Leonor Fernández
Una nueva explosión le hace perder el equilibrio. Se incorpora con rapidez y observa expectante. No. Nada todavía. El mecanismo de refrigeración continúa bloqueado.
Desde hace dos días, Kenzo, en compañía de otros ocho ingenieros a quienes el Gobierno delegó la misión de quedarse en la planta hasta restaurar el fluido refrigerante, trabajan incesantemente con el fin de evitar la fusión del núcleo de reactores.
Bajo sus pesadas escafandras semejan astronautas de una nave espectral. Saben que permanecer allí es casi una sentencia de muerte. La fuga de radiactividad ya acusa en el interior de la planta índices cercanos a los 14,44 y 15,45 microsievert por hora registrados en la planta de Chernobyl que produjeron la muerte casi inmediata de los operarios de esa planta, y terribles mutaciones a los niños que nacieron luego. Pero tienen claro que esa misión es un alto honor y un deber para con su patria. Que a manera de modernos samuráis están arriesgando sus vidas para salvar las de otros muchos. Su trabajo es similar al de los mineros: disponen de su vida por un cierto tiempo nada más. Y no obstante, aunque saben que en física nuclear nada es seguro, alientan la esperanza de que el traje que llevan sea un buen aislante.
El violento terremoto que destruyó media nación colapsó también el sistema de refrigeración de la planta y ahora existe en ella una impredecible acumulación de calor y de presión. “¿Qué pasará en este momento en el núcleo?”, se pregunta Kenzo. Imposible aventurarse a dar una respuesta. Lo único cierto es que el agua ha dejado de fluir por entre los tubos o varillas metálicas de circonio que contienen los pellets de combustible de uranio. Es imperativo restaurar el bombeo de agua para mantener esas varillas frescas y para crear el vapor que dará impulso a la turbina generadora de electricidad.
En la madrugada agregaron ácido bórico al agua de mar para intentar detener las reacciones nucleares. Saben que aunque aparentemente se han detenido las reacciones en cadena aún queda suficiente calor para fundir las varillas metálicas que rodean el combustible de uranio y que si éstas se calientan lo suficiente reaccionarán químicamente con el agua que las rodea lo que producirá gas hidrógeno explosivo con impredecibles resultados.
El trabajo en los estrechos pasillos no es fácil. Kenzo tiene la sensación de estar en una tumba; su tumba. El aire es denso, el silencio ominoso. Conversan solo lo indispensable. Cada uno está inmerso en sus propios pensamientos. Hay poco que decir.
Desde hace unas horas Kenzo no se siente bien. Una sensación de mareo lo domina. “Una breve meditación, quizá pueda ayudarme”, piensa. Intenta sentarse en el suelo en posición de loto. El pesado equipo aislante que lo protege de la radiación dificulta sus movimientos. Repite en silencio a manera de mantra un koan de la escuela Rinzay enseñado por su maestro. Durante breves segundos logra aislarse de todo, pero es solo un instante: allí, martilleando su cerebro está el recuerdo de Aiko. Inútil tratar de evadirse de su realidad, de sus sentimientos.
Se levanta y con gesto cansado reinicia su trabajo. Sus pensamientos, sin embargo, no lo dejan en paz. Vuelve con los ojos del alma a vivir la ceremonia Shinto en la que unió su vida a Aiko hace solo unos meses. El momento en que ambos tomaron el sake para sellar su unión. “Aiko, ¡mi niña amada!” . Sabe que está bien, pero, ¡cuánto anhela volver a verla! “Con cuánta ilusión planificaron encargar su primer hijo para el solsticio de primavera, cuando los cerezos estuvieran el flor. El mejor momento para iniciar una familia.
Le asalta entonces el recuerdo de sus ancianos padres en la remota aldea de Konoha y siente que un nudo aprisiona su corazón. “¿Cómo estarán? ¿Y si yo muero? ¿Cómo podrán resistir la noticia de que su único hijo ha muerto en una tumba nuclear, que ya no vendrá nunca el ansiado heredero?”
El mareo no disminuye, se siente fatigado y con una molesta sensación de náusea.
Su boca tiene un sabor salobre. De pronto, se da cuenta de que el flujo refrigerante ha vuelto a fluir entre las varillas. Al unísono todos alzan los brazos en señal de triunfo y en los pasillos resuena un emocionado ¡ ブラボー! ¡¡Bravo!!
El flujo refrigerante se ha reiniciado. Paulatinamente, la planta empieza a volver a la normalidad. Se han salvado muchas vidas.
Después de todo, piensa Kenzo, tal vez esta no sea todavía mi tumba. Ya las ramas de los cerezos deben estar cubriéndose de copos blancos y rosados. Quizá todavía haya para Aiko y para mi un espacio para la esperanza”.
En medio de la euforia ninguno se ocupa ya del medidor de radiación cuya aguja marca ya 18,00 microsievert por hora.
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