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sábado, 11 de septiembre de 2010

Érase una vez...





Sí, amigos, érase una vez un escritor... 

Un hombre joven de aspecto agradable pero taciturno y meláncolico cuya existencia transcurría prácticamente invisible para los habitantes del populoso barrio en que vivía. Las horas libres que le dejaba su trabajo (no me preguntéis en qué trabajaba porque ni yo lo sé) las pasaba sentado frente a su escritorio borroneando páginas y páginas que luego transcribía a un viejo computador que por la ausencia forzada de internet solo le servía como máquina de escribir y como archivo de sus escritos.


Este hombre joven de aspecto melancólico tenía muchas, muchas historias en la cabeza y su único deseo era volcarlas al papel, verlas escritas. Sí. Por raro que pueda parecernos este hombre joven y melancólico  no tenía amigos ni novia y no encontraba tampoco como otros jóvenes placer en las cosas amables de la vida. Su único afán, su único anhelo era escribir; escribir día y noche. Y lo hacía con admirable empeño en el pequeño cuarto que alquilaba en una muy modesta y congestionada casa de familia situada en un retirado barrio de la populosa ciudad.  Estaba rodeado de miseria y de necesidad pero nada de eso le importaba porque él tenía una ferviente llama en su corazón, algo que llenaba toda su vida: sus escritos.

En cierta ocasión, al volver en la tarde de su trabajo (no me preguntéis de cuál porque ni yo misma lo sé)  observó caídas  en el suelo varias fracciones de la lotería. Pensó continuar su camino como si nada, pero en un  repentino impulso  se agachó a recogerlas.  Leyó la fecha. El sorteo se realizaría recién después de dos días.  La calle estaba solitaria y  no  se sintió en la necesidad de averiguar por el distraído dueño de los billetes. Con una sonrisa, no muy frecuente en él, los guardó en un bolsillo y se olvidó del asunto. Transcurrió una semana y un día sin proponérselo encontró en su bolsillo los dichosos billetes. Ya había pasado el sorteo. Esa tarde, al volver de su trabajo ( no me preguntéis de cual...)  se detuvo en un kiosko de revistas, venta de minutos y loterías  y preguntó a la dependiente  por los resultados de esa loteria en especial.  Con mirada amablemente ausente la joven le pasó el boletín.

¡No era posible! Como en un cuento de ciencia ficción el número ganador de la millonaria lotería correspondía al de sus billetes. Él numero bailaba ante sus ojos. Disimuló su alegría y a grandes pasos se dirigió s su vivienda.

Y sucedió que desde aquel día, aquel  joven escritor perdió de manera sorprendente su aspecto melancólico y apesadumbrado. Pero algo más sorprendente aun: ¡perdió también su inspiración y su deseo de escribir!

Y, ¡caiganse de espaldas! lo más extraordinario es que esta última circunstancia -terrible en otro momento de su vida- ya no tuvo ninguna importancia para el antes joven y melancólico escritor. Es más, la melancolía se esfumó como por arte de magia de su cara. Ahora era feliz, tenía mucho, mucho dinero y podía hacer muchas, muchas cosas.

Y aconteció que efectivamente, aquel joven feliz tuvo a partir de ese instante muchas, muchas cosas que hacer. Empezó por botar todos los chécheres que habían acompañado hasta entonces su frugal existencia. Entre ellos, claro, el viejo computador que fue recogido al día siguiente con gran alborozo por el reciclador del barrio en su habitual revista matinal. Y por supuesto, echó también al olvidó  el trabajo en el que había laborado durante largo  tiempo.

Y el antes melancólico escritor se mudó sin perder tiempo a una lujosa barriada; viajó; se enamoró,  y llevó de allí en adelante una vida  inútilmente burguesa.

Y ya más nunca volvió a escribir...




Otros relatos de la autora:

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La maldición de Monterroso








Cuando se despertó, el dinosauro aún estaba allí...
Augusto  Monterroso



No, no era un sueño. Aquel brontosaurio gigantesco lo estaba observando. La mirada de aquella colosal criatura reflejaba similar perplejidad a la de él. Algo en ella sin embargo, le era familiar. Y, cosa rara, no sentía temor.
Pero por más que lo intentaba no lograba recordar nada. Sabía solamente que en algún momento su vida se cruzó con la de aquel gigante. ¿Dónde estaban? Miró a su alrededor. Había despertado junto al tronco de un árbol seco. Nada le era conocido.

El paisaje era desolador; el horizonte, negro. Insondable. Su vista se perdía en la nada. De pronto le acometieron unas ganas terribles de volver a dormir. Y entonces, por un brevísimo instante, tuvo conciencia de su destino. Sí. Ese era el sino que le había deparado su creador: seguir y seguir por siempre durmiendo y despertándose, en una cadena incesante a través del tiempo.

Leonor Fernández Riva

Mayo de 2010





Otros relatos de la autora:


La querida tía




La querida tía
Leonor Fernández Riva


 
 Juvenal está contento; esa mañana ha recogido una nueva remesa de dinero. Con una gran sonrisa en su vasto rostro comienza a camuflar el fajo de billetes en el interior del horno.“¡Bancos ladrones! Este es nuestro verdadero banco, ¡pendejos!”, exclama palmeando con la mano la vieja estufa. Se felicita por haber encontrado ese escondite. Nadie imaginaría que allí está su tesoro.

“¡Sos un berraco, hermano! ¡Ya tenés unos cuantos milloncitos!”, exclama con alegría y se concentra en lo que está haciendo. Es una labor prolija. Nadie debe sospechar  lo que allí está.

Al otro lado del mar Elías se encamina a su trabajo. Su sueldo de albañil apenas si le alcanza para vivir. “La cosa por acá también está berraca”, piensa moviendo la cabeza con preocupación. 


Sí. Cada vez le resulta más difícil segregar una parte de su sueldo para enviar a su país. Hay  ya demasiados inmigrantes y cada vez llegan más;  los puestos son escasos y  competidos,  y claro, las empresas se dan el gusto de ofrecer  sueldos irrisorios. Lo más preocupante sin embargo,  es que ya también  empiezan a verse  muchos desempleados españoles. Es imposible no  observar el desprecio y la rabia con las que lo observan  algunas personas  en el metro cuando se dirige a la obra. ¡Qué distinto al ambiente que lo recibió hace unos pocos años! Entonces había trabajo,  y la gente, si bien indiferente, al menos no era agresiva.

 Como tantos otros, él también acaricia ahora el pensamiento de volver. Pero no ha sufrido en vano.  Ni un solo mes ha dejado de enviar una buena remesa de dinero a su hermano lejano.  El gesto sombrío de su rostro se suaviza al pensar en Juvenal y una sonrisa se dibuja en sus labios: “¡Qué importa, hermano,  joderme como me jodo mientras todavía pueda ahorrar algo!  Dentro de poco volveré y esa platica nos  va a servir. ¡Seguro que nos va a servir!".

Pero al otro lado del mar,  el destino chocarrero les tiene reservada una mala pasada.

 María Rosa, la tía llegada de la apartada vereda para quedarse unos días con su sobrino,  es una mujer trabajadora y sencilla. Juvenal la recibe con efusivas muestras de afecto y le pide permiso para dejarla sola mientras él acude al supermercado cercano a comprar comestibles.

“Ya vuelvo, tía. Acomode no más sus cositas y descanse un poco. No me demoro…".

Pero María Rosa no es mujer de dejarse atender. No. Ella quiere ayudar. Se las ingenia para encontrar harina, huevos, mantequilla… Juvenal, su sobrino, seguramente se relamerá. “Siempre le ha gustado el pastel que yo preparo”, piensa contenta.

Cuando éste llega, ya el horno tiene más de una hora de estar encendido. De manera inexplicable para la querida tía, envuelto entre el aroma del pastel horneado, un inconfundible olor a papel quemado invade ya todos los espacios de la humilde vivienda.



  

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