El último conjuro
Leonor María Fernández Riva
Villa Encantada, una tranquila población de corte medieval conformada por sobrias y espaciosas viviendas unidas por callejuelas adoquinadas y variedad de pasajes y recovecos secretos, se había ido transformando al paso del tiempo en una ciudad activa y moderna.
Ante la demanda de nuevas tierras para construir, el extenso bosque natural que la circundaba fue poco a poco reduciéndose hasta quedar simplemente convertido en una gran mancha verde a las afueras de la ciudad.
Con la llegada del progreso, muchas
costumbres tradicionales desaparecieron para dar surgimiento a otras
nuevas. Se tornó ya raro ver a los ciervos atravesar
desprevenidos las calles o a las bandadas de patos y loras salvajes cruzar el
cielo en alegre algarabía o a los búhos emitir en las noches desde las
cornisas de las edificaciones sus peculiares graznidos, y se hizo en cambio habitual escuchar el claxón insistente de los automóviles, la constante llegada
de nuevos residentes, la construcción de modernas urbanizaciones y la continua instalación de negocios y fábricas.
Los pobladores de la antes apacible villa, debieron adaptarse, sin otra opción, a su nueva realidad y a los cambios y novedades que día por día ésta les generaba. Y quizá fue por esta razón que aceptaron también como algo natural la presencia de Allfi, un
personaje singular que de un momento a otro apareció en el lugar.
Debido tal vez a su peculiar aspecto,
Allfi, como empezó a ser conocido por todos en la ciudad, había escogido para
vivir un lugar situado en lo más profundo del bosque en donde al parecer se sentía protegido
de la curiosidad de la gente. Y así ocurrió efectivamente, hasta el momento en que la ciudad
llegó también hasta su choza, y ésta pasó a formar parte del área poblada.
Pequeño, muy pequeño, Allfi apenas si llegaba a los setenta centímetros
de estatura, cuerpo enjuto, piernas cortas y brazos pequeños y delgados que
terminaban en unas manos muy grandes de uñas largas y descuidadas, rostro
alargado, cruzado por diminutas arrugas, nariz pronunciada, labios delgados,
ojos pequeños y vivaces custodiados por unas cejas pobladas y una larga y
espesa barba rojiza en la que ya se percibían algunas canas, su aspecto era en verdad
singular.
Al parecer no tenía parientes ni
amigos y era evidente que tampoco le atraía entablar amistad con nadie. Al
verlo tan solitario e inerme, sus vecinos más cercanos experimentaban por él un
sentimiento de conmiseración, pero no podían hacer nada ante la especie de
barrera virtual que Allfi interponía entre él y el resto del mundo.
Sus costumbres y su manera de ser eran
tan singulares como su apariencia. Resultaba por demás curioso constatar que a
pesar de su edad -la cual debía ser considerable- continuaba observando con ojos
ladinos a las jóvenes del pueblo; algo que a algunas personas les hacía gracia y
a otras les resultaba inquietante.
Varios moradores contaban también que
al pasar frente a su choza lo habían escuchado repetir exaltado palabras
ininteligibles; vocablos en los que insistía alterado una y otra vez como
tratando de recordar algo muy importante que ya había olvidado
Parecía tener un gran amor por la
naturaleza y gozar de un don especial para cultivar las plantas y las flores;
su pequeño huerto, florecido y cargado de frutos, era la envidia de toda la
población.
Quienes por algún motivo se internaban en el
bosque solían observarlo pasar horas enteras recostado junto a una de las
centenarias encinas tal como si estuviera conversando con ella. No poco estupor
causó también entre las gentes del lugar verlo prorrumpir en llanto cuando en
cierta ocasión debió sacrificarse un vetusto roble cuyas deterioradas raíces lo
convertían en un peligro para los transeúntes. Todas estas cosas hacían que
Allfi fuera visto como un ser un tanto extraño, pero digno más que nada de
lástima por su edad y sobre todo, por su soledad.
No obstante, la conmiseración que
aquel patético personaje despertaba en las buenas personas del lugar quizá se
habría convertido en sobresalto y temor si hubiesen conocido que el pasado de
Allfi estuvo también muy ligado al pasado de aquella población.
Prácticamente todos en el lugar
desconocían ya que aquel tupido bosque milenario en medio del cual se
encontraba Villa Encantada, estuvo alguna vez poblado de elfos, hadas y gnomos
y que de allí surgió el nombre del lugar cuyo origen luego se fue perdiendo
entre la bruma del tiempo.
Allfi hizo parte de una comunidad de
gnomos que habitaron el interior de los inmensos árboles del antiguo bosque.
Sus voces, sus risas y sus cantos fueron escuchados con sobresalto por los
pocos pobladores que antaño se arriesgaron a transitar durante la noche por los oscuros senderos del
bosque.
Con los relatos de aquellas vivencias
se fue conformando alrededor de la tupida fronda de Villa Encantada, una
leyenda de misterio que duró muchos años. Pero el progreso, con sus calles
pavimentadas, sus construcciones de ladrillo y cemento, la electricidad y los
autos modernos que relegaron para siempre las antiguas carretas de caballos, tornaron
incrédulos a sus habitantes y las antiguas leyendas poco a poco fueron
olvidadas.
Como es sabido, cuando se deja de creer en algo, ese algo tiende a desaparecer y eso fue lo que aconteció con los elfos, las hadas, los duendes y otros espíritus
elementales que poblaron durante siglos a Villa Encantada. Cuando esas
entidades dejaron de vivir en la mente
de las gentes, desaparecieron para siempre del lugar como si nunca hubiesen
existido.
Al contrario de lo que ocurrió con
ellas, Allfi continuó viviendo en medio del bosque que siempre había sido su
hogar. No fue la suya una elección voluntaria; algo muy trágico le había
ocurrido: había perdido su memoria.
Por más que se empecinaba en
recordar, no lograba rememorar los antiguos conjuros y sortilegios. Carecía ya
de la capacidad de viajar con sus hechizos a otros espacios, de
encumbrarse hasta lo más alto de los árboles, de hacer maldades a los humanos,
de esconderles objetos, de asustarlos y de enamorar y secuestrar a sus
doncellas más hermosas.
Viéndose imposibilitado para ejercer
sus antiguos hechizos y con la esperanza de que de un momento a otro la ansiada
memoria volviera a su mente continuó su vida en solitario hasta que los hombres
y sus viviendas llegaron también hasta su refugio.
Aceptó aquella circunstancia como
algo inevitable procurando compartir lo menos posible con sus vecinos humanos a
la espera de que un día cercano su mente volviera a recordar. Cada día se
adentraba hasta lo profundo del bosque aún existente para permanecer durante
horas al pie del tronco de la vieja encina contándole sus cuitas. La encina
comprendía bien la angustia del gnomo solitario, pues ella también se había ido
quedando sola al caer muchas de sus hermanas bajo la sierra de los leñadores.
Ambos hablaban el mismo lenguaje.
A pesar de su aspecto y de sus
extrañas costumbres, nadie relacionó nunca a Allfi con los seres de la fronda
que según la leyenda algún día poblaron el lugar. Había pasado ya mucho tiempo
desde aquellos lejanos días y creer en esos mitos en la era moderna resultaba
del todo inconcebible; el solo hecho de pensar que podía existir algo de cierto
en aquellas leyendas del pasado era por demás ridículo. Allfi era tan solo un
enano anciano, huraño y de no muy buen genio. Nada más.
Lo que no podían imaginarse aquellas
buenas gentes es que las leyendas encierran en el fondo muchas verdades y que
no se debe descartar del todo ni siquiera a las más inverosímiles.
Allfi, el gnomo, tenía ciertamente
muchos, muchos años. ¿Cuántos? Ni él mismo lo sabía. Tampoco podía explicarse
por qué seguía todavía allí. La única respuesta era que había olvidado cómo
marcharse. Cuando desaparecieron las otras entidades de la fronda él también
debió desaparecer, pero había olvidado cómo hacerlo. No tenía ya en sus
manos el poder para desaparecer y trasladarse a otros espacios.
“Es preciso recordar, tengo que
recordar”, se repetía a diario anhelante una y otra vez.
Sabía que los seres elementales como
él tenían la propiedad de ser inmortales, pero sabía también que al
haber mantenido demasiado contacto con los seres humanos tal vez ya había perdido
esa cualidad. Sin embargo, esa idea ya no revestía importancia para él, pues al
no estar entre los suyos había perdido el deseo de vivir.
Una noche de luna llena en la que se
sintió extrañamente débil presintió que su fin estaba cercano. Salió de su
choza sin importarle cerrar la puerta y se dirigió con pasos vacilantes hasta
lo más espeso del bosque. Allí, junto a la encina que había sido su confidente
durante todos esos años de soledad, empezó a formular con vehemencia, con
ansiedad, los conjuros que llegaban a su mente:
"Fuerzas de la Tierra, del
Aire, del Agua, y del Fuego, Hadas, Gnomos, Elfos, Delfos, Xanas y
Ondinas, habitantes del bosque: fulla xemenia amunt. En
l,aire, fulla; demonios, trasgos y
diablos, espíritus de los campos nevados, cuervos negros y
meigas, hechizos de las adivinas, almas de la Santa Campaña, alimañas, mal
de ojo, negros presagios, sueños de muertos, truenos y rayos... rayos y
centellas...
Las fuerzas lo abandonaban más y más
a cada momento, pero seguía repitiendo anhelante una y otra vez los conjuros
que llegaban a su memoria, cambiando una que otra palabra, una que otra letra
en el anhelo desesperado por dar con la fórmula correcta que le permitiera
morir como un gnomo.
Al día siguiente alguien pasó frente
a su choza y se extrañó al ver su puerta entreabierta, algo que nunca había
ocurrido. Lo llamó y al no obtener respuesta avisó en el pueblo. Preocupados,
empezaron a buscarlo. A pesar de su aspecto huraño, "el buen Allfi", como
era conocido por todos en la villa, despertaba compasión y simpatía.
Al no encontrarlo en su choza
procedieron a buscarlo por los alrededores y por último se dirigieron a lo
profundo del bosque hasta la inmensa encina en la que varias veces lo habían
visto dormitar. Tampoco allí lo encontraron, pero cuál no sería su sorpresa
cuando al disponerse a abandonar la búsqueda, desconcertados por su
desaparición, lo divisaron recostado en lo más alto de la encina a muchos
metros del suelo. Parecía estar durmiendo, pues su rostro se veía plácido y
sereno, pero cuando luego de muchas peripecias lograron llegar hasta él,
cayeron en la cuenta de que estaba sin vida.
“¿Cómo pudo llegar hasta un lugar tan
inaccesible?", se preguntaban. Aquella era una proeza del todo imposible
para cualquier ser humano, máxime para alguien de la avanzada edad de Allfi. Algo por completo inexplicable.
Sí, aquello era algo inexplicable, algo
imposible de realizar para un ser humano, pero, claro, aquellas buenas gentes
no podían saber que Allfi no era humano y que al fin, después de tanto
intentarlo, uno de sus conjuros resultó correcto.
Leonor María Fernández Riva
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