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jueves, 8 de septiembre de 2011

La cita fallida



La cita fallida

Leonor Fernández Riva

Se levantó temprano y arregló prolija el apartamento. Quería que todo estuviera ordenado, bonito.  Fue luego hasta el mercado para comprar los ingredientes del plato que quería prepararle.  Al regreso, con lo poco que le quedaba de dinero, compró flores.

Guisó con esmero.  El tiempo corría aprisa. Ya eran las dos de la tarde. ¡Faltaban solo tres horas para que llegara! Se bañó despacio, acariciando sensualmente su cuerpo. Lavó su cabello y lo frotó con esencia de sándalo para tenerlo fragante.  Estaba ansiosa. Aquel hombre  había tenido la virtud de despertar de nuevo en ella un anhelo que ya creía perdido para siempre. 

  Y empezó a correr el tiempo: las tres, las cuatro, las cinco de la tarde. Algo pasaba. No llegaba, no llamaba. Se negaba a creer  que  eso le estuviera pasando de nuevo. Lo llamó al celular, pero su llamada pasaba a buzón. Angustiada, le  dejó un mensaje. Cuando ya eran las 5 y media  de la tarde volvió a llamarlo.  Nada. La espera se le hacía eterna. No sabía qué hacer. Prendía el equipo de sonido,  lo apagaba. Acudía a la cocina, se aplicaba de nuevo perfume, se veía en el espejo.Y  llegaron  las ocho de la noche. 


Y entonces supo que ya no vendría. 

Una sensación de impotencia la embargó. Había planificado cada minuto de ese día pero como había sucedido siempre  en su vida muchas cosas escapaban a su control.

En su  mente empezó a asociar ausencias y  disculpas. La  decepción, la sensación de burla fueron esta vez  más brutales.  Sintió que todo se desdibujaba a su alrededor. Aquella noche repicó en el alma de Stephanie la última hora de la paciencia. Con  paso vacilante salió a la calle y caminó hasta  el viejo puente.  

Permaneció allí largo rato, flotando entre los vientos cortantes de la vida y de la muerte. Para morir le faltaba esa decisión total, indispensable de una desesperación sin ventanas. Para seguir viviendo carecía de voluntad y de esperanza. Las luces sobre el agua le hacían guiños amistosos. Solo la detenía el temor, el infantil temor de las aguas heladas. Su carne triste se estremecía ante la sensación de ese contacto que ella no había experimentado jamás. Cerró los ojos, tenía que hacerlo.

Una mano robusta la detuvo casi en el aire cuando ya el débil cuerpo se vencía sobre la borda. Oyó su propio grito ahogado antes de caer en un vacío tibio y espeso como hecho de su propia sangre.

Se despierta ahora sobre un lecho mullido, tonificada por unas gotas de aguardiente. Entreabre los párpados débilmente. Sobre la mesa de noche humea una sopa caliente. Frente a ella, un hombre de aspecto vigoroso la contempla. Su conciencia se pierde en un mar de sombras confusas.  Los sorbos cálidos a los que se mezcla el calor tibio del aguardiente, reconfortan su voluntad de muerte. Sabe que ha fallado. Una voz obsesiva resuena  entonces  en su alma: "Otra vez será... otra vez será...otra vez será...".

El sol empieza  a ponerse con su luz crepuscular. Desde la pequeña ventana de su alcoba, una mujer madura contempla pensativa la noche que llega  con su profundidad transparente.  La luna, con su difuso resplandor,  envuelve con su  redonda placidez los perfiles agudos de los tejados. A lo lejos maúllan los gatos noctámbulos persiguiéndose por las pizarras inclinadas. El susurro del río llega hasta ella transportado por  el acústico silencio de la noche. Imperceptiblemente,   vuelve a ella el recuerdo lejano  de una quimera de muerte voluntaria que la cotidianidad absorbente y primaria de la vida dejó atrás.


Sus ojos recorren la estancia rincón por rincón, objeto por objeto. La oscuridad y el silencio gravitan en su alma como una densa nube. Del subsuelo de los recuerdos  se elevan como volutas de incensario, pecaminosas sugestiones de otros días.




La respiración fatigosa del hombre dormido  la hace volver a la realidad. Toda su vida está ahora arraigada a  ese ser que hace ya tantos años al salvarla de la muerte, la amarró a su vida.



Nunca volvió a intentarlo. Una temblorosa cobardía se arremolinó en su alma al paso de los días.  El peso absorbente de la vida con su carga de  sentimientos, de hechos triviales, dolorosos y rutinarios triunfó sobre el deseo de morir. Con pasmosa lucidez, percibe ahora que la cotidianidad de una existencia no siempre feliz ni gratificante le ha devuelto sin embargo, el deseo de vivir. Que ya más nunca por voluntad propia volverá a intentarlo. Que aquella fue solamente una quimera de juventud;  una cita fallida con la muerte. Que esta vez, y para siempre,  le ha dicho sí de forma incondicional a la vida. 








 


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