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sábado, 7 de septiembre de 2013

Una embriagadora adicción





Una embriagadora adicción

Leonor Fernández Riva

La noticia de su suicidio ocurrido en la prisión a la que había sido condenado meses atrás,  despertó en quienes se habían sentido horrorizados al conocer sus múltiples crímenes, sensaciones encontradas. La mayoría experimentó alivio  y hasta alegría, pero otros se sintieron defraudados al saber que aquel ser inhumano no cumpliría ya sus largos años de condena. Para el siquiatra que lo analizó luego de ser capturado, fue en cambio  una pérdida irreparable pues albergaba la esperanza de que su testimonio le aportara información valiosa  acerca  del comportamiento de  los asesinos seriales, de sus inicios en el crimen y de su incapacidad manifiesta de controlar sus impulsos homicidas. Sí,  a él seguramente  le habría gustado conocer esta historia.

 Los hechos se iniciaron  en una pequeña población cercana a la capital; un lugar apacible,  de casas de bahareque y tejas de arcilla donde  la existencia  de sus pobladores, a pesar del tráfico pesado y  constante de la carretera  principal  que la circundaba, discurría plácida  y bucólica alejada del apremio de la vida moderna: La palabra "prisa" carecía allí de significado. 

Como ocurre en casi todas las poblaciones rurales en aquella eran también numerosos los perros vagabundos. Canes famélicos que merodeaban  por todo el pueblo a la caza de algún bocado fortuito y que cada día debían sortear el peligro inminente de ser atropellados por alguno de los autos  que a gran velocidad transitaban  por la vía principal.

 Así como todos los vecinos del lugar se conocían, los  perros ambulantes  eran también conocidos por  todos. Una población canina  a la que los moradores  ya estaban acostumbrados si bien  no dejaba de representar una molestia para  los esporádicos turistas,  cuando éstos,  sentados bajo el parasol de algún comedero típico,  debían soportar  la mirada hambrienta de uno o más perros del lugar que ansiosos y perseverantes velaban todos sus movimientos gastronómicos.  

De un momento a otro, sin embargo, los pobladores empezaron a notar que por diferentes causas los canes lugareños morían o desaparecían. En un lugar tan apacible y carente de emociones, aquello era toda una novedad y los comentarios al respecto no se hicieron esperar:

-–Doña Asunción, ¿se acuerda de Jerónimo, aquel perrito blanco y simpático que solía arrimar a su tienda? –preguntó una tarde don Heraclio, el boticario,  a su vecina.

-Sí, don Heraclio, pero hace días que no lo veo, ¿y usted?

-Fíjese que no, doña Asunción. Cuando pasé por acá me acordé de él y me entró la curiosidad. ¿Qué le pasaría? Se  veía contento, jugueteando con los otros perros pero quién sabe, a lo mejor se fue para otra parte.

- ¿Será...? ¡Ojalá no le haya pasado nada, era un perrito de lo más simpático!   Oiga, don Heraclio, y ahora que tocamos el tema, ¿se acuerda de aquel perro grandote y peludo que intimidaba a los turistas con su presencia? Pues en estos días lo encontraron  muerto en el potrero de don Matías.  

- ¡Pobre! Ahí sí que el dicho "murió como un perro" viene que ni encargado a la medida. Pero así, ni más ni menos, es la vida de estos infortunados seres.  Fíjese que ayer, ese pastor alemán flaco y sarnoso que a uno hasta  le daba recelo que se le acercara, ¿lo recuerda?, lo hallaron muerto en la vía principal. Parece que lo atropelló un carro. La velocidad a la que transitan esos automóviles ha causado ya más de un accidente.  

- ¡Y bien graves! ¿Se acuerda de ese que ocurrió hace ya unos meses, en el que murió una mujer mayor? Creo que era el nieto el que conducía, pero él solo quedó herido. Oí por ahí que  precisamente se volcó por tratar de evadir  a un perro callejero. 

-Sí, fue algo impresionante. Y mire usted,  me parece que últimamente  he visto a ese muchacho dos o tres veces en el pueblo. De seguro lo habrá traído el remordimiento. Pero, volviendo al tema, doña Asunción, ahora que lo pienso, ¿qué habrá sido de  ese labrador color chocolate, que era tan manso?  No volví a verlo, ni tampoco a Betún, aquel perrito negro, ordinario a morir pero tan gracioso que lo seguía a uno por todas partes como pidiéndole que lo adoptara.  ¿Será que como usted piensa se fueron a otra parte?

- Todo es posible, don Heraclio.  A lo mejor estaban aburridos por aquí, ¿no cree? No. No se ría. En este pueblo las cosas no es que estén tan bien que digamos y  seguro a esos pobres perros les costaba trabajo encontrar qué comer. La gente es muy indiferente. Pero si  no somos capaces ni de mantener a nuestros perros, ¡estamos fregados! 

Así, entre uno y otro tema del día a día,  todos en el pueblo empezaron a comentar la ausencia de Chance, Rocky, Musaraña, Baloto, Jovita, Duquesa y muchos otros perros oriundos del lugar que  habían desaparecido o muerto en un espacio muy corto de tiempo.  No obstante, como aquellos eran  seres desvalidos y hasta rechazados,  nadie le dio mucha  importancia  al asunto y poco a poco se olvidaron del tema.

En la capital, entretanto,  Juan Manuel Solano sonreía mientras saboreaba un trago de whisky. Había cumplido la venganza que se  propuso llevar a cabo el día en que, por esquivar un perro callejero  con el auto que conducía a gran velocidad,  sufrió en aquella población miserable el trágico accidente que le costó la vida a su abuela

Sí. Ya se había deshecho de todos esos malditos sacos de pulgas. Pero,  cosa rara,  ahora, luego de cumplido su cometido,  no  se sentía completamente satisfecho. Durante el tiempo que duró su cacería y ajusticiamiento había experimentado una vibrante expectativa, una sensación de plenitud, de poder, que mantenía su espíritu ocupado y alerta, pero ahora, otra vez volvía a sentirse inconforme. Añoraba  los días marcados por la emoción y por  la adrenalina dedicados íntegramente a la planificación y ejecución de su venganza. Una especie de  droga  que  anhelaba  volver a saborear. Su vida cotidiana no le llenaba; necesitaba sentir de nuevo  el poder sobre la vida de otros seres, el riesgo de ser descubierto, la sensación de peligro, la emoción de lo prohibido, el embriagador sabor de la muerte. Sí. Algo le faltaba. Estaba insatisfecho. 

Y  siguió  estándolo hasta un día en que empezó a reflexionar  en que  el mal estado de los frenos de su auto también había tenido mucho que ver en el accidente. "Esos malditos mecánicos no hicieron  bien su trabajo.  ¡Indolentes mal nacidos. Ellos también fueron culpables!". 

De nuevo, al impulso de estos pensamientos, la sangre había vuelto a correr burbujeante  por sus venas. De nuevo volvía  a experimentar la emoción del reto, la embriagadora adicción. En su rostro desencantado se había dibujado entonces  una torva sonrisa:

 "Sí. Él estaba destinado a hacer justicia. Tal vez ahora las cosas ya  no serían tan fáciles como con esos malditos perros.  Pero tenía que hacerlo.  Su misión justiciera recién comenzaba”.
Luces y sombras



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