Desde hace varios días Greta no se siente bien. Las
cosas poco a poco han ido tomando un giro con el que ella no
contaba. Todo ha cambiado y no precisamente para mejorar. Nunca
imaginó que atender la casa y cuidar de sus padres se
convertiría para ella en una carga tan pesada. A pesar suyo debe
reconocer que de todo eso se ocupaba antes, sin quejarse nunca, su
hermano Gregorio, al que ella jamás le atribuyó ningún mérito. Siempre lo vio como
un infeliz, apocado y tímido; un hombre sin aspiraciones, que
permaneció durante toda su vida atado a una labor gris y mal
remunerada. Alguien de poco carácter que a lo largo del tiempo se
fue transformando en un ser repulsivo y despreciable.
Todavía le parece verlo ese último día
durante el cumpleaños de su madre, deslizándose en medio de los
invitados, intentando torpemente unirse a los grupos e intervenir en las conversaciones. Un momento vergonzoso. Él mismo se dio cuenta de su
aspecto, de la mala impresión que causaba en todos y se fue recluyendo al
mínimo espacio de su cuarto.
Pero el innegable alivio que a Greta le
produjo su fallecimiento ocurrido tres años antes, se ha ido trocando en irritación y agotamiento
por la responsabilidad que ahora recae solo sobre ella: atender los
gastos y necesidades de la casa, cumplir con las exigencias y caprichos
de su padre y velar por su madre cuya mente se hunde cada día más
en el olvido. Sus progenitores son ya dos ancianos achacosos e incómodos. Es un
verdadero tormento observarlos comer: riegan la comida, chorrean su ropa; hacen
ruido al masticar y al beber. Imposible llevar invitados,
imposible salir a comer. Es un desgaste infinito tratar de indicarles
cómo manejarse en su ausencia, evitar los peligros, cumplir con sus
necesidades físicas. Dependen para todo de ella. ¡Qué carga tan
insoportable!
Y en su trabajo el ambiente es todavía más
desagradable: "¡Díos mío! -piensa con rabia- ¿por qué elegiría esta
profesión?" La revisora formula día tras día nuevas y complejas
exigencias. ¡Y su jefe! Despectivo, exigente y distante a más
no poder. La trata tal como si solo fuese otro mueble más de la oficina.
–Greta, debe poner usted más cuidado
en la presentación de los balances. Hay algunas inconsistencias incalificables.
–le ha dicho esa mañana delante de todos sus compañeros de trabajo.
–Lo sé, señor Palacios, -asiente avergonzada, mientras
el rubor acude a su rostro– pero sucede que los inventarios no se han
conciliado todavía; voy a revisarlos mañana con ayuda del encargado
de costos.
–Esa no es una excusa. Esos resultados son su
responsabilidad, señorita. Dígame francamente si se siente capaz de hacer las
cosas bien o en su defecto, pase su renuncia –replica perentorio y
sin esperar respuesta sale de la oficina con expresión adusta.
–Pásame la sal, Greta –le dice su padre autoritario y con gesto de disgusto a la hora de la cena, y añade moviendo la cabeza con
irritación– Ya se te está olvidando hasta cocinar, Greta; este guiso no
tiene ningún sabor. Deberías haber hecho un esfuerzo por aprender la sazón de
tu madre.
–Tal vez no te guste lo que he cocinado, papá –refuta
molesta– Pero bastante me esfuerzo por prepararles algo sano a ti y a
mamá. En vez de criticarme deberías poner más cuidado al comer, mira como
te has manchado la camisa. Recuerda que no tenemos empleada y que
todo tengo que hacerlo yo.
–Cuando Greta cumpla los quince años
prepararé una cena deliciosa –interviene su madre saliendo por un
momento de la bruma que se ha apoderado de su mente.
Esa noche Greta se acuesta rendida y furiosa
después de arreglar la cocina, cambiar y acostar a su madre y servirle a su
padre su leche caliente. Su sueño es pesado e intranquilo.
Al despertar al día siguiente se da cuenta de que algo
no marcha bien. Experimenta una extraña sensación. Se lleva las manos a la
cabeza y entonces cae en la cuenta de que en lugar de su cabello
hay ahora un caparazón como de plástico y de que sus brazos se han
convertido en filosas tenazas. El estupor la invade. Intenta bajarse
de la cama, pero le es imposible hacerlo en la forma habitual. Ocho
pequeñas patas que sobresalen a lo largo de su cuerpo han reemplazado sus
torneadas piernas. Por unos segundos se queda estática, impactada, pero
luego, tratando de acomodarse a su nuevo estado, se arrastra hasta el
borde de la cama y baja al suelo con cuidado aferrándose con sus patas a la sábana, pero a mitad de camino, se
desprende y cae dándose un fuerte golpe en su espalda. Lanza un
grito de dolor que para ella misma
resulta extraño. Una y otra vez se repite sin embargo, que esto que ahora
le ocurre es solo culpa de su
imaginación. Hace varias noches no concilia bien el sueño.
"Debo olvidarme de estas alucinaciones y seguir
con mi rutina, se dice tratando de pasar por alto lo que le ocurre, me bañaré y
arreglaré pronto o llegaré tarde al trabajo". Moviendo con
agilidad sus cuatro pares de patas se dirige a la cocina a preparar
el desayuno.
Su madre ya está allí moviendo charolas y cubiertos,
desordenándolo todo. Una furia sorda invade a Greta. Al verla
llegar, su madre lanza un grito de
pánico y corre hacia su alcoba.
La cola en forma de aguijón de Greta se curva
amenazante.
No es de ninguna manera un buen ambiente el que se
respira hoy en casa de la familia Samsa.
Leonor
Fernández Riva