Una
embriagadora adicción
Leonor
Fernández Riva
La
noticia de su suicidio ocurrido en la prisión a la que había sido condenado
meses atrás, despertó en quienes se habían sentido horrorizados al conocer sus múltiples crímenes, sensaciones encontradas. La mayoría experimentó alivio y hasta alegría, pero otros se sintieron defraudados al saber que aquel ser
inhumano no cumpliría ya sus largos años de condena. Para el siquiatra que lo
analizó luego de ser capturado, fue en cambio una
pérdida irreparable pues albergaba la esperanza de que su testimonio le aportara
información valiosa acerca del comportamiento de los asesinos seriales, de sus inicios en el
crimen y de su incapacidad manifiesta de controlar sus impulsos homicidas. Sí, a
él seguramente le habría gustado conocer
esta historia.
Los hechos se iniciaron en
una pequeña población cercana a la capital; un lugar apacible, de
casas de bahareque y tejas de arcilla donde la existencia
de sus pobladores, a pesar del tráfico pesado y constante de
la carretera principal que la circundaba,
discurría plácida y bucólica alejada del apremio de la vida
moderna: La palabra "prisa" carecía allí de significado.
Como
ocurre en casi todas las poblaciones rurales en aquella eran también numerosos
los perros vagabundos. Canes famélicos que merodeaban por todo el
pueblo a la caza de algún bocado fortuito y que cada día debían sortear el
peligro inminente de ser atropellados por alguno de los autos que a gran
velocidad transitaban por la vía principal.
Así como todos los vecinos del lugar se conocían, los perros ambulantes eran también conocidos por todos. Una población canina a la que los moradores ya estaban acostumbrados si bien no dejaba de representar una molestia para los esporádicos turistas, cuando éstos, sentados bajo el parasol de algún comedero típico, debían soportar la mirada hambrienta de uno o más perros del lugar que ansiosos y perseverantes velaban todos sus movimientos gastronómicos.
De
un momento a otro, sin embargo, los pobladores empezaron a notar que por
diferentes causas los canes lugareños morían o desaparecían. En
un lugar tan apacible y carente de emociones, aquello era toda una novedad y
los comentarios al respecto no se hicieron esperar:
-–Doña
Asunción, ¿se acuerda de Jerónimo, aquel perrito blanco y simpático que solía
arrimar a su tienda? –preguntó una tarde don Heraclio, el boticario, a
su vecina.
-Sí,
don Heraclio, pero hace días que no lo veo, ¿y usted?
-Fíjese
que no, doña Asunción. Cuando pasé por acá me acordé de él y me entró la
curiosidad. ¿Qué le pasaría? Se veía contento, jugueteando con los otros
perros pero quién sabe, a lo mejor se fue para otra parte.
-
¿Será...? ¡Ojalá no le haya pasado nada, era un perrito de lo más simpático!
Oiga, don Heraclio, y ahora que tocamos el tema, ¿se acuerda de aquel perro
grandote y peludo que intimidaba a los turistas con su presencia? Pues en
estos días lo encontraron muerto en el potrero de don Matías.
-
¡Pobre! Ahí sí que el dicho "murió como un perro" viene que ni
encargado a la medida. Pero así, ni más ni menos, es la vida de
estos infortunados seres. Fíjese que ayer, ese pastor alemán
flaco y sarnoso que a uno hasta le daba recelo que se le acercara, ¿lo
recuerda?, lo hallaron muerto en la vía principal. Parece que lo atropelló
un carro. La velocidad a la que transitan esos automóviles ha causado ya más de
un accidente.
- ¡Y bien graves! ¿Se acuerda de ese que ocurrió hace ya unos meses, en el que murió una mujer mayor? Creo que era el nieto el que conducía, pero él solo quedó herido. Oí por ahí que precisamente se volcó por tratar de evadir a un perro callejero.
-Sí, fue algo impresionante. Y mire usted, me parece que últimamente he visto a ese muchacho dos o tres veces en el pueblo. De seguro lo habrá traído el remordimiento. Pero, volviendo al tema, doña Asunción, ahora que lo pienso, ¿qué habrá sido de ese labrador color chocolate, que era tan manso? No volví a verlo, ni tampoco a Betún, aquel perrito negro, ordinario a morir pero tan gracioso que lo seguía a uno por todas partes como pidiéndole que lo adoptara. ¿Será que como usted piensa se fueron a otra parte?
-
Todo es posible, don Heraclio. A lo mejor estaban aburridos por aquí, ¿no
cree? No. No se ría. En este pueblo las cosas no es que estén tan bien que
digamos y seguro a esos pobres perros les costaba trabajo encontrar qué
comer. La gente es muy indiferente. Pero si no somos capaces ni de
mantener a nuestros perros, ¡estamos fregados!
Así,
entre uno y otro tema del día a día, todos en el pueblo empezaron a
comentar la ausencia de Chance, Rocky, Musaraña, Baloto, Jovita,
Duquesa y muchos otros perros oriundos del lugar que habían
desaparecido o muerto en un espacio muy corto de tiempo. No
obstante, como aquellos
eran seres desvalidos y hasta
rechazados, nadie le dio mucha importancia
al asunto y poco a poco se olvidaron del tema.
En
la capital, entretanto, Juan Manuel
Solano sonreía mientras saboreaba un trago de whisky. Había cumplido la
venganza que se propuso llevar a cabo el
día en que, por esquivar un perro callejero con el auto que conducía
a gran velocidad, sufrió en aquella población miserable el trágico
accidente que le costó la vida a su abuela
Sí. Ya se había deshecho de todos esos malditos sacos de pulgas.
Pero, cosa rara, ahora, luego de cumplido su cometido,
no se sentía completamente satisfecho. Durante el tiempo que duró
su cacería y ajusticiamiento había experimentado una vibrante expectativa, una
sensación de plenitud, de poder, que mantenía su espíritu ocupado y alerta, pero
ahora, otra vez volvía a sentirse inconforme. Añoraba los días marcados
por la emoción y por la adrenalina dedicados íntegramente a la
planificación y ejecución de su venganza. Una especie de droga
que anhelaba volver a saborear. Su vida cotidiana
no le llenaba; necesitaba sentir de nuevo el poder sobre la vida de
otros seres, el riesgo de ser descubierto, la sensación de peligro,
la emoción de lo prohibido, el embriagador sabor de la muerte. Sí. Algo le
faltaba. Estaba insatisfecho.
Y siguió estándolo hasta un día en que
empezó a reflexionar en que el mal estado de los frenos de su auto también
había tenido mucho que ver en el accidente. "Esos malditos mecánicos
no hicieron bien su trabajo. ¡Indolentes mal nacidos. Ellos
también fueron culpables!".
De nuevo, al impulso de estos pensamientos, la sangre había vuelto a correr burbujeante por sus venas. De nuevo volvía a experimentar la emoción del reto, la embriagadora adicción. En su rostro desencantado se había dibujado entonces una torva sonrisa:
"Sí. Él estaba destinado a hacer justicia. Tal vez ahora las cosas ya no
serían tan fáciles como con esos malditos perros. Pero tenía que hacerlo.
Su misión justiciera recién comenzaba”.