La
noticia causó conmoción en los círculos literarios y culturales. Octavio Duarte era considerado por todos como el gurú de la corrección de estilo. El corrector de textos más conocido y respetado del país. Quien más, quien menos, había tenido que hacer uso de sus servicios en alguna ocasión. Para todos resultaba incomprensible que una persona todavía joven y en apariencia satisfecha y cabal hubiera tomado la nefasta decisión de quitarse la vida. Empero, si hubieran estado al tanto de su historia tal vez lo habrían comprendido.
Esa sorprendente destreza con el lenguaje que todos admiraban no se debía, como se suponía, al esfuerzo perseverante por dominar a través del estudio los intrincados laberintos del idioma, sino más bien a algo casi que consustancial a la naturaleza de Octavio: una habilidad innata que a través del tiempo y las lecturas había ido perfeccionando.
Para
admiración de toda su familia, Octavio aprendió a leer antes de cumplir los tres años de edad. No fue esta sin embargo, una genialidad infantil, sino
llana y simplemente el poderoso deseo del niño de descubrir qué era lo que
se encerraba tras esos signos negros impresos sobre las páginas de los
libros que su madre le leía cada noche.
Y es que el pequeño Octavio anhelaba descifrar el secreto de las
palabras. Al contrario de otros infantes, aquel niño de faz siempre
sonriente y ojos inquietos no se desvivía por un juguete
ni por una golosina; pero en cambio, perdía la noción del tiempo hojeando
los libros que su madre solía leerle y que de manera
misteriosa para él encerraban entre sus páginas tantas historias y tantas
aventuras. Cuando aprendió a leer y desentrañó el misterio, continuó leyendo, o
más bien, devorando con avidez todo texto que caía entre sus
manos.
Contrario sin embargo, a todo lo que pudiera pensarse, Octavio Duarte no fue un buen estudiante. Era distraído y flojo para los estudios y a duras penas logró pasar rayando los diferentes grados. La única materia que realmente le atraía era literatura. Tal parecía que se convertiría en un joven introvertido y huraño, y al paso de los años en un aburrido solterón pendiente solo de los libros. Pero para sorpresa de todos, cuando llegó a la pubertad empezó a dar señales de un acendrado entusiasmo por el sexo opuesto; debido sin embargo a la vida recogida que había llevado desde su infancia, acusaba una invencible timidez y esta circunstancia unida a su desbordada libido, le llevaron a obviar los lentos y recatados noviazgos juveniles y aplicarse con singular empeño en conquistar chicas de cuatro en conducta; ligeritas de cascos pero siempre dispuestas y fáciles de abordar. Esa actitud dio como resultado que Octavio se escapara de su casa sin terminar el bachillerato con una camarera de extracción subterránea varios años mayor que él, sin educación ni mayores atractivos físicos, pero experta en las artes amatorias.
Durante los años transcurridos entre lecturas y ocio, Octavio no había aprendido nada útil para ganarse la vida. Era simplemente un hijo de familia. La enamorada copera debió pues sostenerlo y acabar de criarlo.
Al seguir impulsivamente el camino que le marcaban sus fogosas hormonas, Octavio dejó atrás la protección del hogar paterno y debió de allí en adelante, enfrentar la dura realidad de la vida. Abandonó definitivamente sus estudios y tuvo que conseguir trabajo para sobrevivir. Con su inexistente hoja de vida solo pudo colocarse como mensajero en una imprenta. Ese hecho, fruto de la necesidad y de la casualidad, fue clave para el futuro de Octavio. Como llega una abeja a una flor repleta de néctar, Octavio había llegado también al lugar indicado. Allí, en ese ambiente sui generis donde de forma armoniosa se mezclaban la tinta de imprenta y el papel con la inspiración y los sueños de los autores, Octavio fue aprendiendo poco a poco y no sin admiración, el arte de hacer libros. Y como así son las cosas, un día cualquiera, aprendió también para qué iban a servirle sus lecturas.
Ocurrió
que uno de los diseñadores gráficos que conocía la afición de Octavio por
la lectura le consultó en cierta ocasión una duda
gramatical acerca de uno de los textos que diagramaba. Octavio absolvió
sin ninguna dificultad la inquietud del compañero, a la vez que le dio una
clase acerca de las frases yuxtapuestas con ablativos absolutos. Días después
otro operario volvió a consultarlo y en esa
ocasión recibió, además de la respuesta a su inquietud, una enjundiosa
explicación acerca de los solecismos y los ques galicados.
En el taller se fue volviendo costumbre que todos acudieran a consultarlo. Octavio
absolvía de buena gana y al instante, no solo las dudas
gramaticales y sintácticas que le presentaban diariamente sus compañeros
de trabajo, sino también las que le formulaban algunos clientes acerca de fechas históricas y datos de cultura
general. Todos admiraban sus, al parecer, ilimitados conocimientos. Él bien sabía sin embargo, que lo suyo, más que
un conocimiento generado por el estudio formal del idioma, era, lisa y llanamente, una memoria fotográfica del lenguaje y una capacidad enorme para retener datos y fechas históricas. Una palabra mal escrita, un error
ortográfico o de tipeo, un dato histórico equivocado saltaban de inmediato
ante su vista.
Para
el dueño del taller gráfico no pasó desapercibida la evidente
habilidad de su mensajero para absolver dudas acerca de la
gramática y de tantos y tantos
datos de cultura general, y dos años después de su ingreso a la
empresa creó el departamento de corrección y ascendió a Octavio a
corrector de textos. La responsabilidad y seriedad con las que cumplía sus funciones como corrector no las aplicaba sin embargo, a su entorno personal.
La camarera
aquella con la que se había fugado de su casa a los dieciocho
años no aguantó a su lado más que dos años y fue reemplazada
inmediatamente por otra de las mismas características Octavio no se distinguía precisamente por la
fidelidad ni por el buen juicio en sus relaciones sentimentales.
Poco
a poco, con el decurso de los días, Octavio fue destacándose en el medio literario por sus aciertos, su
cultura y sus indiscutibles conocimientos del lenguaje. En la empresa
gráfica fue ascendido al cargo de gerente editorial. Había conformado en el
departamento de corrección un staff
de correctores adiestrados por él en los vericuetos y complejidades del
lenguaje, pero la mayoría de autores exigían que fuera él, personalmente quien revisara sus obras. Su criterio seguía siendo imprescindible. Autor que se apreciara debía confiar su obra a la revisión concienzuda y experta de Octavio, "el sintáctico", como lo calificó en alguna ocasión un reconocido escritor, remoquete este que él, inmediatamente, adoptó para sí. Las formas pronominales átonas proclíticas o enclíticas, los complementos predicativos, dativos y ablativos, el leísmo, el laísmo y el loísmo, el uso del gerundio y de todas las formas gramaticales, pero también la estilística y las diversas formas literarias expositivas y narrativas, no guardaban misterios para Octavio. Su criterio era proverbial, tanto, que en algunas ocasiones llegaba a convertirse de manera tácita en coautor de las obras que corregía. Una sensación de superioridad frente a otros correctores lo embargaba. Una sensación que llenaba su vida. El aura que se había
formado acerca de su infalible criterio de corrector de estilo era algo que él mismo daba por sentado.
Y pasó el tiempo, y en la bitácora de Octavio Duarte se fueron acumulando los años y los amoríos. Su vida amorosa seguía siendo tan impulsiva, impredecible y azarosa como en su primera juventud. Su última conquista, una joven trigueña y delgada en la que solo se destacaban sus hermosos ojos verdes, era el prototipo de la pareja complicada y difícil: bipolar, adicta al licor, derrochadora, holgazana e impredecible; un día parecía una mansa gatita, excelente ama de casa, amable, querida y al otro una pantera, descuidada, irritable, irascible, celosa, dispuesta a atacar a la menor provocación. Empero, Octavio, que nunca había experimentado una gratificante relación de pareja, tomaba todas esas complejas circunstancias de su vida familiar y cotidiana como algo natural y continuaba alternando de la mejor manera su caótica vida personal con su reconocida labor de corrector de estilo.
Y pasó el tiempo, y en la bitácora de Octavio Duarte se fueron acumulando los años y los amoríos. Su vida amorosa seguía siendo tan impulsiva, impredecible y azarosa como en su primera juventud. Su última conquista, una joven trigueña y delgada en la que solo se destacaban sus hermosos ojos verdes, era el prototipo de la pareja complicada y difícil: bipolar, adicta al licor, derrochadora, holgazana e impredecible; un día parecía una mansa gatita, excelente ama de casa, amable, querida y al otro una pantera, descuidada, irritable, irascible, celosa, dispuesta a atacar a la menor provocación. Empero, Octavio, que nunca había experimentado una gratificante relación de pareja, tomaba todas esas complejas circunstancias de su vida familiar y cotidiana como algo natural y continuaba alternando de la mejor manera su caótica vida personal con su reconocida labor de corrector de estilo.
Así las cosas, ocurrió que un día salió más temprano del taller y al llegar a su casa no encontró a nadie. Mientras hacía tiempo para que llegara su mujer, se distrajo en escuchar algunos mensajes guardados en el teléfono. Cual no sería su sorpresa al escuchar que de una compañía de viajes avisaban que ya estaban listos los dos pasajes a Hawai para viajar en la siguiente semana. Confirmaban los nombres de los dos pasajeros, uno era el de su esposa, pero el de su compañero de viaje no era precisamente el suyo. De inmediato, Octavio ató cabos y relacionó situaciones que se habían dado en su hogar en los últimos tiempos. Supo entonces que nuevamente había llegado el momento de terminar. Esta vez la deslealtad de su pareja le dolió más que en otras ocasiones pero se sentía cansado y no estaba de ánimo para confrontaciones. Así que guardó silencio y dejó las aclaraciones para un día más propicio.
Sin embargo, y aunque se repetía que aquello era solo otro incidente en su vida afectiva, la traición de que era objeto lo había dejado en pésimo estado anímico. Los años lo habían tornado susceptible. Bajo esas circunstancias y mientras bullían en su cerebro multitud de pensamientos revisó al día siguiente de forma muy somera un texto especialmente recomendado por una universidad y las consecuencias no se hicieron esperar.
Sin embargo, y aunque se repetía que aquello era solo otro incidente en su vida afectiva, la traición de que era objeto lo había dejado en pésimo estado anímico. Los años lo habían tornado susceptible. Bajo esas circunstancias y mientras bullían en su cerebro multitud de pensamientos revisó al día siguiente de forma muy somera un texto especialmente recomendado por una universidad y las consecuencias no se hicieron esperar.
Al
terminar de despachar los abultados textos de la lujosa obra con destino a un importante seminario nacional
comprobó, con el consiguiente sobresaltó que se le habían cernido unos errores
garrafales tanto en la contra carátula como al interior del libro. Algo inaudito e irremediable. Octavio Duarte
no pudo explicar lo sucedido. Demudado y pálido asumió la responsabilidad del
hecho y sin más se retiró a su residencia.
Al llegar a su casa bien entrada la noche, la pareja de Octavio lo encontró sobre la cama prácticamente sin signos vitales. Había
ingerido varios frascos de pastillas recetadas por su médico para el control de la
presión. Permaneció varias semanas en cuidados
intensivos debatiéndose entre la vida y la muerte. La noticia de su intento de suicidio causó entre los círculos literarios una gran
conmoción. Nadie podía creer que Octavio Duarte, el afamado corrector de
estilo, tan dispuesto siempre a corregir los errores ajenos hubiera decidido
emular al gran Vatel y morir antes que enfrentar sus propios
errores.
Logro salvarse, pero cuando finalmente le dieron de alta, ya no era el mismo. Su mente ya no le respondía. Inútilmente procuró recordar las leyes gramaticales que había dominado a lo largo de su vida. Un velo denso cubría ahora sus recuerdos. Sin avisar a nadie abandonó todo y se marchó a vivir a una playa remota apartada de la civilización. Algo con lo que siempre había soñado. Se marchó solo. Su última aventura sentimental también hacía ahora parte de su olvido.
Rodeado
de nativos en su mayor parte analfabetos transcurrió la última etapa de su
vida. No quiso volver a saber nada de libros. Al morir una década después
y ser enterrado en el pequeño cementerio de la aldea, los lugareños
colocaron sobre su tumba una lápida con el nombre y el remoquete con los que a él le gustaba que lo llamaran:
"Aqi llase
Hotabio, el sintatiko. Aqi jue felis".
Sí. Aparentemente allí, en ese lugar remoto y olvidado de todo, Octavio Duarte disfrutó por única vez en su vida la paz y la felicidad. Si hubiera podido leer el epitafio que sus amigos nativos escribieron sobre su tumba, de seguro no lo habría cambiado; el preciosismo del idioma había dejado de
tener importancia para él diez años atrás.
LEONOR FERNÁNDEZ RIVA
LEONOR FERNÁNDEZ RIVA