No fue para nada fácil convencer de las bondades del hijo único a una población educada en el convencimiento de que la felicidad dependía en gran parte de tener una familia numerosa. Pero tal fue la propaganda y la divulgación que se dio en el país asiático a este nuevo concepto de familia y tan duras las represalias impartidas por el gobierno entre quienes no se ajustaban a la nueva reglamentación, que tener dos o más hijos, fue visto poco a poco como un estigma; algo similar a la reproducción indiscriminada de las bestias. Un solo hijo era tenido en cambio como síntoma de inteligencia y patriotismo.
No obstante, y como lo saben muy bien
quienes alguna vez intentaron atropellar las reglas de la
naturaleza, es casi imposible transgredirlas impunemente. Luego de varias
décadas el gobierno del país asiático se dio cuenta de que algo no marchaba
bien. No se había reparado al dictar tan drásticas medidas, en las
consecuencias que traerían, ni en sus efectos en el largo plazo.
Al paso de los años empezaron a notarse
cambios sorprendentes en la hasta entonces conservadora sociedad. En un país en
donde el Estado no lograba cumplir con eficiencia la pensión de jubilación y
donde por tradición el deber de ocuparse de sus progenitores en su ancianidad
correspondía al hijo varón, la alternativa de tener una hija única empezó a
verse como un lastre, algo no deseado.
Poco a poco, los abortos, la muerte de
niñas recién nacidas y los fetos femeninos abandonados desaprensivamente en las
calles, empezaron a formar parte de la cotidianidad y hasta de la aceptación
general.
Así las cosas, al poco tiempo de implantadas
las medidas poblacionales, el nacimiento de varones empezó a superar con creces
al de mujeres. Un mundo de hombres sin la esperanza de compañía femenina empezó
a conformarse. Millones de niños varones nacían con un futuro sentimental
incierto.
Pero no fue este el único resultado de
las nuevas normas. Otro fenómeno empezó a incubarse de forma gradual en la
aparentemente bien estructurada sociedad asiática. Al tiempo que la población
joven disminuía, la población anciana, por efecto de la nutrición y los
modernos medicamentos, iba tornándose más numerosa y longeva.
Los hijos únicos tendrían que ocuparse
de sus ancianos padres y en algunos casos, de los de su esposa, por muchos,
muchos años. Una carga pesada.
Liu Chin, un destacado abogado, acendrado
defensor de las medidas para el control de la natalidad había observado siempre
con mirada obsecuente y pragmática los cambios que a través del tiempo se iban
generando en la sociedad.
Así como de un momento a otro empezaron
a verse abandonados en las calles los fetos de niñas a las que nadie quería,
así también, en los parques y calles de todas las ciudades empezó a volverse
frecuente encontrar cadáveres de ancianos abandonados, cuya muerte el gobierno
atribuía a causas naturales o a las inclemencias del clima. Las salas de
velación, por su parte, se mantenían congestionadas con los funerales de
decenas y decenas de personas ancianas. Entierros singulares en los que se
evidenciaba en el semblante de los hijos cierta expresión de contentamiento y
alivio.
Como muchos otros, Liu Chin sabía
que algo oscuro y horripilante se escondía tras la muerte de tantos
progenitores ancianos, pero su criterio pragmático de hombre de leyes lo
llevaba ser muy analítico y hasta a justificar lo que con la aprobación tácita
del gobierno estaba ocurriendo. Era evidente que este tipo de circunstancias se
daba con preferencia en las clases más bajas de la población, las más afectadas
con las particularidades de los nuevos tiempos. “Las leyes de la sobrevivencia
son duras e inevitables”, pensaba, “es inútil tratar de oponerse a sus
designios”.
Viudo, desde hacía ya diez años, y
próximo a jubilarse, imaginaba, con algo parecido a la ilusión, que ya pronto
cumpliría aquel deseo que siempre había postergado: convertirse en pintor. Bajo
su hermética escafandra de abogado, en Liu Chin alentaba un artista. Admirador
profundo de Li Tai Po, imaginaba sus futuros lienzos a manera de iluminados e
inspiradores haikus similares a los del gran poeta.
Sí. Ya lo tenía decidido, se dedicaría a
pintar.
Cuando luego de unos años llegó su
retiró, debió mudarse al pequeño apartamento de su hijo quien vivía junto a su
esposa y su pequeño hijo único. Se vio forzado a tomar esa medida ante la
inminencia de su nueva y precaria situación económica. Ya no tendría un ingreso
significativo que le permitiera hacer frente a sus gastos.
Cambiarse al apartamento de su hijo no
mejoró desde luego, su calidad de vida ni la de su familia. En el reducido
espacio de la vivienda no había lugar para la intimidad. Se daba cuenta que
debido a su presencia muchas veces la pareja no podía expresarse libremente
acerca de algún tema. Las miradas entre su hijo y su esposa, eran elocuentes.
Consciente de que era él quien había venido a invadir el espacio de la familia,
procuraba ser discreto y liviano.
Cada mañana cuando su hijo y su esposa
salían para el trabajo, y su nieto único era recogido por el bus del colegio,
Liu Chin se dirigía al parque cercano y allí daba rienda suelta a su deseo de
dibujar la naturaleza. Esos momentos de solaz le gratificaban de la incómoda
situación doméstica.
Algo sin embargo, lo tenía preocupado.
Su salud en los últimos tiempos había tenido serios quebrantos. La afición a
fumar que había conservado hasta hacía poco tiempo, había afectado sus
pulmones. Un carraspeo continuo y molesto le acompañaba todo el día y en
ocasiones sufría verdaderos accesos de tos que le dejaban sin respiración.
Cuando eso ocurría en la mesa del comedor, Liu Chin percibía la expresión de
repugnancia en las caras de su único hijo y de su nuera. Pero lo que más le
molestaba y disminuía su calidad de vida eran sus piernas; se habían vuelto
pesadas, como de plomo. Le costaba mucho caminar; ya no podía como antes dar
largos paseos, se agitaba, perdía el aliento.
Una noche, Liu Chin Hiu, su hijo, le
comunicó que el próximo fin de semana, con motivo de su cumpleaños número
setenta, acudirían hasta la hermosa playa de Beihai, conocida como
"la playa de plata. Ese sería su regalo.
Beihai, resultó ser en verdad un lugar
idílico de playas cubiertas por palmeras; kilómetros y kilómetros de arena
blanca que parecían perderse en el horizonte. Después de mucho tiempo, Liu Chin
por fin experimentaba algo parecido a la felicidad. Alistó sus pinceles y se
dispuso a plasmar en el lienzo el deslumbrador paisaje. Fueron dos días
realmente placenteros. Ya sin la presión del reducido espacio de la vivienda,
la familia compartió alegremente el descanso en medio de la naturaleza.
El último día del viaje, Liu Chin Hiu,
su hijo alquiló una pequeña lancha para trasladarse hasta un islote cercano. El
mar estaba un tanto picado pero eso no pareció inquietarlo. Liu Chin no opuso
reparos; disfrutaba cada momento. Ya en alta mar, se detuvieron un momento para
observar y fotografiar un bello y sorprendente cardumen de peces voladores
que parecía seguir a la lancha. Ominosamente varios rayos atronaron a lo lejos.
Liu Chin, sintió un estremecimiento y expresó a su hijo la conveniencia
de volver.
Este se quedó observándolo por unos
momentos y luego llegó hasta él. ¿Fue solo su imaginación o en los ojos de su
hijo, vio Liu Chin reflejado algo parecido al odio?
Ante el fuerte empujón, Liu Chin cayó
aparatosamente al agua. Desesperado porque no sabía nadar, intento pedir
auxilio pero al ver la expresión decidida en el rostro de su hijo supo que era
inútil hacerlo y guardó silencio.
La lancha en la que viajaban su hijo
único, su nieto único y su única nuera se alejaba ya en medio de las olas hacia
la playa lejana.
Leonor María Fernández Riva
Un río llamado Nostalgia
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