El príncipe azul
–¡Hola, señora Morrison! saludó Ayleen con alegría a su anciana
vecina que sentada en una mecedora a la entrada de su casa, dejó por un momento
de tejer para devolverle a la joven el saludo con un movimiento de
su mano y una sonrisa.
–¡Buenas
tardes, señor Taylor! -saludó después Ayleen a su vecino que en ese
momento se ocupaba de podar los parterres cubiertos de flores.
–¡Hola, pequeña! ¿Cómo
estás? ¿Sigues solita?
– Sí, señor Taylor.
La abuela continúa un poco delicada y mis padres han decidido
quedarse a su lado en Londres unos días más. ¡Qué lindo está su jardín,
vecino!
–Nunca como el tuyo,
querida Ayleen. No sabes cómo envidio tu
fiel guardián. Este invierno ha traído muchas plagas y es duro combatirlas.
–El pobre Donald está
ya un poco anciano, señor Taylor. Ya no tiene el vigor de años atrás.
Rara vez lo veo cazando. Su dieta es muy reducida.
–Para allá vamos
todos, querida, para allá vamos todos.
– No diga eso, señor
Taylor, es usted todavía muy joven y
fuerte.
–Sabes cómo alegrar el
corazón de un viejo, pequeña. Y dime, ¿cuándo crees que lleguen tus
padres?
–En cuatro o cinco días,
señor Taylor. No pueden demorarse mucho más, recuerde que ya están cercanas
nuestras fiestas y tenemos que prepararnos para recibir a los visitantes.
–Cierto, cierto,
pequeña. Ya veo por qué se te ve tan contenta.
Y sí, Ayleen estaba
contenta. Luego de pocas semanas se celebraría en Amberley un evento que tenía para sus habitantes especial trascendencia: el Festival de la
Cerveza, la festividad más importante del año.
Los pocos
hoteles, incluido el magnífico castillo, resultaban insuficientes para
alojar la gran cantidad de turistas que concurrían a los festejos, prácticamente todos los hogares de Amberley se convertían en hosterías. El hogar de Ayleen no era
la excepción, pero la joven tenía otra razón para sentirse expectante y
feliz: como guía turística de los viajeros que a lo largo del año
acudían a la ciudad atraídos por la belleza de sus jardines y por los hermosos y
originales techos de paja de sus casas, en esas festividades tendría
más trabajo que nunca.
"Sí",
pensaba Ayleen con alegría, "dentro de poco vendrán muchos
turistas a Amberley y no solo me divertiré en grande
con ellos, sino que recibiré muchas propinas".
Al llegar a su casa se
detuvo unos momentos en el portal de entrada para contemplar con orgullo la
variedad de plantas y flores que aportaban un toque romántico y
colorido a la fachada. Dejó las compras
en la mesita del comedor y salió al jardín trasero; un lugar como de cuento de hadas,
del que se sentía muy orgullosa. De los frondosos árboles de abedul colgaban farolillos de hierro forjado y coquetas
casitas de madera a las que
llegaban sin temor estorninos, petirrojos, jilgueros y zorzales.
Los ojos de Ayleen se
detuvieron un momento en la canasta de recoger fruta que reposaba sobre una de
las bancas: “Ya me dedicaré a eso en la
mañana”, pensó. “Tengo que preparar mermelada casera para mis futuros
huéspedes”.
Pero ¿dónde estaba Donald? No lo veía por ninguna
parte. Ya se le había hecho costumbre encontrarlo a su llegada, tal como
si estuviera esperándola. Desde hacía unos días, sin embargo, había
notado algo raro en su comportamiento. Una especie de tristeza. Sí. Ella
sabía que algo le pasaba. Muchas personas la tildarían de loca si se
atreviera a compartirles sus pensamientos, pero eso poco le
importaba. A lo largo del tiempo había aprendido a
conocer a ese ser tan ajeno a ella, y hasta creía percibir sus sentimientos. Había
algo en él que la conmovía. Quienes sabían de su presencia en el
jardín no podían entender que ella
hubiera llegado a experimentar ese sentimiento de afecto por un ser
tan repugnante.
Ayleen, no los culpaba. Diez años atrás cuando
apareció un día en su jardín, procedente al parecer del pantano
cercano, ella también experimentó una irreprimible sensación de asco y
hasta de temor. Poco a poco sin embargo,
ese sentimiento fue dejando paso a una sincera simpatía. Se acostumbró
a su presencia; a verlo en su jardín, quieto, observándola a la distancia con sus ojos
saltones, mientras ella leía o dormitaba en una mecedora. Se había convertido en su mascota. Una
muy querida mascota que dio nueva vida
y alegría a su jardín al exterminar los
insectos y plagas que tanto dañaban a sus plantas.
Lo bautizó Donald.
"¿Por qué no", se dijo. "Si hay un pato Donald, ¿por qué no
puede haber un sapo Donald?”. Su mascota parecía ser tan inteligente como
el dibujo animado de Disney. Si pudiera
hablar, de seguro podría contar también
muchas cosas interesantes.
Pero, ¿dónde estaba
ahora? ¿Le habría pasado algo?
Inquieta, bajó
al jardín y lo buscó ansiosa entre los macizos de flores bajo los cuales solía asentarse cuando el día estaba cálido. Y sí,
allí, medio oculto en uno de ellos, con los ojos entornados, estaba
Donald.
—¡Donald! ¿Qué te
pasa? ¿Por qué no has ido a recibirme? ¿Estás enfermo?
Preocupada, viendo que
no reaccionaba, tomó sin el menor asomo de asco al sapo y lo llevó hasta
una de las mesitas del jardín.
—¿Te duele algo? ¿Qué
puedo hacer por ti, querido amigo? —le preguntó angustiada.
¿Fue su imaginación, o
en verdad vio una lágrima brotar de los ojos del batracio? Conmovida, sin el
más leve asomo de aversión, y presa de sincero cariño por aquel ser que
había llegado a querer, Ayleen le dio un tierno beso en la
mejilla.
Un resplandor intenso
iluminó entonces el jardín que ya empezaba a teñirse con los colores de la
tarde. De forma fugaz a Ayleen le pareció entrever la figura de un guapo
joven de larga cabellera rubia y ojos azules, pero fue solo un instante,
allí parado frente a ella apareció un anciano de porte señorial, ataviado
con ropas extrañas, pero lujosas.
Sus facciones conservaban la huella de una remota hermosura y en sus ojos,
de un azul intenso, se reflejaba una profunda tristeza.
Ayleen estaba
paralizada por la impresión.
–Gracias, Ayleen, eres
mi salvadora —dijo el anciano con
ternura —Me has devuelto a la realidad después de varios penosos siglos.
Empezaba a creer que eso ya nunca ocurriría.
—¿Qué ha pasado?
¿Quién eres? —Se atrevió por fin a preguntar Ayleen —¿Dónde está Donald?
—Donald soy yo,
querida niña. Es una historia larga y triste. Una historia difícil de
creer.
—Cuéntamela, por favor —pidió Ayleen no repuesta todavía de la impresión sufrida, pero con un creciente
interés.
—No puedo negarte
nada, pequeña. Pues bien, soy, Ricardo, duque de York. Hace varios
siglos, en 1483 fui encerrado en la Torre de Londres junto con mi hermano
Eduardo V, heredero al trono de Inglaterra. Nuestro tío Ricardo, con el
pretexto de protegernos, nos llevó a ese pavoroso lugar. Él, quien
luego fue rey de Inglaterra, era un ser cruel y ambicioso, gustaba de la magia
negra y practicaba toda clase de hechicerías. Junto con nosotros encarceló a
otro joven de nuestra misma edad. Un día, uno de los guardias me sacó de la
celda y me llevó hasta su presencia. Con una sonrisa burlona me dijo que no tenía nada en mi contra, que su
enemigo era mi hermano y que por eso a mí me daría una oportunidad para vivir.
A su lado estaba una poderosa hechicera, una mujer tan perversa como él.
Supe entonces que mi destino sería mucho más terrible que la misma muerte: a
través de un hechizo sería convertido en sapo y viviría por años y años hasta que una joven al experimentar por mí
sincero cariño me diera un beso. Algo imposible. Todavía recuerdo las
carcajadas de mi tío al realizarse mi
transformación. Esta maldición ha pesado sobre mí desde ese lejano día.
–Ese
hechizo es una leyenda que se ha contado en muchos cuentos de hadas, pero nunca creí que fuera cierta –replicó Ayleen.
–Sí, querida mía.
Nadie creyó nunca que fuera cierta. Pero como suele suceder, de alguna manera mi historia trascendió y se
convirtió en leyenda. Algunos escritores de mi tiempo, con el sincero deseo de ayudarme, la convirtieron en un cuento de hadas en el cual indicaban la forma de rescatarme del hechizo. Pensaban que ante
la posibilidad de encontrar un príncipe azul algunas jóvenes se animarían a
besar a repugnantes sapos entre los que tal vez estaría yo. Pero ese
ardid no dio resultado. En todo este tiempo, tú Ayleen, has sido la única
que se ha animado a darme un beso. Estos últimos diez años a tu lado han
sido los mejores de mi larga vida. No es así como hubiera querido volver
a recobrar mi aspecto humano, pero ese ha sido mi destino. ¡Ah! Y quiero
que sepas que el nombre de Donald nunca me gustó, pero lo pronunciabas con
tanto cariño que al fin acabé
acostumbrándome.
—Entonces, ¿eres
tú mi príncipe azul? —preguntó
Ayleen entre incrédula y ansiosa.
—Sí, querida niña,
pero como ves, soy un príncipe azul muy, muy viejo. El tiempo no ha pasado en
balde. No sabes cuánto siento decepcionarte, mi pequeña. Mañana, tal vez,
podremos seguir conversando. Ahora me invade un cansancio de
siglos. Quisiera descansar un poco.
Viendo que el príncipe
hizo el gesto de encaminarse al jardín como cuando era un sapo, Ayleen lo
tomó de la mano y conmovida lo condujo hasta uno de los cuartos
donde lo ayudó a recostarse. Se veía muy cansado y cada vez más anciano. Al darle las buenas noches con un tierno beso en su
mejilla, una lágrima brotó de nuevo de los ojos del príncipe.
Al día siguiente, muy
temprano, Ayleen corrió presa de emoción a despertar a su amigo. Tenía tantas
cosas que preguntarle. Era algo increíble lo que había sucedido. Algo que nadie
podría creerle. Ansiaba presentárselo a todos.
Al llegar a la habitación donde lo había dejado, su corazón sufrió un vuelco
al ver desde la puerta la cama vacía. Extrañada, lo buscó por toda
la casa y viendo que no estaba por ninguna parte llegó ansiosa hasta el jardín y presa de un súbito impulso se dirigió al sitio donde a Donald le gustaba dormitar.
Allí, consternada, solo encontró sobre el pasto un pequeño montón de polvo.
Leonor María Fernández Riva
Santiago
de Cali, Abril de 2014
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