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jueves, 15 de noviembre de 2012

La impresión inolvidable







libros


La impresión inolvidable

Leonor Fernández Riva

 Para ser completamente fieles a la verdad hay que reconocer que  las cosas no se dieron  de una forma repentina o inesperada. Todo lo contrario. Fueron ocurriendo de  manera casi imperceptible, a través de los años. 

De un momento a otro,  sin embargo,  esa realidad se tornó evidente. La gente, ya no leía, y como consecuencia,  de forma también paulatina pero constante, los libros fueron dejando  de publicarse.

El que la gente no leyera era  algo  por demás previsible,  la televisión, el cine, la computación, el internet habían hecho lo suyo. Había demasiadas distracciones como para perder el tiempo con un libro por interesante que este fuera. Este  comportamiento hacia la lectura no parecía concitar la preocupación de nadie  y menos aún el  comentario de los columnistas de moda enfrascados en las noticias políticas y de farándula, si bien sus efectos empezaron a afectar también la circulación de los  grandes periódicos y revistas en las que ellos trabajaban.

En resumen, a nadie le importaba que la industria del libro fuera muriendo ni  que la lectura se hubiera ido transformando en un hobby raro y elitista,  relegado a  unos cuantos bichos raros, personas de edad o coleccionistas. 

 Para Benigna Rocafuerte, sin embargo, esta circunstancia tenía mucha trascendencia. Dirigía una empresa gráfica que precisamente había forjado  su prestigio con base en los libros que editaban en la región. El libro había sido el consentido  de esa empresa a través de su historia. Los equipos, las oficinas,  las diferentes secciones de producción  y hasta los mismos operarios habían sido concebidos  y contratados pensando precisamente en ese producto editorial.

Benigna Rocafuerte tenía sus propias conjeturas acerca de lo que estaba sucediendo. Ella recordaba muy bien que cuando de niña empezó a interesarse por la lectura, le encantaron los cuentos e historias que venían ilustrados con profusión de láminas e imágenes. Esa etapa de sus preferencias literarias se prolongó por un periodo más o menos largo hasta que de pronto, un día, empezó a notar que ya no necesitaba de láminas para recrear los personajes de las obras que leía. Es más, las láminas la molestaban pues era su imaginación la que recreaba en su mente los personajes y no requería ayudas visuales para lograrlo. El texto sobrio y escueto de los libros fue desde ese momento para ella el mayor atractivo.  “Ahora, reflexionaba Benigna, es como si las cosas hubieran dado un giro de 360 grados. Los lectores, adictos ya por la televisión, las películas y el internet a las imágenes y al movimiento, han vuelto a preferir los textos  adornados con imágenes y  con todas las ayudas de la tecnología.  Su imaginación se ha tornado perezosa, su concentración, casi nula, esperan  conocer el libro de moda, el bestseller  de la forma más fácil y rápida posible;  desean enterarse de su contenido con el menor esfuerzo de su parte, casi por ósmosis.  Han perdido el secreto deleite de palpar y percibir el papel, de pasar las páginas de un libro, de sentir su cálida presencia”.

Benigna sabía sin embargo, que el hecho de que su empresa gráfica estuviera situada en un país del tercer mundo, era hasta cierto punto  una  ventaja  ya que estas nuevas  tecnologías demorarían un poco más  que en los países desarrollados en ser acogidas por el grueso de la población.  No obstante,  no podía apartar de su mente la preocupación por el futuro. Si las cosas seguían así, en unos pocos años, su empresa entraría a formar parte de la historia.

Un día,  se encontraba almorzando sola en un restaurante y mientras llegaba su pedido, paseó su vista  por el entorno como solía hacerlo siempre, y entonces cayó en la cuenta de  algo que había visto cotidianamente pero que antes no le había despertado ningún interés: la mayor parte de los comensales acompañaban sus platos con Coca-Cola. Era esta sin duda la  bebida más popular y la  que, a pesar de las críticas y de las advertencias médicas acerca de sus malsanos efectos sobre el organismo, continuaba reinando en las preferencias del público. No pudo menos que reflexionar  en la gran perspicacia y originalidad que tuvo su creador al producir no solo una bebida de un gusto excepcional por esa combinación de sabor y de gas cuidadosamente dosificados,  única en su momento y adoptada luego por todas las otras bebidas artificiales,  sino también por la incorporación de un ingrediente secreto que la hizo adictiva para quienes algún día la saboreaban. Sí. Aquel hombre sobresaliente supo crear un producto único y adictivo. Una gaseosa sin competencia.  Una idea ciento por ciento exitosa.

Benigna salió del restaurante con esa idea en la cabeza y ese pensamiento la siguió rondando toda la noche. Al día siguiente  se comunicó muy temprano con su gran amigo Carl Berger, un ingeniero químico suizo radicado en el país y le comunicó su idea.

–Quiero que me ayudes a fabricar un aditivo que pueda ser incorporado a la tinta de impresión de mis libros y que produzca en los lectores un interés especial  por continuar leyéndolos hasta su última página.

-Querida, me estás pidiendo que descubra la piedra filosofal.– bromeó Carl, pero al ver la expresión profundamente seria de su amiga –añadió– Vamos  a ver. ¿Cómo has pensado tú que podemos realizar ese prodigio?

–Eso, tienes que decírmelo tú –replicó Benigna– . Yo sólo sé que tengo que hacerlo o cerrar mi empresa a la vuelta de muy poco tiempo. Sin embargo, he pensado que podemos trabajar en algo parecido al olor de la felicidad.

–¡Ah,  qué bien! Y por lo visto lo tienes muy bien identificado.

–Creo que sí, aunque es un tanto complejo Me parece que está compuesto, por el sutil olor de las feromonas, el olor a bebé, el sudor de nuestro hombre, los olores de nuestra niñez , la humedad del amor, la fragancia de algunas flores, el olor de la yerba recién cortada,  el olor de la noche después de un día de lluvia, la leña quemándose  en la chimenea, el  sutil aroma del incienso en una ceremonia religiosa, la ropa recién planchada, el pan acabado de hornear,  la cocina de nuestra madre... Creo que el aroma de la felicidad tiene mucho que ver con la nostalgia, algo mágico y a la vez natural que todos llevamos en el corazón, en la mente y en nuestros sentidos.

–Vaya, trabajito que me encargas, Benigna –Pero me has tentado de forma irresistible. Este, por lo absurdo, es un reto difícil de rechazar. Me pondré inmediatamente en la tarea.

–Sé que lo conseguirás porque más que un químico, eres un  brujo, querido Carl. Y ahora, para celebrar desde ya tus resultados,  te invito a tomar una copa de  Hennesy, un cognac delicioso que me han traído directamente de París.  Percibe su aroma. Creo que tal vez también deberías incorporarlo  en tu preparación  –bromeó Benigna.

 Pasaron tres meses luego de este encuentro y de manera por demás extraña para Benigna, no volvió a tener noticias de su amigo.  Su teléfono no contestaba y tal parecía que en su apartamento no había nadie. Su ausencia y su silencio la  inquietaron  pero los atribuyó a uno de sus habituales viajes a Europa.

Una tarde en la que Benigna se encontraba enfrascada en analizar la situación de la empresa, preocupante en extremo por los costos crecientes y la disminución cada día más evidente de las publicaciones, recibió la sorprendente llamada de Carl.

-–Eureka, querida! ¡Eureka! Te tengo buenas noticias. Necesito verte.

–¡De inmediato! –contestó Benigna, emocionada,  y presa de excitación acordó verse
con él en su apartamento esa misma tarde.

Cuando se encontraron, Benigna no podía disimular su ansiedad por conocer la experiencia y los resultados de su amigo.

–Me has tenido en ascuas todo este tiempo. ¿Cuáles son esas noticias que me tienes?

–Tranquila, Benigna. Sé que te devora la ansiedad pero debes guardar la calma. Antes que nada quiero hablarte de la serie de ecuaciones y operaciones matemáticas que he debido hacer para llegar a filtrar esa sustancia aditiva. En este folleto titulado La esencia filosofal de las ecuaciones terminadas en números primos puedes apreciar algo de lo que ha sido esta experiencia. Anda, dale un vistazo.

–Estás loco si piensas que voy a perder mi tiempo leyendo  cosas técnicas en un momento como este. Lo que quiero es saber de tu propia boca lo que tienes que contarme.

–De acuerdo, Benigna, pero si no lees los dos primeros párrafos de este folleto no vas a poder entender nada. Anda, dame gusto.

–Está bien –refunfuño Benigna de mala gana.

–¿Cómo, te ha parecido, querida? –intervino Carl luego de veinte minutos .

–No me interrumpas –replicó, Benigna. –Esto es lo  más interesante que he leído en mucho tiempo. Bien guardado te lo tenías, Carl.  El mundo de las matemáticas encierra en verdad todo un universo de posibilidades.

–Sé que deseas seguir leyéndolo, pero te ruego  lo dejes un momento. En ese interés tuyo esta la respuesta a tu ansiedad. Sí, querida Benigna, ese folleto ha sido impreso con la tinta de la felicidad.

–¿Es posible, Carl? Ciertamente lo he leído con deleite. Me ha costado dejarlo. Es como si hubiera descubierto escondida en él la poesía de los números.

–Esa es  precisamente la sensación que se tiene al leer un texto escrito con esta tinta. No sé bien en qué consiste la magia, si en la adición a seguir leyendo hasta el final o en esa profunda  percepción  y comprensión  que sentimos ante  cualquier texto por difícil o mal escrito que este sea.  La tinta es incondicional, embellece y magnifica cualquier texto.

–¡Sabía que eras capaz de lograrlo!  ¿Cómo lo has hecho, Carl?

–No ha sido fácil, querida, nada fácil. Solo puedo decirte que tu  amigo se ha convertido en alquimista. Ni más ni menos.  Todo este tiempo estuve recluido en el convento de unos monjes  capuchinos que me permitieron utilizar su laboratorio, y fue allí, donde luego de muchos descalabros, encontré por fin el elixir de la felicidad como lo he llamado. Por cierto, no tiene un olor agradable, pero de forma misteriosa al adicionarlo a la tinta de imprenta, logra ese efecto subyugador del que es difícil abstraerse.

–¿No perjudica la adición de esa sustancia la calidad de la tinta?

–No, querida. Este elixir  se amalgama sorprendentemente bien a la tinta de imprenta mejorando incluso su textura y sus propiedades.

Un abrazo pletórico de emoción y de alegría selló ese momento de realización entre Carl Berger y Benigna Rocafuerte.

El primer libro publicado con la adición del elíxir de la felicidad fue  el antiguo tratado del pastor Lesser titulado La teología de los insectos, un  libro muy apreciado por los enciclopedistas franceses pero absolutamente  árido para el común de los mortales. A la primera semana de publicado fue notorio que era  leído con fruición por  una gran cantidad de personas y no solo en sus casas sino también  en los autobuses, en las filas de los bancos, en las oficinas, en los parques. Y otro tanto  aconteció poco después con Los Comentarios a Aristóteles de Tomás de Aquino. Dos obras escogidas con especial cuidado por Benigna para comprobar los reales efectos del élixir.

 Como quedó ampliamente demostrado, el élixir de la felicidad pasó la prueba con honores.

 Y desde ese instante, empezó una nueva era para la empresa gráfica de Benigna Rocafuerte. Las prensas no descansaban. Los autores se disputaban el turno para ser atendidos. Por alguna razón que no alcanzaban a entender, libro publicado en esa  empresa gráfica, libro que  alcanzaba un rotundo éxito. No obstante, y  por algún factor que nadie tampoco podía explicarse, ese éxito no se replicaba en internet en donde casi siempre la acogida a la misma obra era efímera.

Pero Benigna Rocafuerte y el suizo Carl Berger,  que con el paso del tiempo llegó a convertirse en su esposo, no eran ambiciosos. El éxito que habían alcanzado en su empresa gráfica  era suficiente para ellos,  pues,  por inusitado que parezca, nunca se habían forjado mayores expectativas económicas.  Lo único que Benigna deseaba  era mantener vigente en el tiempo la empresa fundada por su padre. Una empresa que tenía como base el papel y  la tinta de imprenta; esa misma tinta con la que ella,  ahora,  estaba imprimiendo su éxito.

 Fue  esa una época de gran riqueza intelectual para la comarca. La gente volvió a leer con fruición, con apasionamiento. La televisión y hasta el internet, fueron relegados a segundo plano. El libro había vuelto a recobrar el encanto de épocas pasadas.  Los textos  circulaban de mano en mano. La región empezó a ser conocida en el mundo como algo excepcional. Un lugar donde los libros no pasaban de moda, sino todo lo contrario. Nadie  en la región y aún en el exterior quiso ya volver a editar sus obras en otra imprenta; era sabido que por alguna extraña circunstancia solo en la empresa de Benigna, los autores tenían el éxito asegurado. 

Y el tiempo fue pasando. Los años se sucedieron pausados e inexorables. Una tarde en la que sentada en la confortable salita de su  apartamento la pareja  se encontraba  -como no podía ser de otra manera-,    enfrascada en  la lectura, Benigna le formuló a Carl una pregunta acerca de algo que la inquietaba desde hacía un tiempo.


–Carl, nos hemos ido haciendo viejos y hay algo que me atormenta. Pienso que hemos sido egoístas al no compartir nuestro secreto. ¿No crees que antes de morir deberíamos comunicar al resto del mundo  el éxito que hemos alcanzado con el  elixir de la felicidad  y  permitir que este descubrimiento sea conocido y disfrutado por otras personas?  ¿Qué piensas, tú, Carl?



–Querida, esa misma pregunta que me haces ahora me la he estado haciendo yo mismo durante mucho tiempo.  Sí. Creo que hemos sido egoístas al no compartir nuestro secreto. 



–Qué bueno, Carl, que los dos estemos de acuerdo en algo tan importante. Empecemos pues a planear la forma de comunicarlo. Ya sabes que nunca me ha importado el dinero y menos ahora que ya estamos viejos. No se trata pues de eso, pero debemos pensar bien cómo vamos a trasmitir nuestro secreto porque al conocer los efectos del élixir algunas personas hasta sentirían que fueron utilizadas y  el resultado  podría llegar  a ser contraproducente tanto para la lectura como  para los libros.



–Tienes, razón, querida. Sí. Tenemos que ser muy cuidadosos –replicó Carl con ternura y añadió– Ya sabes lo difícil que es extraer unos pocos decilitros del elixir. Voy a ponerme en la tarea para que podamos tener de él una existencia que nos garantice su demostración.



Pero la propuesta de Benigna había llegado demasiado tarde. Carl solo alcanzó a preparar dos litros del élixir que Benigna, con unción casi religiosa, conservó en una  botella de cristal. Desde hacía ya un tiempo, Carl había empezado a olvidarse de todo. El implacable alzheimer había ido poco a poco  apoderándose de su cerebro y en los meses siguientes no solo olvidó la prodigiosa fórmula sino también el sitio donde reposaban los manuscritos que la contenían.  Su mal ya ni siquiera le permitió volver a entrar al laboratorio; era demasiado peligroso para él trajinar con ácidos y probetas. 




Falleció poco tiempo después. Se fue  serenamente en medio de su extravío,  dos años  antes de que Benigna encontrará  también la muerte al intentar alcanzar  de lo alto de la biblioteca uno de los primeros títulos impresos por ella con el elixir de la felicidad. Al caer de la escalera sufrió un golpe en el cráneo que fue lo que le costó la vida. A su lado quedó el libro causante involuntario de su tragedia.


Para todos fue sorprendente que la empleada  que la encontró muerta y levantó el libro para hojearlo, aguardara la llegada de las autoridades enfrascada en los complicados comentarios de Tomás de Aquino que a ojos vista no podía dejar de leer.

Cuando se hizo la limpieza del apartamento para entregar sus bienes a la beneficencia, ya que ninguno de los dos tenía parientes cercanos, una de las personas encargadas  de realizar esta labor se topó con un gran frasco de cristal que parecía  contener en su interior un aceite particular. Cuando lo destaparon para percibirlo la exclamación fue unánime:

–¡Qué asco! ¡Quién sabe qué inmundicia guardaban aquí estos ancianos! Era una pareja muy excéntrica. No pierdan tiempo, ¡Boten eso en el desagüe!

Y así lo hicieron.

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