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sábado, 16 de enero de 2010

Quizá todo empezó cuando



Los cadáveres que sembraste en el jardín han empezado a florecer.

                                                                          Tomas Eliot







¡Apúrese, mijo! ¡El carro ya está por partir!



La mujer, una campesina todavía joven, de pequeña de estatura, delgada, piel trigueña, facciones finas y larga cabellera negra recogida en una trenza, apremia  con sus gestos y gritos al hombre que cojeando, se acerca sudoroso por el camino con su pesada carga:  un gran ramo de flores de un intenso color rojo casi negro.

Al pie de la cabaña una camioneta deteriorada que conoció en el pasado mejores días, tiene su cajón repleto de esas mismas flores. Varios campesinos de piel curtida por el sol, con ropas toscas, húmedas de sudor y de lluvia y botas de caucho cubiertas por el lodo que cubre los campos inundados, esperan expectantes al pie del vehículo. El hombrecillo de ojos pequeños y sagaces guarecido en la parte delantera, se frota las manos ante este nuevo cargamento.

Un sol tímido se asoma a lo lejos entre un corrillo de nubes. Toda la mañana cayó sobre la región una llovizna intermitente que no para desde hace varios meses y a la que han tenido que irse acostumbrando las gentes del lugar con esa estoica resignación campesina que comprende que el clima es algo que está más allá de su voluntad. 

Leonel, el campesino cojo, descarga con cuidado en la cajuela de la camioneta su cargamento de flores. Mientras el conductor arregla cuentas con cada campesino, el ayudante acomoda la carga y constata que todo esté sujeto. Poco después emprenden la marcha. 

Darío, el periodista llegado esa mañana de la capital, se protege  de la fina llovizna bajo el alero de la humilde morada y desde allí observa todo con interés. Quiere ser el primero en realizar la entrevista. Su crónica, está seguro, se hará merecedora a las felicitaciones del director de noticias del diario en que labora. Cuando la camioneta  y su florido cargamento se pierden en una curva del camino aborda decidido a Leonel.


–¿Cómo está usted, amigo? ¿Podemos conversar un momentico?

El campesino, se siente cohibido ante el visitante de la capital. Su experiencia le aconseja no confiar en nadie, pero aquel joven, de ojos vivaces y sonrisa afable le inspira confianza. "¿Qué puedo perder?", se pregunta.

–Cómo no, patrón, Leonel Tibaduiza, para servirle –dice con gesto amable extendiendo su mano,  y añade señalando el corredor de su vivienda– Disculpará no más la pobreza, patrón.

–No faltaba más– replica el periodista enfatizando sus palabras con un  gesto– Es usted muy amable, don Leonel. Me gustaría que me cuente cómo empezó todo, cuándo fue que estas flores empezaron a brotar. 

–Leonel, nada más,  para usted, patroncito. Pase, pase y  se asienta. 


Instalados ya en toscas bancas de madera en el corredor exterior de la vivienda y con el dejo cantarino propio de los hombres del campo y un dialecto que atropella graciosamente la lengua del famoso manco, Leonel, el campesino de fuertes brazos y mirada triste empieza su relato.

–Verá, patroncito, ¿cuándo empezó a pasar, cuando empezaron a brotar? De cierto no lo sé, porque de pronto de un día para otro todo cambió por aquí.  No me lo va a creer, pero hace solo unos años, esta era una vereda  tranquila donde nunca pasaba nada. Pobres hemos sido siempre, claro, pero en ese entonces teníamos sin saberlo, algo parecido a la felicidad. Entoavía no conocíamos el miedo. Criábamos en paz a nuestra familia y a nuestros animalitos, y regábamos nuestros sembraditos de yuca y de plátano solo con la lluviecita de los cielos. Pero en de pronto, un  aciago día, todo empezó a cambiar. De a poquito, casi sin darnos cuenta, esas montañas se fueron poblando de guerrilla. A veces los veíamos pasar por el camino; asemejaban con sus uniformes verdes y negros, el mismitico ejército, solo que ellos llevaban botas de caucho para internarse por esos lodazales. Somos gentes de paz, los saludábamos. Ellos apenas si hacían un movimiento de mala gana con la mano. Eran malacarudos y sin saber por qué, sin sospechar entoavía lo peligrosos que eran, empezamos a inquietarnos.


Y teníamos razón para inquietarnos patrón. Una de esas tardes luminosas de nuestro pueblo en la que el sol de los venados brillaba a lo lejos, así, más o menos como ahorita, atacaron nuestro pueblo. Todos los vecinos nos encontrábamos ajuera de nuestros ranchos conversando, riéndonos y jartándonos uno que otro aguardientito. Estábamos contentos… y en de pronto que esos tipos aparecen disparando y arriándonos la madre. Nos gritaron que ellos eran ahora la ley y empezaron a anotar nuestros nombres en un cuaderno y en luego se entraron casa por casa y se jartaron y se llevaron todo lo que se les antojó. Y nosotros empavoridos, sin atrevernos a protestar, sin saber qué hacer. Y cuando por fin se jueron, se jueron jalando también a nuestros mejores animalitos. Y no contentos entoavía mataron  de un machetazo al padrecito Sergio, el único, ¡pa’ qué le voy a mentir!, que tuvo el valor de reclamarles... Desde ese día todo cambió en este pueblo. Pero para mal, patrón. Para muy mal. Quizá, jue ahí, patrón, cuando sin darnos cuenta ellas empezaron a brotar.


Darío, el periodista acostumbrado a realizar emotivas entrevistas a lo largo y ancho del país percibe por la actitud y la angustia de aquel hombre sencillo que aquellos recuerdos le oprimen el corazón y que desea intensamente compartirlos con alguien. Sabe que no debe interrumpirlo porque de hacerlo rompería  el hilo conductor de sus pensamientos y se iría a pique la entrevista.  Guarda silencio.


–Aunque pensándolo bien patrón –continúa Leonel– quizá no jue entoavía ahí sino  una mañana, varias semanas después cuando volvieron a visitarnos los chusmeros para reclutar por la juerza a nuestros hijos y a nuestras hijas jóvenes. Algo de no creer. Esa vez se llevaron a mi hijo Segundo de solo catorce años, pero también a Gualberto, el hijo mayor de Segundo Quispe y a Floralia, de trece años, la hija de nuestra comadre Laura. En total se llevaron a siete de nuestros muchachos. Que dizque la “causa” los necesitaba. De nada valieron nuestras súplicas. Entoavía me parece ver el gesto asustado de mi hijo y sus ojos llenos de lágrimas. La Casilda no me dejó ir tras él. De haberlo hecho, no estaría contando esta historia, pero no crea, a veces pienso que hubiera sido mejor así. Con ellos, se internaron en la montaña. Se los llevaron, y en su lugar, nos dejaron la burla, la ausencia… y la tristeza más verracas. Cuando se perdieron en el monte supimos que ya no los volveríamos a ver. Y ansina ha sido. Desde ese día, todos en este pueblo empezamos a morir un poco.



Las últimas palabras del campesino, son apenas un susurro. Su mirada perdida en el vacío da cuenta de su tristeza. En tono amable, Darío vuelve a preguntarle:

 

 –Cuánto siento todo eso, Leonel, pero dígame,  ¿cree entonces que  fue en ese momento cuando empezaron a nacer?



Como volviendo de un sueño, el hombre sacude su cabeza y se frota los ojos humedecidos y con gesto entre ausente y vencido, retoma su relato.



–Quizá, patrón, quizá, aunque  ahora que lo pienso, quizá no fue entoavía ahí sino unas semanas después, cuando nos encontrábamos llorando nuestra desgracia y  como salidos del mismitico infierno llegaron los paracos. ¡Dizque para protegernos!¡Y les creímos! Tontos que semos, patroncito. Hasta que nos dimos cuenta que eran igualiticos que los otros. Toitico se lo jartaban; ninguna mujer estaba libre de sus mañas; pero lo que de verdad nos aterró fue cuando aserraron vivo al Isidro Cajamarca dizque porque una vez lo vieron dándole agua a los chusmeros. ¡Cómo no iba a darles! Lo aserraron allá lejos, en el monte, pero hasta aquí se oían sus gritos de dolor. Por esos días empezaron las refriegas entre guerrilla y paracos. Nuestro pueblo se convirtió en un verdadero infierno entre el ruido de las balas, los muertos de lado y lado, el ladrido desesperante de los perros ¡y el terror más ¡hijue puta! perdón, patroncito, pero es que en de veraz que no hay otra palabra para describile ese terror que se apoderó de nuestros días y de nuestras noches.


–Y qué pasó con los paracos, Leonel,  ¿se quedaron por aquí?



–¡Nooo, patrón! Dizque el gobierno les estaba dando plata a los que se rinsertaran y entregaran las armas. Que ni tan siquiera se los  iban a llevar presos. Eso se decía por acá y ha de haber sido verdad porque de un momento a otro así como vinieron se perdieron. No volvimos a saber de ellos. 

–Y entonces, Leonel, ¿fue ahí cuando empezó usted a verlas?

–Entoavía no, patrón. Entoavía no. Por ese tiempo fue que los chusmeros  nos enseñaron a cultivar las maticas de coca.  Algo fácil,  viera usted, patrón. Eran unas planticas fuertes y pegaban bien. Y claro, nos ilusionamos con esa pendejada. De a poquito a poquito juimos poblando de maticas de coca nuestras parcelas. Y las muy ladinas crecieron lindas y rozagantes con su lindo color verde agua. Y dejamos de sembrar la yuquita, el platanito  y se nos jue olvidando cómo sembrar la comidita porque ya solo queríamos sembrar coca y ya naide cultivaba nada en las fincas y entonces tuvimos que comprar en el pueblo hasta la yuca más infeliz y nos convertimos…, patrón, ¿ha oído hablar de los raspachines? Pues sí, nos convertimos en raspachines. Así jue como empezaron a llamarnos en el pueblo. Y gracias a eso,  tuvimos unos meses tranquilos, pero ya usted sabe, patrón que la dicha del pobre es corta. Un día cualquiera el ejército llegó a nuestra vereda; como dicen ustedes los estudiados, “de improviso”. Y no sabíamos si sentirnos contentos o asustados. Nos reunieron a toititos en la iglesia y nos advirtieron que nos llevarían presos si seguíamos sembrando coca y que “cuidadito con ayudar a la guerrilla”, que “cuántos eran, que ónde estaban…” Y nosotros asustados, ¡bien asustados! y sin saber qué responder, pero sintiendo todavía más temor de los ojos y oídos de la selva cercana. Y ahí sí que ya nadie supo qué hacer ni qué callar ni qué decir.

–¿ Y qué pasó con el ejército? ¿Se quedó en el pueblo?

–Bueno hubiera sido, patrón. Pero no, ellos andaban persiguiendo a los bandidos y ansí, luego de unas semanas se fueron en la mismitica jorma en que llegaron y volvimos a quedar a merced de los chusmeros. Y una semana después, esos malditos entraron al pueblo gritando y disparando y acusándonos de ser sapos con el ejército y se llevaron a mi compadre Manuel y a otros dizque para que confesaran. Yo me libré porque había ido al río a cargar agua, pero igual me sentí morir al escuchar desde lejos sus gritos de dolor, el llanto de las mujeres y niños, el repiqueteo de la metralla, y luego, ese silencio de muerte que tan bien conocía y que lo envolvió todo como una mortaja.

 Oiga, patrón, no sé por qué se me hace que lo canso con estas historias. Tiene usted cara como de cansancio. ¿No? Bueno, pues acomódese no más en la banca pero tenga cuidado porque igualitica que yo ella también tiene una pata mala.

-–¡No, Leonel, no! No se trata de cansancio, aunque tal vez sí. Tal vez es una especie de cansancio. Pero no  me haga caso. Cuénteme, fue ahí cuando empezaron  a brotar,  empezó ya usted  a verlas?

–¡No, patrón, entoavía no!  Pero fíjese que ahora  que lo pienso,  quizá todo empezó a pasar cuando nuestra tierrita se convirtió en nuestra enemiga.  Sí…mire uste, patrón,  un día cualquiera empezamos a caer uno tras otro en esa trampa mortal en que se convirtieron nuestras parcelas sembradas ahora de un horror llamado quiebrapatas. ¡Arranca patas diría yo, patrón! ¡Arranca vidas! Allí muchos murieron hechos mierda… perdón, patrón, pero es que así mismitico jue como murieron. Sí, así murieron mis compadres el Eustaquio Ortiz y el Facundo Mejía y luego, mis sobrinos Apolinar y Lucía, los hijitos de mi hermana Martha, y hasta un guerrillo del que nunca supimos el nombre, también murió en medio desangrado en medio del campo; naide se atrevió a ir por él a pesar de sus gritos y sus compañeros solo vinieron a recogelo dos días después cuando ya huelía mal. ¡Qué mal huele la sangre derramada, patrón! Otros, como el Manuel Rosero y el Felipe Villota, perdieron las dos piernas, y otros, más afortunados, como yo y el Florencio Torres, mediante la interjección de la Virgencita de Chiquinquirá que siempre cargo en el cuello –mírela usted, patroncito– solo perdimos una. El doctorcito del pueblo ende que me llevaron de urgencia dijo que esta tierra  está ávida y que por eso se apoderó tan temprana y vorazmente de mi sangre y de mi cuerpo. Habla bonito el doctorcito. ¿No cree usted, patrón?

–Sí, Leonel, habla bonito. Y el ejército ¿No volvió por aquí?

–Solo de paso, patroncito, solo de paso.

–Y entonces, Leonel, después de eso ¿qué pasó, las vio brotar?

–Entodavía no patrón, entoavía no. Pero otra cosa sí pasó por aquellos días: un sonido desconocido hasta entonces para nosotros, parecido como al de un moscardón arrecho, empezó a visitarnos todas las mañanas ¡El ruido de avionetas, patrón, dizque fumigando! Al principio, ¡brutos que semos! lo tomamos como algo divertido y hasta nos burlábamos de las tales avionetas; seguíamos en nuestras siembras como si nada, pero al poco, nos dimos cuenta que nuestras hermosas maticas de coca empezaron a marchitarse y perdimos los largos meses de siembra y comenzaron a ardernos los ojos y a salirnos ampollas en todo el cuerpo y nos dio tos y dejamos de dormir y hasta de comer y la desesperación y la angustia se adueñaron definitivamente deste pueblo. Y ahí jue, patrón, cuando muchas gentes decidieron marcharse a la capital dejando abandonada su tierrita… y a sus muertos.

–Entonces, quizá  fue ahí, Leonel, ¿no cree usted? 


–¿Quién puede saberlo, patrón?  Aunque  quizá no fue entoavía ahí sino más bien en el invierno que siguió. Oiga, patrón,  perdone,  que le insista,  yo lo noto como agotado,  debe estar cansado desta conversadera, ¿no es verdad?

–No, Leonel, no. Oiga, ha comenzado a llover más fuerte. ¿Siempre llueve así por aquí?

-–¡Esto no es nada, patrón! El año pasado no hubo un día que no lloviera. Llovió hasta que los  caminos se convirtieron en arroyos y la montaña comenzó a derrumbarse. Con decirle que el rancho de mamá Rosario, podrido en sus cimientos por esa humedad de los diablos que lo jue pudriendo todo,  se vino al suelo sepultándola. Y para nuestra desgracia, la plantas de cacao, los platanales, los yucales, y hasta las hermosas maticas de coca empezaron a ahogarse en medio de ese lodo turbio en que se jueron  convirtiendo nuestras parcelas.  Y al final, como ocurrió con los sembrados, a muchos  los venció el dolor. Dejaron de sembrar. No se puede  luchar contra la naturaleza, contra los hombres… y hasta contra el mismo Dios. Y entonces,  otros también  se decidieron a partir  porque según decían,  quedarse aquí era igualitico que morir. Hicieron un viaje largo, patrón, hasta la capital. Allá,  dizque los llaman desplazados. 

Leonel, hace un alto en su relato. Las tinieblas empiezan a cubrirlo todo. En la oscuridad, el monte cercano se torna siniestro; el relato del campesino genera en Darío un temor premonitorio.

–Oiga, patrón ya casi se hizo de noche –dice  Leonel levantándose– Aguarde no más, mientras busco una vela, no tenemos luz desde que esos condenados chusmeros dinamitaron la torre del pueblo hace unos meses. A ver...  sí aquí hay una.  Así  tenemos aun cuando sea un poquito de claridad. Oiga, creo que ya le tocó quedase a dormir aquí esta noche. Ya se va a ocultar el sol y no es bueno aventurarse por estos caminos cuando dentra la oscuridá. Hágame caso, patrón, yo sé lo que le digo. Quédese no más hasta mañana, así, de pronto puede platicar también con el Venancio; Venancio Flórez, patrón, al que todos le decimos “profeta” porque siempre está anunciando cosas malas; él sí que habla más, pero mucho más bonito que yo, patrón, porque jue a la primaria en la ciudad y sabe leer y escribir. Él puede contarle cómo jue que empezó todo. 

–Ya veré, ya veré, Leonel.  Oiga, según lo que me ha contado,  me doy cuenta de que tal vez nunca sepamos cuándo fue que empezaron a nacer, pero, dígame, ¿por qué cree que nacieron esas flores aquí?

–No lo sé, patrón, no lo sé.  Aun cuando a veces cuando me da por recordar todo lo que nos ha pasado,  se me figura que ese color rojo sangre lo debería tener todo por aquí. Lo cierto es que sin ninguna explicación en de pronto empezaron a aparecer por todas partes. Yo jui el primero que las vio. Al principio, no se lo niego, me aculillé, el campo aquel asemejaba como un inmenso lago de sangre; en de a veritas, patrón, que todo era igualitico a una inmensa mancha de sangre. Después, vidé que lo que me parecía sangre eran solo flores, muchas flores, las más hermosas y raras flores que jamás había visto. Heliconias, patrón, unas flores que se dan silvestres por aquí, pero estitas de una color y una forma que yo nunca había visto. Todo mundo se admira, patrón. Las estamos vendiendo en la ciudad ¿Sabe usté, patrón? A la gente de la ciudad, a la gente bien como usté les encantan, dicen que son “exóticas”, sí, eso mesmo dicen. Y nos las compran toiticas. Han sido una verdadera bendición para este pueblo. Pero lo mejor es que ahora el Venancio está hablando con gente que sabe del negocio de flores, gente de la ciudad, y dizque le han dicho que están interesados en vendérselas a los gringos. Que a los gringos les encantará su bello color rojo sangre y que nos las pagarán bien. ¿Usté qué cree, patroncito?

-–Que tal vez, el Venancio tenga razón,  Leonel. La verdad es que esas flores  son muy raras y hermosas. Su color ha despertado mucha curiosidad en todo el mundo, pero,  ¿no teme que se acabe la cosecha de un momento a otro?

–¡Noooo, patrón! ¡Primerito me muero yo! Las condenadas escogieron bien onde brotar. Siguen y siguen brotando sin cesar. Esta tierrita es muy fértil y ha sido bien abonada. Y como ve, patroncito, no pasa un día sin que se deje de abonar.  Mi mujer, la Casilda, dice que están malditas, pero son pensamientos tontos. Ya sabe cómo son las mujeres. Siempre pensando en agüeros y pendejadas. ¡Que dizque algo malo le va a pasar a este pueblo! ¿Qué opina usté, patrón?


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Encuentro en el Samar




Encuentro en el Samar

Leonor María Fernández Riva

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Viajero, si al atravesar el Sahara pasas por la aldea de Abu Zaid detente a escuchar junto al samar y bajo la radiante luz de Al Nair los subyugadores versos del poeta de las estrellas.


Lentamente, al paso largo y cadencioso de los camellos, la caravana emprendió su marcha. Abu Zaid la contempló intensamente hasta que se convirtió en un manchón oscuro que fue desvaneciéndose entre las dunas de arena. Entró entonces a su humilde tienda y buscó su tesoro. Arrobado, observó el extraño objeto. Esa mañana se había desprendido de su única pertenencia de valor, pero no sentía pesadumbre; todo lo contrario, una inmensa alegría desbordaba su alma.

Abu Zaid as Saruyi experimentó siempre una intensa fascinación por esos cuerpos celestes que titilaban a lo lejos y que él amaba desde niño. Compartir con sus hermanos la música de la palabra y hablarles de esos radiantes habitantes de la noche era la razón de su vida. El pozo, convertido cada noche en samar, daba cobijo no solo a su pueblo sino también a muchos visitantes que acudían de otros poblados a escuchar sus qasida o macaamas, poemas que tenían fama de trocar en mágicas y bellas las existencias de quienes los oían, por más grises y ordinarias que fueran sus vidas.

Pero en esta ocasión no fue Abu Zaid quien pobló la noche de historias y leyendas. Otro fue esta vez el protagonista. Acuclillado junto al fuego y compartiendo los jugosos rottab con el viajero de ojos azules y poblada barba, Zaid escuchó de sus labios historias perturbadoras de otros pueblos, de otras culturas.

El extranjero llegado de tierras remotas, alto y espigado, de facciones bellas y regulares, cabello negro y ojos bondadosos, despertó entre aquellas gentes sencillas una ingenua pero ardiente curiosidad. Esa mañana, al llegar la caravana procedente de las costas de Túnez en el mar Mediterráneo, Marco, que tal era su nombre, fue recibido por Sulayman, el patriarca de la aldea, con la proverbial hospitalidad del desierto.

Superado el recelo que despertó inicialmente su presencia, hombres, mujeres y niños le rodearon con una admiración rayana en la impertinencia. Todos deseaban tocar sus extrañas ropas, olerle, escucharle. Marco les dejó hacer con gran condescendencia. Y esa noche, una noche radiante de luna llena, la aldea toda se reunió en el samar alrededor de la fogata que amortiguaba el intenso frío en que se había convertido el ardiente calor del mediodía.

En el dialecto bereber de los tuareg y con una entonación profunda y musical, Marco fue narrando historias fascinantes de su país, un lugar muy lejano, de verdes montañas, ríos caudalosos y lluvias constantes. Con un dejo de nostalgia describió la ciudad que lo vio nacer, construida sobre el agua, donde pintorescos botes hacían las veces de camellos para dirigirse de un lugar a otro y donde habitaban seres como él, de barba tupida y ojos claros, y mujeres hermosas, cuyos rostros podían observarse sin velos aun a la luz del día.

Habló de leyendas y aventuras surgidas en el laberinto enmarañado de sus calles, y se emocionó al describir los grandes barcos anclados en sus muelles repletos con mercancías asombrosas traídas de las más remotas regiones de la Tierra. La incredulidad y la fascinación colmaban los corazones. Pero al paso de las horas el cansancio fue venciendo a aquellos pastores acostumbrados a recogerse con la llegada de las tinieblas y despertarse con los primeros rayos del sol. Los párpados empezaron a entrecerrarse. Poco a poco, fueron retirándose a sus tiendas.

Al lado de la fogata, ya casi en ascuas, quedaron solamente Marco y Abu Zaid. Desde el primer momento surgió entre estos dos hombres tan diferentes y distantes, una corriente de simpatía. La luna llena -en todo su esplendor- dibujaba en la arena y en las hojas de las palmeras visos iridiscentes. Era la hora de la reflexión, de la confidencia. Durante unos momentos guardaron silencio.

Luego, aquel hombre joven de origen lejano abrió su corazón al bardo del desierto y le habló con pasión de sus anhelos, de su ansia por conocer otras civilizaciones, por internarse más y más en el mar y llegar hasta donde nadie había llegado; de descubrir otros mundos misteriosos e ignotos, poblados por hombres y mujeres de ojos rasgados; lugares prodigiosos que presentía y que ya había visto en medio de sus sueños. Hablaba con vehemencia, con la determinación de quien está seguro de que se cumplirá lo que anhela. Y oyéndole, Abu Zaid confirmó algo que siempre había sospechado: el mundo no eran solo esas dunas de arena que rodeaban su aldea, ni los oasis cercanos, ni las palmeras enhiestas como doncellas, y ni siquiera las grandes ciudades a las que había viajado con su padre cuando niño; existían otras realidades lejanas y sorprendentes. Marco calló, y sus ojos se detuvieron pensativos en las chispas que todavía brotaban de la casi extinguida fogata.

Abu Zaid tomó entonces la palabra y describió con inmensa ternura la maravilla que representaba para los amazig, los hombres libres del desierto, el néctar encerrado en los rottab, los dátiles que extraían la dulzura de la arena para convertirla en ambrosía para su pueblo; de un elíxir llamado café, bebida oscura y prodigiosa que despertaba los sentidos y tornaba claros los enigmas y los más complicados números; de los briosos caballos que su pueblo cuidaba como a su propia vida y a los que los amazig destinaban preciosas eras de tierra fértil; del milagro constante de los oasis y los pozos inextinguibles del desierto… del amor por su joven esposa, de la muerte y de su poder infinito de ausencia; de su soledad… y del inenarrable consuelo que había deparado a su vida la contemplación de las estrellas.

Sí. Abu Zaid compartió con el viajero la ansiedad indescriptible que lo embargaba en las noches por observar el infinito y viajar con la mirada y con la imaginación hasta esos mundos lejanos y titilantes. Y así, de manera fortuita, Marco supo que los dos compartían la misma fascinación, el mismo embrujo por la bóveda celeste. Compararon los nombres que cada uno daba a las constelaciones y descubrieron llenos de gozo que lo que para Marco era “El brazo derecho de Cefeo” era para Abu Zaid “El Draa El Imm”; “El Camello”, “Al Fanik”; " El Cabrito”, “El Yedi”; “Casiopea”, “Aldermarin” ; “La Liebre”, “Ameb”…

Emocionado cual un niño, Abu Zaid señalaba uno a uno en el cielo los astros que tan bien conocía. En determinado momento y sin pronunciar palabra, Marco se levantó y se acercó hasta el pequeño baúl en el que guardaba sus pocas pertenencias, lo abrió y ante la sorpresa de Zaid extrajo un objeto de bronce de forma circular.

–Observa este instrumento -le dijo, entregándoselo con una sonrisa. Un tanto indeciso, Abu Zaid lo tomó entre sus manos y reparó curioso en el complicado entramado de piezas en su superficie. Marco lo contemplaba divertido.

–Lo que tienes en tus manos es un astrolabio -le explicó- su nombre significa “buscador de estrellas” y se usa para localizar la posición y altitud de los astros. Un mecanismo para medir el cielo. Me lo obsequió el prior de un convento de mi ciudad, agradecido por la narración que le hice durante varios días de mis aventuras en lo que ellos llaman la Tierra Santa. Pero no quiero cansarte con esa historia ni tampoco engañarte; éste no es un invento de mi civilización sino de la tuya.

Enseguida, Marco se acomodó junto a Zaid y se dispuso a enseñarle el complicado mecanismo. Primero fue nombrándole las diferentes piezas: el tímpano, la madre, la araña, la eclíptica, la esfera armillar, la esfera celeste, el ángulo horario sideral… Luego, pacientemente, fue adiestrándolo en su manejo.

Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Abu Zaid descubrió que con aquel artefacto prodigioso podía localizar la medida de altitud de una estrella sobre el horizonte y que sin modificar la posición de la “araña” podía leer su acimut verdadero como también el de cualquier astro que se encontrara en ese momento sobre la línea del horizonte… Y Zaid no pudo ya desprenderse en toda la velada de aquel portento.

La brisa helada de la madrugada hizo estremecer a los dos hombres. Hacía rato ya que el fuego se había apagado. En el hogar solo quedaban pavesas. Como saliendo de un embrujo volvieron a la realidad. Dentro de poco la aurora, con su meridiana claridad, borraría los mapas celestiales. Abu Zaid se levantó para dar las buenas noches a su amigo.

–Discúlpame. No me di cuenta del paso de las horas. Masa el nur (que tu noche esté llena de luz) -le dijo, agradecido, a Marco extendiéndole el astrolabio. Y añadió desolado-: Mañana te irás.

Marco, el comerciante de mil caminos, diestro en el arte de conocer el corazón y los deseos de sus semejantes, percibió en ese instante la insondable tristeza de aquel hombre del desierto cuya única felicidad consistía en observar el firmamento. En un impulso irreprimible apretó el curioso instrumento entre las manos de Abu Zaid diciéndole con una sonrisa:

–Quiero que lo conserves. Creo que las estrellas están más cerca de ti que de mí y que a ti te llega más su luz. – Y viendo que Abu Zaid oponía resistencia, añadió -No te preocupes, podré reponerlo en mi nuevo destino. Ese es el motivo de este viaje. Masa el nur para ti, querido amigo.

Presos de una profunda emoción, se abrazaron en silencio. Horas más tarde, antes de que la caravana reemprendiera su marcha, los dos amigos se encontraron y se desearon buena suerte. Abu Zaid as Saruyi abrazó con gran afecto al que ya consideraba un hermano.

Assalam alikum, que la paz de Alá sea contigo –dijo el amazig, tomando la mano de Marco entre sus dos manos y colocando en ella el anj de marfil y esmeraldas, precioso amuleto egipcio en forma de cruz ansada, obsequio de un beduino misterioso que alguna vez escuchó sus poesías. Y agregó con voz solemne: - Que la gloria y la inmortalidad sean tus compañeras, Marco. No te desprendas nunca de este amuleto. Quien me lo dio me aseguró que el que lo porte hará realidad sus sueños y alcanzará la gloria y la inmortalidad.

Assalam alikum, hermano. No dejes de contemplar las estrellas; aunque la tierra nos separe, el cielo nos unirá.

No volverían a encontrarse. Marco continuaría su periplo a través del desierto visitando pueblos perdidos en el mapa hasta llegar a la costa de Libia en el Mediterráneo. Era un comerciante, pero sobre todo un marino, y su alma navegaba ya por mares ignotos hacia mundos lejanos y sorprendentes. Nunca regresaría al Sahara. Pero ni él ni Abu Zaid olvidarían jamás ese encuentro fugaz junto al samar.

Pasaron los años. La vida para el pastor del desierto continuó casi inmutable entre ese océano infinito de arena y ese otro, no menos infinito, poblado de estrellas que nunca se cansó de contemplar. Envejeció, y sus versos cual dulcísimos rottab se convirtieron para todos quienes le oían en ambrosía para el alma.

Cuentan que al momento de su muerte una gran sonrisa iluminó su cara. Abu Zaid parecía percibir algo que nadie más podía ver. Con voz apenas inteligible se le oyó murmurar: “Masa el nur , querido amigo”. De acuerdo con sus deseos fue enterrado junto a ese entrañable objeto de bronce que lo acompañó cada noche en el samar a lo largo de su existencia.

Lo que sucedió luego es difícil de explicar. ¿Fue solo la imaginación de ese pueblo nómada enseñado a contemplar el firmamento cada atardecer, o realmente aconteció? Lo cierto es, que al día siguiente del fallecimiento de Abu Zaid una nueva estrella iluminó las noches del desierto. Una estrella que desde entonces se conoce con el nombre de Al Nair, La Brillante. A partir de ese momento, Abu Zaid, el poeta de las estrellas, se convirtió para los amazig en una de sus más entrañables leyendas.



Leonor Fernández Riva

Este es un regalo para mis lectores:  Esta bellísima melodía. No dejen de escucharla.


                               En un mercado Persa




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