Sí, amigos, érase una vez un escritor...
Un hombre joven de aspecto agradable pero taciturno y meláncolico cuya existencia transcurría prácticamente invisible para los habitantes del populoso barrio en que vivía. Las horas libres que le dejaba su trabajo (no me preguntéis en qué trabajaba porque ni yo lo sé) las pasaba sentado frente a su escritorio borroneando páginas y páginas que luego transcribía a un viejo computador que por la ausencia forzada de internet solo le servía como máquina de escribir y como archivo de sus escritos.
Este hombre joven de aspecto melancólico tenía muchas, muchas historias en la cabeza y su único deseo era volcarlas al papel, verlas escritas. Sí. Por raro que pueda parecernos este hombre joven y melancólico no tenía amigos ni novia y no encontraba tampoco como otros jóvenes placer en las cosas amables de la vida. Su único afán, su único anhelo era escribir; escribir día y noche. Y lo hacía con admirable empeño en el pequeño cuarto que alquilaba en una muy modesta y congestionada casa de familia situada en un retirado barrio de la populosa ciudad. Estaba rodeado de miseria y de necesidad pero nada de eso le importaba porque él tenía una ferviente llama en su corazón, algo que llenaba toda su vida: sus escritos.
En cierta ocasión, al volver en la tarde de su trabajo (no me preguntéis de cuál porque ni yo misma lo sé) observó caídas en el suelo varias fracciones de la lotería. Pensó continuar su camino como si nada, pero en un repentino impulso se agachó a recogerlas. Leyó la fecha. El sorteo se realizaría recién después de dos días. La calle estaba solitaria y no se sintió en la necesidad de averiguar por el distraído dueño de los billetes. Con una sonrisa, no muy frecuente en él, los guardó en un bolsillo y se olvidó del asunto. Transcurrió una semana y un día sin proponérselo encontró en su bolsillo los dichosos billetes. Ya había pasado el sorteo. Esa tarde, al volver de su trabajo ( no me preguntéis de cual...) se detuvo en un kiosko de revistas, venta de minutos y loterías y preguntó a la dependiente por los resultados de esa loteria en especial. Con mirada amablemente ausente la joven le pasó el boletín.
¡No era posible! Como en un cuento de ciencia ficción el número ganador de la millonaria lotería correspondía al de sus billetes. Él numero bailaba ante sus ojos. Disimuló su alegría y a grandes pasos se dirigió s su vivienda.
Y sucedió que desde aquel día, aquel joven escritor perdió de manera sorprendente su aspecto melancólico y apesadumbrado. Pero algo más sorprendente aun: ¡perdió también su inspiración y su deseo de escribir!
Y, ¡caiganse de espaldas! lo más extraordinario es que esta última circunstancia -terrible en otro momento de su vida- ya no tuvo ninguna importancia para el antes joven y melancólico escritor. Es más, la melancolía se esfumó como por arte de magia de su cara. Ahora era feliz, tenía mucho, mucho dinero y podía hacer muchas, muchas cosas.
Y, ¡caiganse de espaldas! lo más extraordinario es que esta última circunstancia -terrible en otro momento de su vida- ya no tuvo ninguna importancia para el antes joven y melancólico escritor. Es más, la melancolía se esfumó como por arte de magia de su cara. Ahora era feliz, tenía mucho, mucho dinero y podía hacer muchas, muchas cosas.
Y aconteció que efectivamente, aquel joven feliz tuvo a partir de ese instante muchas, muchas cosas que hacer. Empezó por botar todos los chécheres que habían acompañado hasta entonces su frugal existencia. Entre ellos, claro, el viejo computador que fue recogido al día siguiente con gran alborozo por el reciclador del barrio en su habitual revista matinal. Y por supuesto, echó también al olvidó el trabajo en el que había laborado durante largo tiempo.