, una noche radiante de luna llena, la aldea toda se reunió en el samar alrededor de la fogata que amortiguaba el intenso frío en que se había convertido el ardiente calor del mediodía.
En el dialecto bereber de los tuareg y con una entonación profunda y musical, Marco fue narrando historias fascinantes de su país, un lugar muy lejano, de verdes montañas, ríos caudalosos y lluvias constantes. Con un dejo de nostalgia describió la ciudad que lo vio nacer, construida sobre el agua, donde pintorescos botes hacían las veces de camellos para dirigirse de un lugar a otro y donde habitaban seres como él, de barba tupida y ojos claros, y mujeres hermosas, cuyos rostros podían observarse sin velos aun a la luz del día.
Habló de leyendas y aventuras surgidas en el laberinto enmarañado de sus calles, y se emocionó al describir los grandes barcos anclados en sus muelles repletos con mercancías asombrosas traídas de las más remotas regiones de la Tierra. La incredulidad y la fascinación colmaban los corazones. Pero al paso de las horas el cansancio fue venciendo a aquellos pastores acostumbrados a recogerse con la llegada de las tinieblas y despertarse con los primeros rayos del sol. Los párpados empezaron a entrecerrarse. Poco a poco, fueron retirándose a sus tiendas.
Al lado de la fogata, ya casi en ascuas, quedaron solamente Marco y Abu Zaid. Desde el primer momento surgió entre estos dos hombres tan diferentes y distantes, una corriente de simpatía. La luna llena -en todo su esplendor- dibujaba en la arena y en las hojas de las palmeras visos iridiscentes. Era la hora de la reflexión, de la confidencia. Durante unos momentos guardaron silencio.
Luego, aquel hombre joven de origen lejano abrió su corazón al bardo del desierto y le habló con pasión de sus anhelos, de su ansia por conocer otras civilizaciones, por internarse más y más en el mar y llegar hasta donde nadie había llegado; de descubrir otros mundos misteriosos e ignotos, poblados por hombres y mujeres de ojos rasgados; lugares prodigiosos que presentía y que ya había visto en medio de sus sueños. Hablaba con vehemencia, con la determinación de quien está seguro de que se cumplirá lo que anhela. Y oyéndole, Abu Zaid confirmó algo que siempre había sospechado: el mundo no eran solo esas dunas de arena que rodeaban su aldea, ni los oasis cercanos, ni las palmeras enhiestas como doncellas, y ni siquiera las grandes ciudades a las que había viajado con su padre cuando niño; existían otras realidades lejanas y sorprendentes. Marco calló, y sus ojos se detuvieron pensativos en las chispas que todavía brotaban de la casi extinguida fogata.
Abu Zaid tomó entonces la palabra y describió con inmensa ternura la maravilla que representaba para los amazig, los hombres libres del desierto, el néctar encerrado en los rottab, los dátiles que extraían la dulzura de la arena para convertirla en ambrosía para su pueblo; de un elíxir llamado café, bebida oscura y prodigiosa que despertaba los sentidos y tornaba claros los enigmas y los más complicados números; de los briosos caballos que su pueblo cuidaba como a su propia vida y a los que los amazig destinaban preciosas eras de tierra fértil; del milagro constante de los oasis y los pozos inextinguibles del desierto… del amor por su joven esposa, de la muerte y de su poder infinito de ausencia; de su soledad… y del inenarrable consuelo que había deparado a su vida la contemplación de las estrellas.
Sí. Abu Zaid compartió con el viajero la ansiedad indescriptible que lo embargaba en las noches por observar el infinito y viajar con la mirada y con la imaginación hasta esos mundos lejanos y titilantes. Y así, de manera fortuita, Marco supo que los dos compartían la misma fascinación, el mismo embrujo por la bóveda celeste. Compararon los nombres que cada uno daba a las constelaciones y descubrieron llenos de gozo que lo que para Marco era “El brazo derecho de Cefeo” era para Abu Zaid “El Draa El Imm”; “El Camello”, “Al Fanik”; " El Cabrito”, “El Yedi”; “Casiopea”, “Aldermarin” ; “La Liebre”, “Ameb”…
Emocionado cual un niño, Abu Zaid señalaba uno a uno en el cielo los astros que tan bien conocía. En determinado momento y sin pronunciar palabra, Marco se levantó y se acercó hasta el pequeño baúl en el que guardaba sus pocas pertenencias, lo abrió y ante la sorpresa de Zaid extrajo un objeto de bronce de forma circular.
–Observa este instrumento -le dijo, entregándoselo con una sonrisa. Un tanto indeciso, Abu Zaid lo tomó entre sus manos y reparó curioso en el complicado entramado de piezas en su superficie. Marco lo contemplaba divertido.
–Lo que tienes en tus manos es un astrolabio -le explicó- su nombre significa “buscador de estrellas” y se usa para localizar la posición y altitud de los astros. Un mecanismo para medir el cielo. Me lo obsequió el prior de un convento de mi ciudad, agradecido por la narración que le hice durante varios días de mis aventuras en lo que ellos llaman la Tierra Santa. Pero no quiero cansarte con esa historia ni tampoco engañarte; éste no es un invento de mi civilización sino de la tuya.
Enseguida, Marco se acomodó junto a Zaid y se dispuso a enseñarle el complicado mecanismo. Primero fue nombrándole las diferentes piezas: el tímpano, la madre, la araña, la eclíptica, la esfera armillar, la esfera celeste, el ángulo horario sideral… Luego, pacientemente, fue adiestrándolo en su manejo.
Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Abu Zaid descubrió que con aquel artefacto prodigioso podía localizar la medida de altitud de una estrella sobre el horizonte y que sin modificar la posición de la “araña” podía leer su acimut verdadero como también el de cualquier astro que se encontrara en ese momento sobre la línea del horizonte… Y Zaid no pudo ya desprenderse en toda la velada de aquel portento.
La brisa helada de la madrugada hizo estremecer a los dos hombres. Hacía rato ya que el fuego se había apagado. En el hogar solo quedaban pavesas. Como saliendo de un embrujo volvieron a la realidad. Dentro de poco la aurora, con su meridiana claridad, borraría los mapas celestiales. Abu Zaid se levantó para dar las buenas noches a su amigo.
–Discúlpame. No me di cuenta del paso de las horas. Masa el nur (que tu noche esté llena de luz) -le dijo, agradecido, a Marco extendiéndole el astrolabio. Y añadió desolado-: Mañana te irás.
Marco, el comerciante de mil caminos, diestro en el arte de conocer el corazón y los deseos de sus semejantes, percibió en ese instante la insondable tristeza de aquel hombre del desierto cuya única felicidad consistía en observar el firmamento. En un impulso irreprimible apretó el curioso instrumento entre las manos de Abu Zaid diciéndole con una sonrisa:
Marco, el comerciante de mil caminos, diestro en el arte de conocer el corazón y los deseos de sus semejantes, percibió en ese instante la insondable tristeza de aquel hombre del desierto cuya única felicidad consistía en observar el firmamento. En un impulso irreprimible apretó el curioso instrumento entre las manos de Abu Zaid diciéndole con una sonrisa:
–Quiero que lo conserves. Creo que las estrellas están más cerca de ti que de mí y que a ti te llega más su luz. – Y viendo que Abu Zaid oponía resistencia, añadió -No te preocupes, podré reponerlo en mi nuevo destino. Ese es el motivo de este viaje. Masa el nur para ti, querido amigo.
Presos de una profunda emoción, se abrazaron en silencio. Horas más tarde, antes de que la caravana reemprendiera su marcha, los dos amigos se encontraron y se desearon buena suerte. Abu Zaid as Saruyi abrazó con gran afecto al que ya consideraba un hermano.
–Assalam alikum, que la paz de Alá sea contigo –dijo el amazig, tomando la mano de Marco entre sus dos manos y colocando en ella el anj de marfil y esmeraldas, precioso amuleto egipcio en forma de cruz ansada, obsequio de un beduino misterioso que alguna vez escuchó sus poesías. Y agregó con voz solemne: - Que la gloria y la inmortalidad sean tus compañeras, Marco. No te desprendas nunca de este amuleto. Quien me lo dio me aseguró que el que lo porte hará realidad sus sueños y alcanzará la gloria y la inmortalidad.
–Assalam alikum, hermano. No dejes de contemplar las estrellas; aunque la tierra nos separe, el cielo nos unirá.
No volverían a encontrarse. Marco continuaría su periplo a través del desierto visitando pueblos perdidos en el mapa hasta llegar a la costa de Libia en el Mediterráneo. Era un comerciante, pero sobre todo un marino, y su alma navegaba ya por mares ignotos hacia mundos lejanos y sorprendentes. Nunca regresaría al Sahara. Pero ni él ni Abu Zaid olvidarían jamás ese encuentro fugaz junto al samar.
Pasaron los años. La vida para el pastor del desierto continuó casi inmutable entre ese océano infinito de arena y ese otro, no menos infinito, poblado de estrellas que nunca se cansó de contemplar. Envejeció, y sus versos cual dulcísimos rottab se convirtieron para todos quienes le oían en ambrosía para el alma.
Cuentan que al momento de su muerte una gran sonrisa iluminó su cara. Abu Zaid parecía percibir algo que nadie más podía ver. Con voz apenas inteligible se le oyó murmurar: “Masa el nur , querido amigo”. De acuerdo con sus deseos fue enterrado junto a ese entrañable objeto de bronce que lo acompañó cada noche en el samar a lo largo de su existencia.
Lo que sucedió luego es difícil de explicar. ¿Fue solo la imaginación de ese pueblo nómada enseñado a contemplar el firmamento cada atardecer, o realmente aconteció? Lo cierto es, que al día siguiente del fallecimiento de Abu Zaid una nueva estrella iluminó las noches del desierto. Una estrella que desde entonces se conoce con el nombre de Al Nair, La Brillante. A partir de ese momento, Abu Zaid, el poeta de las estrellas, se convirtió para los amazig en una de sus más entrañables leyendas.
Leonor Fernández Riva
Este es un regalo para mis lectores: Esta bellísima melodía. No dejen de escucharla.
En un mercado Persa
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