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sábado, 4 de octubre de 2014

De jardines ajenos - La maldición de Monterroso




Cuando se despertó, el dinosauro aún estaba allí...

No, no era un sueño. Aquel brontosaurio gigantesco lo estaba observando. La mirada de aquella colosal criatura reflejaba similar perplejidad a la de él. Algo en ella sin embargo, le era familiar. Y, cosa rara, no sentía temor. 

Pero por más que lo intentaba no lograba recordar nada. Sabía solamente que en algún momento su vida se cruzó con la de aquel gigante. ¿Dónde estaban? Miró a su alrededor. Nada le era conocido 

El paisaje era desolador; el horizonte, negro. Insondable. Su vista se perdía en la nada. De pronto le acometieron unas ganas terribles de volver a dormir. Y entonces, por un brevísimo instante, tuvo conciencia de su destino. Sí. Ese era el sino que le había deparado su creador: seguir y seguir por siempre durmiendo y despertándose, en una cadena incesante a través del tiempo.

Leonor Fernández Riva


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    De jardines ajenos - La mudanza de Greta




    Desde hace varios días Greta no se siente bien. Las cosas poco  a poco han ido tomando un giro con el que ella no contaba.  Todo ha cambiado y no precisamente para mejorar.  Nunca  imaginó que atender  la casa y   cuidar de  sus padres se convertiría para ella en una carga  tan pesada. A pesar suyo debe reconocer que de todo eso  se ocupaba antes, sin quejarse nunca, su hermano Gregorio,  al que ella jamás le atribuyó ningún mérito. Siempre lo vio como un  infeliz, apocado y tímido; un hombre sin aspiraciones, que permaneció durante toda su vida  atado a una labor gris y mal remunerada. Alguien de poco carácter  que a lo largo del tiempo se fue transformando en un  ser repulsivo y despreciable.  

    Todavía le parece  verlo ese último día  durante el cumpleaños de su madre, deslizándose  en medio de los invitados, intentando torpemente unirse a los grupos e intervenir en las conversaciones.  Un momento vergonzoso.  Él mismo se dio cuenta de su aspecto, de la mala impresión que causaba en todos y se  fue recluyendo al mínimo espacio de  su cuarto. 

    Pero  el innegable alivio  que a Greta le produjo su fallecimiento ocurrido tres años antes,  se ha ido  trocando en irritación y agotamiento por la responsabilidad  que ahora recae solo sobre ella: atender los gastos y necesidades de  la casa, cumplir con las exigencias y caprichos  de su padre y velar por su madre cuya mente  se hunde cada día más en el olvido. Sus progenitores son  ya dos ancianos achacosos e incómodos. Es un verdadero tormento observarlos comer: riegan la comida, chorrean su ropa; hacen ruido al masticar  y al  beber.  Imposible llevar invitados, imposible salir a comer. Es un desgaste infinito  tratar de indicarles  cómo manejarse en su ausencia, evitar los peligros, cumplir con sus necesidades físicas.  Dependen para todo de ella. ¡Qué carga tan insoportable!

     Y en su trabajo el ambiente es todavía más desagradable: "¡Díos mío! -piensa con rabia- ¿por qué elegiría esta profesión?" La revisora formula día tras día  nuevas y complejas exigencias. ¡Y su jefe! Despectivo,  exigente y distante  a  más no poder. La trata tal como si solo fuese otro mueble más de la oficina. 

    –Greta,  debe  poner  usted más cuidado en la presentación de los balances. Hay algunas inconsistencias incalificables.  –le ha dicho esa mañana delante de todos sus compañeros de trabajo.

    –Lo sé, señor Palacios, -asiente avergonzada, mientras  el rubor acude a su rostro– pero sucede que los inventarios no se han conciliado todavía;  voy a  revisarlos mañana con ayuda del encargado de costos.

    –Esa no es una excusa. Esos resultados  son su responsabilidad, señorita. Dígame francamente si se siente capaz de hacer las cosas bien o en su defecto, pase su  renuncia –replica  perentorio y sin esperar respuesta sale  de la oficina con expresión adusta.

     –Pásame la sal, Greta –le dice su padre autoritario y con gesto de disgusto  a la hora de la cena, y añade moviendo la cabeza con irritación–  Ya se te está olvidando hasta cocinar, Greta; este guiso no tiene ningún sabor. Deberías haber hecho un esfuerzo por aprender la sazón de tu madre.

    –Tal vez no te guste lo que he cocinado, papá –refuta molesta– Pero bastante me esfuerzo por prepararles algo sano a  ti y a  mamá. En vez de criticarme deberías poner más cuidado al comer, mira como te  has manchado  la camisa. Recuerda que no tenemos empleada y que  todo tengo que hacerlo yo.

    –Cuando  Greta cumpla los quince años  prepararé una cena  deliciosa –interviene su madre saliendo por un momento de la bruma que se ha apoderado de su mente.

     Esa noche Greta se acuesta rendida y furiosa después de arreglar la cocina, cambiar y acostar a su madre y servirle a su padre su leche caliente.  Su sueño es pesado e intranquilo. 

    Al despertar al día siguiente se da cuenta de que algo no marcha bien. Experimenta una extraña sensación. Se lleva las manos a la cabeza   y  entonces cae en la cuenta de que en lugar de su cabello hay ahora un caparazón como de plástico y de que  sus brazos se han convertido en  filosas tenazas.  El estupor la invade.  Intenta bajarse de la cama, pero le es imposible hacerlo en la forma habitual.  Ocho pequeñas patas  que sobresalen a lo largo de su cuerpo han reemplazado sus torneadas piernas.  Por unos segundos se queda  estática, impactada,  pero  luego, tratando de acomodarse a su nuevo estado, se arrastra hasta el borde de la cama y baja al suelo con cuidado aferrándose con sus patas  a la sábana, pero a mitad de camino, se desprende  y cae dándose un fuerte  golpe en su espalda. Lanza un grito de  dolor que para ella misma resulta extraño. Una y otra vez se repite sin embargo,  que esto que ahora le ocurre  es solo culpa de su imaginación. Hace varias noches no concilia bien el sueño.

    "Debo olvidarme de estas alucinaciones y seguir con mi rutina, se dice tratando de pasar por alto lo que le ocurre, me bañaré y arreglaré pronto o llegaré tarde al trabajo". Moviendo con agilidad sus cuatro pares de patas  se dirige a la cocina  a preparar el desayuno.

    Su madre ya está allí moviendo charolas y cubiertos,  desordenándolo todo. Una furia sorda invade a Greta. Al verla llegar,  su madre  lanza un grito de pánico  y corre hacia su alcoba. 

    La cola en forma de  aguijón de Greta se curva amenazante.

    No es de ninguna manera un buen ambiente el que se respira hoy en  casa de la familia Samsa.

    Leonor Fernández Riva




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