Los cadáveres que sembraste en el jardín han
empezado a florecer.
Tomas Eliot
¡Apúrese, mijo! ¡El carro ya está por partir!
La mujer, una campesina todavía joven, de pequeña
de estatura, delgada, piel trigueña, facciones finas y larga cabellera negra
recogida en una trenza, apremia con sus gestos y gritos al hombre que
cojeando, se acerca sudoroso por el camino con su pesada carga: un gran
ramo de flores de un intenso color rojo casi negro.
Al pie de la cabaña una camioneta deteriorada que conoció
en el pasado mejores días, tiene su cajón repleto de esas mismas
flores. Varios campesinos de piel curtida por el sol, con ropas toscas,
húmedas de sudor y de lluvia y botas de caucho cubiertas por el lodo que cubre los
campos inundados, esperan expectantes al pie del vehículo. El hombrecillo de ojos pequeños y
sagaces guarecido en la parte delantera, se frota las manos ante
este nuevo cargamento.
Un sol tímido se asoma a lo lejos entre un corrillo
de nubes. Toda la mañana cayó sobre la región una llovizna intermitente que no
para desde hace varios meses y a la que han tenido que irse acostumbrando las
gentes del lugar con esa estoica resignación campesina que comprende que el
clima es algo que está más allá de su voluntad.
Leonel, el campesino cojo,
descarga con cuidado en la cajuela de la camioneta su cargamento de flores. Mientras el conductor arregla cuentas con cada campesino, el
ayudante acomoda la carga y constata que todo esté sujeto. Poco después emprenden la marcha.
Darío, el periodista llegado esa mañana de la capital, se protege de la fina llovizna bajo el alero de la humilde morada y desde allí observa todo con interés. Quiere ser el primero en realizar la entrevista. Su crónica, está seguro, se hará merecedora a las felicitaciones del director de noticias del diario en que labora. Cuando la camioneta y su florido cargamento se pierden en una curva del camino aborda decidido a Leonel.
Darío, el periodista llegado esa mañana de la capital, se protege de la fina llovizna bajo el alero de la humilde morada y desde allí observa todo con interés. Quiere ser el primero en realizar la entrevista. Su crónica, está seguro, se hará merecedora a las felicitaciones del director de noticias del diario en que labora. Cuando la camioneta y su florido cargamento se pierden en una curva del camino aborda decidido a Leonel.
–¿Cómo está usted, amigo? ¿Podemos conversar un
momentico?
El campesino, se siente cohibido ante el visitante de la capital. Su experiencia le aconseja no confiar en nadie, pero aquel
joven, de ojos vivaces y sonrisa afable le inspira confianza. "¿Qué
puedo perder?", se pregunta.
–Cómo no, patrón, Leonel Tibaduiza, para servirle
–dice con gesto amable extendiendo su mano, y añade señalando el corredor de su vivienda– Disculpará no más la pobreza, patrón.
–No faltaba más– replica el periodista enfatizando
sus palabras con un gesto– Es usted muy amable, don Leonel. Me gustaría
que me cuente cómo empezó todo, cuándo fue que estas flores empezaron a brotar.
–Leonel, nada más, para usted, patroncito. Pase,
pase y se asienta.
Instalados ya en toscas bancas de madera en el
corredor exterior de la vivienda y con el dejo cantarino propio de los hombres
del campo y un dialecto que atropella graciosamente la lengua del famoso manco,
Leonel, el campesino de fuertes brazos y mirada triste empieza su relato.
–Verá, patroncito, ¿cuándo empezó a pasar, cuando empezaron a brotar? De cierto no lo sé, porque de pronto de un día para otro todo cambió por aquí. No me lo va a creer, pero hace
solo unos años, esta era una vereda tranquila donde nunca pasaba
nada. Pobres hemos sido siempre, claro, pero en ese entonces teníamos sin
saberlo, algo parecido a la felicidad. Entoavía no conocíamos el miedo.
Criábamos en paz a nuestra familia y a nuestros animalitos, y regábamos
nuestros sembraditos de yuca y de plátano solo con la lluviecita de los cielos.
Pero en de pronto, un aciago día, todo empezó a cambiar. De a poquito, casi
sin darnos cuenta, esas montañas se fueron poblando de guerrilla. A veces los
veíamos pasar por el camino; asemejaban con sus uniformes verdes y negros, el
mismitico ejército, solo que ellos llevaban botas de caucho para internarse por
esos lodazales. Somos gentes de paz, los saludábamos. Ellos apenas si hacían un
movimiento de mala gana con la mano. Eran malacarudos y sin saber por qué, sin
sospechar entoavía lo peligrosos que eran, empezamos a inquietarnos.
Y teníamos razón para inquietarnos patrón. Una de esas tardes luminosas de nuestro pueblo en la que el sol de los venados brillaba a lo lejos, así, más o menos como ahorita, atacaron nuestro pueblo. Todos los vecinos nos encontrábamos ajuera de nuestros ranchos conversando, riéndonos y jartándonos uno que otro aguardientito. Estábamos contentos… y en de pronto que esos tipos aparecen disparando y arriándonos la madre. Nos gritaron que ellos eran ahora la ley y empezaron a anotar nuestros nombres en un cuaderno y en luego se entraron casa por casa y se jartaron y se llevaron todo lo que se les antojó. Y nosotros empavoridos, sin atrevernos a protestar, sin saber qué hacer. Y cuando por fin se jueron, se jueron jalando también a nuestros mejores animalitos. Y no contentos entoavía mataron de un machetazo al padrecito Sergio, el único, ¡pa’ qué le voy a mentir!, que tuvo el valor de reclamarles... Desde ese día todo cambió en este pueblo. Pero para mal, patrón. Para muy mal. Quizá, jue ahí, patrón, cuando sin darnos cuenta ellas empezaron a brotar.
Y teníamos razón para inquietarnos patrón. Una de esas tardes luminosas de nuestro pueblo en la que el sol de los venados brillaba a lo lejos, así, más o menos como ahorita, atacaron nuestro pueblo. Todos los vecinos nos encontrábamos ajuera de nuestros ranchos conversando, riéndonos y jartándonos uno que otro aguardientito. Estábamos contentos… y en de pronto que esos tipos aparecen disparando y arriándonos la madre. Nos gritaron que ellos eran ahora la ley y empezaron a anotar nuestros nombres en un cuaderno y en luego se entraron casa por casa y se jartaron y se llevaron todo lo que se les antojó. Y nosotros empavoridos, sin atrevernos a protestar, sin saber qué hacer. Y cuando por fin se jueron, se jueron jalando también a nuestros mejores animalitos. Y no contentos entoavía mataron de un machetazo al padrecito Sergio, el único, ¡pa’ qué le voy a mentir!, que tuvo el valor de reclamarles... Desde ese día todo cambió en este pueblo. Pero para mal, patrón. Para muy mal. Quizá, jue ahí, patrón, cuando sin darnos cuenta ellas empezaron a brotar.
Darío, el periodista acostumbrado a realizar
emotivas entrevistas a lo largo y ancho del país percibe por la actitud y la
angustia de aquel hombre sencillo que aquellos recuerdos le oprimen el corazón
y que desea intensamente compartirlos con alguien. Sabe que no debe
interrumpirlo porque de hacerlo rompería el hilo conductor de sus
pensamientos y se iría a pique la entrevista. Guarda silencio.
–Aunque pensándolo bien patrón –continúa Leonel–
quizá no jue entoavía ahí sino una mañana,
varias semanas después cuando volvieron a visitarnos los chusmeros para
reclutar por la juerza a nuestros hijos y a nuestras hijas jóvenes. Algo de no
creer. Esa vez se llevaron a mi hijo Segundo de solo catorce años, pero también
a Gualberto, el hijo mayor de Segundo Quispe y a Floralia, de trece años, la
hija de nuestra comadre Laura. En total se llevaron a siete de nuestros
muchachos. Que dizque la “causa” los necesitaba. De nada valieron nuestras
súplicas. Entoavía me parece ver el gesto asustado de mi hijo y sus ojos llenos
de lágrimas. La Casilda no me dejó ir tras él. De haberlo hecho, no estaría
contando esta historia, pero no crea, a veces pienso que hubiera sido mejor
así. Con ellos, se internaron en la montaña. Se los llevaron, y en su lugar,
nos dejaron la burla, la ausencia… y la tristeza más verracas. Cuando se perdieron en el monte supimos que ya no los volveríamos a ver. Y ansina
ha sido. Desde ese día, todos en este pueblo empezamos a morir un poco.
Las últimas palabras del campesino, son apenas un
susurro. Su mirada perdida en el vacío da cuenta de su tristeza. En tono
amable, Darío vuelve a preguntarle:
–Cuánto siento todo eso, Leonel, pero
dígame, ¿cree entonces que fue en ese momento cuando empezaron a nacer?
Como volviendo de un sueño, el hombre sacude su
cabeza y se frota los ojos humedecidos y con gesto entre ausente y vencido,
retoma su relato.
–Quizá, patrón, quizá, aunque ahora que lo
pienso, quizá no fue entoavía ahí sino unas semanas después, cuando
nos encontrábamos llorando nuestra desgracia y como salidos del
mismitico infierno llegaron los paracos. ¡Dizque para protegernos!¡Y les
creímos! Tontos que semos, patroncito. Hasta que nos dimos cuenta que eran
igualiticos que los otros. Toitico se lo jartaban; ninguna mujer estaba libre
de sus mañas; pero lo que de verdad nos aterró fue cuando aserraron vivo al
Isidro Cajamarca dizque porque una vez lo vieron dándole agua a los chusmeros.
¡Cómo no iba a darles! Lo aserraron allá lejos, en el monte, pero hasta aquí se
oían sus gritos de dolor. Por esos días empezaron las refriegas entre guerrilla
y paracos. Nuestro pueblo se convirtió en un verdadero infierno entre el
ruido de las balas, los muertos de lado y lado, el ladrido desesperante de
los perros ¡y el terror más ¡hijue puta! perdón, patroncito, pero es que en de
veraz que no hay otra palabra para describile ese terror que se apoderó de nuestros días y de nuestras noches.
–Y qué pasó con los paracos, Leonel, ¿se
quedaron por aquí?
–¡Nooo, patrón! Dizque el gobierno les estaba dando
plata a los que se rinsertaran y entregaran las armas. Que ni tan
siquiera se los iban a llevar presos. Eso se decía por acá y ha de haber
sido verdad porque de un momento a otro así como vinieron se perdieron. No
volvimos a saber de ellos.
–Y entonces, Leonel, ¿fue ahí cuando empezó
usted a verlas?
–Entoavía no, patrón. Entoavía no. Por ese tiempo
fue que los chusmeros nos enseñaron a cultivar las maticas de coca.
Algo fácil, viera usted, patrón. Eran unas planticas fuertes y pegaban
bien. Y claro, nos ilusionamos con esa pendejada. De a poquito a poquito juimos
poblando de maticas de coca nuestras parcelas. Y las muy ladinas crecieron
lindas y rozagantes con su lindo color verde agua. Y dejamos de sembrar la
yuquita, el platanito y se nos jue olvidando cómo sembrar la comidita
porque ya solo queríamos sembrar coca y ya naide cultivaba nada en las fincas y
entonces tuvimos que comprar en el pueblo hasta la yuca más infeliz y nos
convertimos…, patrón, ¿ha oído hablar de los raspachines? Pues sí, nos
convertimos en raspachines. Así jue como empezaron a llamarnos en el pueblo. Y
gracias a eso, tuvimos unos meses tranquilos, pero ya usted sabe, patrón
que la dicha del pobre es corta. Un día cualquiera el ejército llegó a nuestra vereda;
como dicen ustedes los estudiados, “de improviso”. Y no sabíamos si sentirnos
contentos o asustados. Nos reunieron a toititos en la iglesia y nos advirtieron
que nos llevarían presos si seguíamos sembrando coca y que “cuidadito con
ayudar a la guerrilla”, que “cuántos eran, que ónde estaban…” Y nosotros
asustados, ¡bien asustados! y sin saber qué responder, pero sintiendo todavía
más temor de los ojos y oídos de la selva cercana. Y ahí sí que ya nadie supo
qué hacer ni qué callar ni qué decir.
–¿ Y qué pasó con el ejército? ¿Se quedó en
el pueblo?
–Bueno hubiera sido, patrón. Pero no, ellos
andaban persiguiendo a los bandidos y ansí, luego de unas semanas se fueron en
la mismitica jorma en que llegaron y volvimos a quedar a merced de los chusmeros.
Y una semana después, esos malditos entraron al pueblo gritando y disparando y
acusándonos de ser sapos con el ejército y se llevaron a mi compadre Manuel y a
otros dizque para que confesaran. Yo me libré porque había ido al río a cargar
agua, pero igual me sentí morir al escuchar desde lejos sus gritos de dolor,
el llanto de las mujeres y niños, el repiqueteo de la metralla, y luego, ese
silencio de muerte que tan bien conocía y que lo envolvió todo como una
mortaja.
Oiga, patrón, no sé por qué se me hace que lo canso con estas historias. Tiene
usted cara como de cansancio. ¿No? Bueno, pues acomódese no más en la banca pero tenga cuidado
porque igualitica que yo ella también tiene una pata mala.
-–¡No, Leonel, no! No se trata de cansancio,
aunque tal vez sí. Tal vez es una especie de cansancio. Pero no me haga
caso. Cuénteme, fue ahí cuando empezaron a brotar, empezó ya usted a verlas?
–¡No, patrón, entoavía no! Pero fíjese que ahora que
lo pienso, quizá todo empezó a pasar cuando nuestra tierrita se convirtió en nuestra enemiga. Sí…mire uste, patrón, un día
cualquiera empezamos a caer uno tras otro en esa trampa mortal en que se
convirtieron nuestras parcelas sembradas ahora de un horror llamado quiebrapatas.
¡Arranca patas diría yo, patrón! ¡Arranca vidas! Allí muchos murieron hechos
mierda… perdón, patrón, pero es que así mismitico jue como murieron. Sí, así
murieron mis compadres el Eustaquio Ortiz y el Facundo Mejía y luego, mis
sobrinos Apolinar y Lucía, los hijitos de mi hermana Martha, y hasta un
guerrillo del que nunca supimos el nombre, también murió en medio desangrado en medio del campo; naide
se atrevió a ir por él a pesar de sus gritos y sus compañeros solo vinieron a
recogelo dos días después cuando ya huelía mal. ¡Qué mal huele la sangre
derramada, patrón! Otros, como el Manuel Rosero y el Felipe Villota, perdieron
las dos piernas, y otros, más afortunados, como yo y el Florencio Torres,
mediante la interjección de la Virgencita de Chiquinquirá que siempre cargo en
el cuello –mírela usted, patroncito– solo perdimos una. El doctorcito del
pueblo ende que me llevaron de urgencia dijo que esta tierra está ávida y
que por eso se apoderó tan temprana y vorazmente de mi sangre y de mi cuerpo.
Habla bonito el doctorcito. ¿No cree usted, patrón?
–Sí, Leonel, habla bonito. Y el ejército ¿No volvió por aquí?
–Sí, Leonel, habla bonito. Y el ejército ¿No volvió por aquí?
–Solo de paso, patroncito, solo de paso.
–Y entonces, Leonel, después de eso ¿qué pasó, las vio brotar?
–Entodavía no patrón, entoavía no. Pero otra cosa
sí pasó por aquellos días: un sonido desconocido hasta entonces para nosotros,
parecido como al de un moscardón arrecho, empezó a visitarnos todas las mañanas
¡El ruido de avionetas, patrón, dizque fumigando! Al principio, ¡brutos que
semos! lo tomamos como algo divertido y hasta nos burlábamos de las tales
avionetas; seguíamos en nuestras siembras como si nada, pero al poco, nos dimos
cuenta que nuestras hermosas maticas de coca empezaron a marchitarse y perdimos
los largos meses de siembra y comenzaron a ardernos los ojos y a salirnos
ampollas en todo el cuerpo y nos dio tos y dejamos de dormir y hasta de comer y
la desesperación y la angustia se adueñaron definitivamente deste pueblo. Y ahí
jue, patrón, cuando muchas gentes decidieron marcharse a la capital dejando
abandonada su tierrita… y a sus muertos.
–Entonces, quizá fue ahí, Leonel, ¿no cree usted?
–¿Quién puede saberlo, patrón? Aunque quizá no
fue entoavía ahí sino más bien en el invierno que siguió. Oiga, patrón,
perdone, que le insista, yo lo noto como agotado, debe estar
cansado desta conversadera, ¿no es verdad?
–No, Leonel, no. Oiga, ha comenzado a llover más
fuerte. ¿Siempre llueve así por aquí?
-–¡Esto no es nada, patrón! El año pasado no hubo
un día que no lloviera. Llovió hasta que los caminos se convirtieron en
arroyos y la montaña comenzó a derrumbarse. Con decirle que el rancho de mamá
Rosario, podrido en sus cimientos por esa humedad de los diablos que lo jue
pudriendo todo, se vino al suelo sepultándola. Y para
nuestra desgracia, la plantas de cacao, los platanales, los yucales, y hasta
las hermosas maticas de coca empezaron a ahogarse en medio de ese lodo turbio
en que se jueron convirtiendo nuestras parcelas. Y al final, como ocurrió con
los sembrados, a muchos los venció el dolor. Dejaron de sembrar. No se
puede luchar contra la naturaleza, contra los hombres… y hasta contra el mismo Dios.
Y entonces, otros también se decidieron a partir porque según decían,
quedarse aquí era igualitico que morir. Hicieron un viaje largo, patrón, hasta la capital. Allá, dizque los llaman desplazados.
Leonel, hace un alto en su relato. Las tinieblas
empiezan a cubrirlo todo. En la oscuridad, el monte cercano se torna siniestro;
el relato del campesino genera en Darío un temor premonitorio.
–Oiga, patrón ya casi se hizo de noche –dice
Leonel levantándose– Aguarde no más, mientras busco una vela,
no tenemos luz desde que esos condenados chusmeros dinamitaron la torre del
pueblo hace unos meses. A ver... sí aquí hay una. Así tenemos
aun cuando sea un poquito de claridad. Oiga, creo que ya le tocó quedase a
dormir aquí esta noche. Ya se va a ocultar el sol y no es bueno aventurarse por
estos caminos cuando dentra la oscuridá. Hágame caso, patrón, yo sé lo que le
digo. Quédese no más hasta mañana, así, de pronto puede platicar también con el
Venancio; Venancio Flórez, patrón, al que todos le decimos “profeta” porque
siempre está anunciando cosas malas; él sí que habla más, pero mucho más bonito
que yo, patrón, porque jue a la primaria en la ciudad y sabe leer y escribir.
Él puede contarle cómo jue que empezó todo.
–Ya veré, ya veré, Leonel. Oiga, según lo que
me ha contado, me doy cuenta de que tal vez nunca sepamos cuándo fue que
empezaron a nacer, pero, dígame, ¿por qué cree que nacieron esas flores aquí?
–No lo sé, patrón, no lo sé. Aun cuando a
veces cuando me da por recordar todo lo que nos ha pasado, se me figura
que ese color rojo sangre lo debería tener todo por aquí. Lo cierto es que sin
ninguna explicación en de pronto empezaron a aparecer por todas partes. Yo jui el
primero que las vio. Al principio, no se lo niego, me aculillé, el campo aquel
asemejaba como un inmenso lago de sangre; en de a veritas, patrón, que todo era
igualitico a una inmensa mancha de sangre. Después, vidé que lo que me parecía
sangre eran solo flores, muchas flores, las más hermosas y raras flores que
jamás había visto. Heliconias, patrón, unas flores que se dan silvestres por
aquí, pero estitas de una color y una forma que yo nunca había visto. Todo
mundo se admira, patrón. Las estamos vendiendo en la ciudad ¿Sabe usté, patrón?
A la gente de la ciudad, a la gente bien como usté les encantan, dicen que son
“exóticas”, sí, eso mesmo dicen. Y nos las compran toiticas. Han sido una
verdadera bendición para este pueblo. Pero lo mejor es que ahora el Venancio
está hablando con gente que sabe del negocio de flores, gente de la ciudad, y
dizque le han dicho que están interesados en vendérselas a los gringos. Que a
los gringos les encantará su bello color rojo sangre y que nos las pagarán
bien. ¿Usté qué cree, patroncito?
-–Que tal vez, el Venancio tenga razón,
Leonel. La verdad es que esas flores son muy raras y hermosas. Su color
ha despertado mucha curiosidad en todo el mundo, pero, ¿no teme que se
acabe la cosecha de un momento a otro?
–¡Noooo, patrón! ¡Primerito me muero yo! Las
condenadas escogieron bien onde brotar. Siguen y siguen brotando sin cesar. Esta tierrita es muy fértil y ha sido
bien abonada. Y como ve, patroncito, no pasa un día sin que se deje de
abonar. Mi mujer, la Casilda, dice que están malditas, pero son
pensamientos tontos. Ya sabe cómo son las mujeres. Siempre pensando en agüeros
y pendejadas. ¡Que dizque algo malo le va a pasar a este pueblo! ¿Qué opina
usté, patrón?
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