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domingo, 22 de julio de 2018

LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD




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La búsqueda de la felicidad

Sentada en las gradas,  afuera del monasterio, dejó que su respiración se acompasara. El paso del tiempo era inclemente.  Ya no podía caminar sin esfuerzo grandes distancias. Y  esa mañana, a pesar de sentirse débil, había realizado una gran caminata desde la aldea donde vivía hasta el monasterio budista. Su corazón latía ahora desbocado, pero  feliz.

Contempló abismada  la inmensidad  apabullante y magnífica de esas cumbres  cubiertas de nieve, y disfrutó una vez más  en su interior su deliciosa soledad y esa ansia ya saciada  de vivir la diferencia, de encontrar  allá, en esas lejanas y misteriosas tierras, el eslabón perdido de la felicidad.

 Como si se tratara de un hecho acaecido a otra persona, dejó que su mente retrocediera en el tiempo para revivir  los pormenores de  esa aventura que empezó para ella casi sin darse cuenta, muchos años atrás.

Hasta cumplir los cincuenta años, su vida  había sido similar a la de tantas otras mujeres solas e independientes. Su trabajo esporádico de correctora de libros y una pequeña renta adicional, le permitían vivir de manera tranquila y austera.  Su apartamento, si bien no lujoso, era agradable y allí se sentía bien. A pesar de que ya había sobrepasado el medio siglo, se mantenía saludable y estéticamente agradable. Estaba sola, sí, pero no había carecido de amor. Ahora,  esa faceta de la vida  no parecía hacerle falta,  había  cerrado  sin dolor esa etapa febril y alocada de su existencia  y ahora, con sus hormonas atemperadas y serenas, le gustaba pensar que  la tranquilidad de que ahora disfrutaba,  rimaba con la  felicidad.

En esos pasados días, aparentemente felices había sin embargo algo que siempre escocía un poco su espíritu. Algunas noches, al hacer un recorrido  mental por lo que había hecho  durante  el día, se tropezaba con  una seguidilla constante de una misma rutina: se levantaba  temprano, con la primera luz del sol, tomaba un vaso de agua con limón que según decían, alcalinizaba el organismo protegiéndolo del cáncer;  se colocaba luego  una sudadera y salía a caminar durante media hora. En una vida tan sedentaria como la suya  eso era necesario.  Su peso no era el correcto y su perfil lipídico tampoco era del todo satisfactorio. Su afición por la comida italiana y  su preferencia por la buena cocina y las porciones grandes,  hacían de las suyas. Luego de bañarse y arreglarse, se dirigía  en su auto a hacer compras al  supermercado y a pagar algunas cuentas,  y al volver se entretenía en el computador. Recorría en Facebook los innumerables  mensajes, sugerencias, fotografías de personas conocidas y ególatras y  la interminable sarta de estupideces que publicaban  decenas de  desocupados;  luego,  se dedicaba a escribir historias,  pensamientos fugaces  y una que  otra poesía. Nada trascendente. Nada valioso.  Almorzaba,  hacía una pequeña siesta, volvía a escribir. Algunas  tardes  la visitaba una amiga solitaria como ella, o alguien la invitaba a tomar café. Y eso era todo. Llegaba la noche y el inventario final era exiguo y poco reconfortante.

¿Seguirá todo así de aquí en adelante hasta envejecer?  Se preguntaba  a veces cuando al apagar  el murmullo absorbente  del televisor, todo quedaba en silencio y se encontraba de nuevo a solas  con ella misma. Y la respuesta no era para nada gratificante.

¿Se harían esa misma pregunta otras mujeres? ¿O estarían contentas con su presente, con su futuro próximo? Su  mente se entretenía   repasando  la existencia  de algunas conocidas: aquella pariente  suya apasionada por los  perros  cuya vida estaba dedicada solo a darles gusto;  esa vecina ya entrada en años, dedicada incansablemente  a  preservar su fugitiva  juventud en los gimnasios y en los spa;  aquella  otra, en apariencia ya  por encima de las tentaciones carnales cuya única  pasión parecían ser  ahora sus  nietos;  y esa otra, aparentemente  feliz  en una relación conyugal basada, por lo que podía observar, solo en la costumbre y el aburrimiento;   y esa de  más allá,  aficionada a realizar continuas reformas a su apartamento para lucirse ante las amistades; o la de más allá  que  se preciaba de cambiar cada año de carro y  aquella otra  que solo vivía para estar a la  moda, o aquella que se ufanaba tanto de sus continuos viajes, y hasta  esa simpática amiga, ya casi otoñal, y un poco  más comprensible para su gusto,  enamorada sin remedio de un  imposible. Todas, inútiles, superfluas, desperdiciadas. Tal como ella misma.

Pudiera   haber seguido  llevando por inercia esa vida, tranquila y muelle  que tan semejante parecía ser  a  la  felicidad, y a la  que solo la incomodaba  ese impertinente escozor acerca de su existencia que  de noche en noche la importunaba, pero ocurrió que  una tarde, organizando revistas viejas, leyó en una de ellas un artículo que cambió su vida.

 Un hombre, en una lejana población del Tibet había sido catalogado como el hombre más feliz del mundo. Sí, así lo describían en aquella  crónica y esa era una revista seria. Leyó con avidez el artículo. Un grupo de científicos de la Universidad de Wisconsin había llegado a la conclusión de que el hombre más feliz del mundo era un monje budista de 70 años de edad de origen francés llamado Matthieu Ricard,  quien vivía en una región remota de Nepal y era asesor del Dalai Lama. Al estudiar su cerebro, los científicos habían comprobado  que  este presentaba la más alta actividad cerebral asociada al bienestar nunca antes vista en mediciones similares. Tras analizar la actividad de su cerebro en el marco de un estudio de 12 años sobre meditación y compasión, los científicos de la Universidad de Wiscosin (EEUU) establecieron que Ricard era el hombre más feliz del mundo.


Al llegar al final del artículo Loreta se propuso conocerlo.  Tenía que visitar a aquel hombre, hablarle sobre sus dudas, preguntarle por el sentido de la vida, pedirle que le explicara el porqué de su existencia, el porqué de la felicidad. Qué podía hacer ella para ser realmente feliz antes de morir, antes de desaparecer.

Y así, de esa manera casual y aparentemente intrascendente  empezó para ella  la aventura más trascendente de su vida.

Con un espíritu de aventura, sobreviviente de su ya lejana juventud, decidió jugarse el todo por el todo. No era una  mujer rica y para poder viajar a tan lejanas tierras debió vender su escaso patrimonio. Pero lo hizo con gusto, sabiendo que esa era su última aventura.  Sabiendo que valía la pena intentarlo. No quería consumirse viendo televisión, paseando perros, luchando en el gimnasio y en el spa contra la vejez inminente, llenando  su vida de objetos  pesados y oprobiosos o escribiendo sandeces.

Su familia la tachó de loca, creyeron que había perdido la cabeza y hasta le hicieron un juicio de interdicción, pero logró demostrar que estaba cuerda y que tenía derecho a manejar su patrimonio y disfrutar sus  últimos deseos antes de que su cuerpo  y su espíritu dejaran de ser suyos y no le permitieran soñar.

 Y un buen día, voló a su destino.

Nepal, estaba situado al final del mundo.  Al menos al final del mundo conocido por Loreta.  Debió hacer varias conexiones de aviones y por fin, llegar a Nepal, y trasladarse luego en un camión durante tres horas  hasta el Monasterio Cheshen  situado en una pequeña meseta a las afueras de la población de ese nombre  rodeada de cumbres nevadas entre las cuales sobresalía imponente el Himalaya. Con timidez y expectativa, Loreta llegó hasta la puerta de entrada del monasterio y  accionó la pesada aldaba. Un monje de mirada lejana apareció luego de unos segundos y le informó que Matthieu Ricard  no estaba. Días antes había volado hasta Francia para dictar allá una conferencia.

Esa primera decepción no la amilanó. Lo esperaría.

 En los pocos días que faltaban para su llegada empezó a familiarizarse con esa nueva forma de vida. En el lugar no funcionaban hoteles. Fue acogida en el hogar de una familia tibetana conformada por una pareja mayor y una hija soltera. Cuando se enteraron de  que había viajado tanto para encontrarse con Matthieu Ricard el monje más respetado y querido en aquella comunidad, le brindaron de manera espontánea y cálida su hospitalidad.

La suya era una vivienda modesta, construida con ladrillos  de barro  y techo cubierto de lascas de piedra a la manera del lugar. Todo allí era sencillo, austero, mínimo. De manera sorprendente, Loreta se adaptó de inmediato  al ambiente y a las nuevas y sencillas costumbres. Amó el viento helado que la recibía cada mañana al levantarse, amó los sencillos potajes de aquellas personas consistentes solo en maíz, mijo,  papas y té serpa. No consumían carne; amo su camastro duro y estrecho  y amo su cuarto oscuro y austero, sin adornos ni cuadros y  recubierto casi por completo  por pieles de animales. Y amó sobre todo,  los sencillos y bulliciosos  juegos de los niños en medio de la nieve.

Pero aguardaba  ansiosa la llegada del monje. Este llegó luego de dos semanas y la recibió de inmediato. Ella se sorprendió al verlo. Ya había podido observarlo en fotografías pero su presencia física la impactó. Lucía fuerte y joven a pesar de su edad.   Su piel era lozana y sus ojos reflejaban una profunda bondad.

El monasterio en el que transcurría su vida era imponente  por las dimensiones pero a la vez  austero  y muy silencioso.  En la pequeña estancia en la que el monje  la recibió había  una imagen grande y dorada  de Buda y el suelo estaba cubierto por una alfombra. Al llegar, la invitó a pasar y sentarse en el suelo tal como él. Luego de presentarse, Loreta le habló de la inconformidad acerca de su vida  y de  su  deseo de conocer otras experiencias espirituales antes de morir. De esa ansia suya por  conocer la verdadera felicidad.

El monje la escuchó en silencio y cuando ella dejó de hablar exhaló un profundo suspiro:

"La felicidad,  como ya lo has podido comprobar, querida amiga, es algo intangible, casi etéreo,  una sensación  muchas veces, experimentada  aunque casi siempre sin  real fundamento porque por lo general está basada en  hechos triviales y fugaces como por ejemplo,  acomodar nuestro cuerpo a una rutina, descansar en una  aparente seguridad, creer que somos amados, creer que somos dueños de  otros seres; llenarnos de cosas materiales, despertar envidia, sentir la admiración de quienes nos rodean, creernos superiores, disfrutar 5 minutos de gloria…Aunque no nos demos cuenta, querida Loreta, todos los seres humanos,  estamos inmersos desde nuestro nacimiento en  una desenfrenada carrera por alcanzar la felicidad .Todas aquellas mujeres  a tu alrededor están también intentando ser felices a su manera. No debes criticarlas, no debes despreciarlas, las circunstancias son distintas en todos los casos.  Pocas personas experimentan un vacío existencial como el que tu sientes.  Pocos experimentan esa ansia de infinito. Las personas como tú no se conforman con arañar la felicidad.  Quieren poseerla. Y no están equivocadas. Alcanzar ese estado es lo más elevado y sublime que puede lograr un ser humano. Los seres vivientes tenemos sobre nosotros, 3 leyes inmutables: la enfermedad, la vejez  y la muerte. Tú, Loreta, estás viva, no estás enferma y todavía no eres una anciana. En tu vida no han hecho todavía presencia esas leyes inmutables. Pero no eres feliz. Vale la pena entonces  hacer el esfuerzo para que lo seas, ninguna otra cosa es comparable. Pero no es sencillo. La disciplina, la meditación  y la perseverancia deben ir unidas al altruismo y a la generosidad de corazón".

Todas las mañanas, Loreta siguió asistiendo al monasterio. Allí se quedaba  hasta mediodía. La presencia de mujeres no  era permitida luego de esa hora. Bajo  la dirección del monje  fue aprendiendo la técnica de la respiración y la meditación. Al principio, su mente inquieta y poco disciplinada se distraía,  pero al poco tiempo logró  concentrarse sin esfuerzo y permanecer en trance  toda la mañana frente a una pared. Y un día,  descubrió que podía estar ensimismada y lejana, concentrada en su meditación hasta en medio  de una multitud. Su cuerpo se tornó flexible y  logró sin esfuerzo realizar y mantener difíciles posturas yogas durante varios minutos. Cada mañana, al retornar del monasterio a su hogar, repetía con convicción los mantras ancestrales sobre todo aquellos  relacionados con la felicidad: “ Oh, Ah, Hen Soha”.  “ Bala Nam Kevalam”.

Los  niños de la aldea pronto la acogieron como si fuera otro monje más. La acompañaban cantando  hasta el monasterio o la esperaban de regreso hasta su casa.  Le habían tomado cariño. La llamaban “la monja blanca”. Ella les enseñaba inglés en las tardes, un idioma que les serviría más tarde  para comunicarse con los frecuentes turistas. Había aprendido muy bien el tibetano del lugar y podía contarles aventuras y hechos  sorprendentes  de ese mundo desconocido allende los mares. En las  tardes  le gustaba  ayudar a sus benefactores en su pequeña huerta de papas y de mijo. Eran campesinos pobres como todos en la región. Su existencia no era fácil. El esposo prestaba también sus servicios como porteador a quienes escalaban el Himalaya, pero desde el gran terremoto, los escaladores arriesgados habían disminuido. Muchos porteadores habían muerto realizando ese acompañamiento.

Loreta había pensado quedarse en el lugar tan solo  uno o dos meses, mientras aprendía las técnicas de la meditación, pero el lugar se fue poco a poco apoderando de ella. Una gran paz que antes nunca había experimentado colmaba ahora sus días. Sonreía sin motivo. Su pasado era solo un lejano recuerdo, algo que le había pasado a otra persona.  No tenía internet, no lo necesitaba. No extrañaba nada. Había cortado con su pasado. Se sentía en paz con ella misma,  y una con el universo y con toda aquella grandiosidad.

Los meses fueron acumulándose y luego, casi sin darse cuenta, los años. Se había convertido  en  una más en esa  apartada población nepalesa. Su cabello se tornó blanco. Y un buen día  desechó también su vestimenta occidental y adoptó  la túnica de los monjes. Algo que para  ella significó  un gran privilegio. La experiencia que había vivido había cambiado de tal forma su existencia  que deseo compartirla con otras mujeres. Hablarles del cambio tan positivo que podrían lograr en sus vidas con base en algo tan sencillo como la meditación y algunas prácticas yogas. Y entonces, retomó su pasada afición a la escritura. Sorprendentemente para ella,  su mente era ahora  mucho más lúcida, mucho más creativa y brillante.  Primero fue un libro, luego otro. Todos con un sorprendente éxito y aceptación quizá porque la suya era una historia verídica, una experiencia única y enriquecedora…Y porque  estaba escrita en un  lenguaje sencillo, elocuente, cautivador. En cada uno de esos libros, Loreta  fue dejando el testimonio de sus  inquietudes, de sus sueños y de su fructífera búsqueda de la felicidad.   Siguiendo el ejemplo de su maestro, destinó las copiosas ganancias de sus libros a procurar el bienestar de las viudas y huérfanos de porteadores muertos en accidentes al ascender el Himalaya. Ella no precisaba fama ni dinero. Era feliz  con la austera vida que llevaba.

Matthieu Ricard, el monje tibetano, la observaba en silencio.

-La dulzura que estoy experimentando  ahora no la he sentido antes nunca en ningún momento de mi vida – le comentó Loreta  al monje al describir lo que sentía-  Es como si se hubieran abierto las compuertas de la alegría y de la felicidad. Una sensación que no sabía que existía. Como si flotara. Así debe ser estar en la presencia del Creador.

-Los científicos de  Wiscosin deberían examinarte – replicó en aquella ocasión Matthieu Ricard con una sonrisa.

Y ahora, allí, afuera del templo que coronaba el monasterio, rodeada de esas cumbres nevadas. Loreta volvía a sentir esa increíble sensación de plenitud, de paz,  de infinita felicidad… se sentía ligera, casi inmaterial como si estuviera volando suavemente hacia el infinito.

A lo lejos  el  grupo bullicioso  de niños  corría  alegre a su encuentro, pero Loreta  ya no podía divisarlos.
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martes, 23 de enero de 2018

EL MEJOR LUGAR






El mejor lugar

Quienes compartieron la accidentada travesía y presenciaron el hecho, contarían después con evidente asombro,  como luego de lo acontecido, el mar volvió a quedar en calma. Sí, de manera en extremo sorprendente, así como surgió  de repente  la tormenta, así también se fue…

Todo empezó cierto día en que el gerente de una empresa  gráfica fue invitado a una de las más destacadas empresas del sector para asistir a una reunión del gremio gráfico.

 Esa visita dejó a aquel gerente gratamente impresionado. Todo allí se veía organizado, limpio, ordenado. La planta, con modernos equipos  y mínimo personal,  trabajaba a gran velocidad y  al parecer, sin ningún tropiezo,  y  en las oficinas, sobrias y decoradas con excelente buen gusto, los empleados laboraban  de manera diligente. 

 Pero lo que más le llamó la atención  fue la sala de juntas presidida por el busto del fundador de la empresa. Era ese un detalle que prestaba al recinto,  un toque de refinamiento y de clase  que anheló llegar a tener.

Entusiasmado con la idea, solicitó la tarjeta del escultor que había realizado tan magnífica obra  y la guardó con el ánimo de llamarlo apenas la ocasión fuera propicia. “Sí, su empresa  merecía también resaltar su historia, hacerle un reconocimiento a su  fundador”. No obstante,  a pesar de su entusiasmo inicial y  debido a la presión constante  de los trabajos por entregar, el gerente olvidó pronto esa primera intención. 

Pero un día, buscando en su tarjetero los datos de un cliente, se topó con la tarjeta:

Víctor Eusebio  Ramírez

Escultor

Y entonces recordó. Llamó a su secretaria y le pidió  que llamará al escultor  y lo citara para hablar con él cuanto antes.

Don Ernesto -le anunció  su secretaria, dos días después- el señor Víctor Ramírez  está en la recepción. Quiere hablar  con usted.

¿Quién dices que es? – preguntó el gerente en un primer momento, pero luego recordó y añadió:

Hágalo pasar Zuleyma .

El hombrecillo de mediana edad que asomado  a la entrada de su oficina  le pidió permiso para pasar, no le causó a don Ernesto, muy  buena impresión.

 De baja estatura, apenas si llegaba a al metro sesenta, robusto, de cara arratonada,  nariz pronunciada y labios muy delgados, lo único que se destacaba en su rostro eran los ojos,  pequeños pero vivaces.

Buenas tardes, don Ernesto, me dijo su secretaria que quiere  usted  hablar conmigo.

 Sí, señor Ramírez, estuve hace unos días de visita en  Megagrafit y vi allí un busto realizado por usted que me llamó la atención.  Quisiera saber  qué necesita usted para realizar uno similar con el rostro de nuestro fundador.

Déjeme decirle primero, don Ernesto, que esa es una muy buena idea, no crea usted que se lo digo porque espero ser yo quien  realice esa obra,  pero ese es un gesto que  habla muy bien de los herederos y que conferirá  a la empresa un sello de gran distinción. Entiendo que  don José, el fundador de esta pujante empresa fue  su padre, ¿verdad?

Así, es.  Mi padre, señor Ramírez, fue un hombre extraordinario. Creó una empresa de la nada. Así, tal como suena.

Eso es algo que debe enorgullecerlo.  Pero contestando a su pregunta, debo decirle que para realizar el busto  de don José, tengo que conocer primero la historia de la empresa  y  ver un archivo de fotos de su padre, en varias etapas de su vida. Y me gustaría también recorrer la empresa, empaparme del espíritu que se respira aquí. Mis obras, señor Fernández, no son solo esculturas en mármol, mis obras tienen alma.

A medida que el hombre hablaba el gerente fue cambiando esa primera  y negativa impresión. Era como si aquel extraño hombrecillo hubiese crecido ante sus ojos. Cayó entonces en la cuenta de que  sus manos eran  ágiles y sus brazos fuertes y musculosos.

Tendrá usted todas las facilidades para ejecutar su trabajo. Cuánto tiempo cree  que demorará en tenerlo terminado?

Es demasiado pronto para saberlo, debo primero ver el material que usted me va a proveer, señor Fernández.

Muy bien, hablemos ahora del costo de la obra.

La conversación recayó entonces en los detalles económicos y una vez puestos de acuerdo, el  escultor y el gerente se despidieron  fijando una cita posterior para proveerle del material fotográfico.

En las próximas semanas los empleados se acostumbraron a ver al singular personaje recorriendo todas las dependencias de la empresa y observando con  atención el trabajo en la planta de producción.

 Al paso de los días, aquel hombre de mirada vivaz y gesto inteligente se fue enterando de que José, un hombre nacido a la orilla del mar   no volvió  jamás a sus playas nativas, una nostalgia que  lo acompañaría siempre; de su increíble capacidad para el trabajo, del gran amor que demostró siempre  por su esposa y  por  su familia, de algunas decepciones...  y de muchas cosas más.

Pasaron tres meses.  Y un día el gerente recibió una llamada.

Señor Fernández,  la obra está lista.  Me gustaría que viniera usted a verla. 

Sin poder disimular su expectativa, el gerente acudió al taller del escultor. A primera vista le pareció que el rostro esculpido en el mármol no tenía gran parecido a su padre, pero luego de contemplarlo  durante unos momentos, reconoció en el mármol, el gesto característico de su padre cuando quería comunicarles algo importante. Sí, aquel hombre había logrado plasmar en aquella obra  su gesto más característico.

El busto fue llevado a la empresa con gran cuidado. Era demasiado pesado y estaba colocado sobre un pedestal  también de mármol que le confería un peso adicional.  Fue colocado con gran solemnidad en la sala de juntas y se realizó un pequeño acto para darle la bienvenida.

Y pasó el tiempo. La empresa había crecido y  se había constituido en un icono respetado en toda la comunidad. El punto de equilibrio era favorable. Se vivían tiempos buenos. Era,  en concepto de todos,  una empresa pujante.

De un momento a otro sin embargo, las cosas empezaron a cambiar.  El gerente,  concentrado solo en la labor editorial,  había dejado las finanzas de la empresa en manos de su sobrino. Grave error. El endeudamiento se había ido tornando agresivo, demencial;  los equipos no se reponían ni se mantenían en perfecto estado; el dinero no ingresaba a la empresa.  Y un día, la Junta directiva empezó a vislumbrar lo que pasaba y de manera muy sutil al principio  y luego, con profunda preocupación, empezó a investigar. Y lo que se fue encontrando resultó tan  grave, injustificable e inesperado que  el gerente financiero fue despedido. Días más tarde, por aquello del “espíritu de cuerpo”, don Ernesto, el gerente general,  renuncio también a sus funciones.

 Se sucedieron a partir de ese momento una serie de hechos que llevaron a la empresa lenta pero inexorablemente a su final.

Y un día,  en medio del desconcierto y abatimiento general, aquella emblemática empresa cerró finalmente  sus puertas.

Entre las pocas pertenencias personales que se permitió  a los socios retirar  de  la empresa estaba el busto de don José. Con gran trabajo, dado su peso, fue llevado hasta el jardín de una de las socias, precisamente la hija que más le había amado y admirado. 

 Allí, en medio del follaje y las flores su rostro adusto y pensativo,  proporcionó al florido lugar un encanto singular. Su hija  era feliz al contemplarlo cada mañana  rodeado de hermosas plantas y visitado por  canarios y torcazas.  Pero un buen día, ella también tomó la decisión de seguir un sueño y con ese propósito vendió  su apartamento.  Y  don José ya no pudo continuar presidiendo  su jardín.

Empezó  entonces para el busto de don José, un  impredecible periplo.  En ninguna casa  familiar fue acogido. No tenían dónde colocarlo. “Es demasiado pesado, demasiado grande”, decían todos.

Otra de sus hijas poseía una gran casa y un extenso jardín donde se hubiera visto muy bien, pero según comentó: “A mí  ese busto no se me parece a mi padre. Y además, no me gustan estas cosas”.

El busto de don José, no tenía cabida en ninguna parte.  No era querido por nadie.

La solución sin embargo,  vino de dónde menos se esperaba. Gracias a la influencia de una persona que  lo había conocido, el busto  fue aceptado  en la Universidad para presidir la entrada al auditorio que llevaba precisamente el nombre de uno de sus hijos, el más brillante, quien además había sido el primer decano de esa facultad.  Don José parecía haber encontrado por fin su lugar más propicio. Su presencia adusta prestaba a la entrada de ese auditorio un aire solemne.

Pasaron varios meses.

Al llegar del exterior la viuda de aquel hijo, cuyo nombre llevaba aquel auditorio, expresó su descontento por haber tomado la decisión de llevar al lugar el busto de don José sin haberla consultado previamente. “¿A son de qué va a estar allí? Yo soy la única que podía haber tomado esa decisión. Y a mí no me gusta.  No estoy de acuerdo. De ninguna manera puede  permanecer allí”.

Fue tan drástica  su actitud, que no quedó más remedio que  tomar la decisión de trasladar el busto de don José  a una bodega. No había otro lugar adonde llevarlo.

Quienes se ocuparon de trasladarlo hasta la bodega contarían  luego, como algo curioso, que de los ojos de don José parecieron emerger durante el recorrido,  varias  lágrimas.  Una ilusión sin duda.

Pasaron varios meses.  Y entonces,  una mañana, la hija aquella que había heredado  la responsabilidad de encontrar una ubicación para el querido  busto, pensó que tal vez, lo ideal era llevarlo  junto a quien había trabajado a su lado durante mucho tiempo y quien  también había vivido las aventuras, alegrías y fracasos de la empresa familiar. Un personaje  extravagante y un tanto loco que por los conflictos surgidos en la empresa estaba distanciado de toda la familia pero que en el fondo tenía  buen corazón: don Ernesto, quien luego de renunciar a su cargo de gerente en la empresa se había trasladado a vivir una existencia garciamarquiana en una pequeña isla de la costa Pacífica. Sí, esa era la solución. Allí,  cerca del mar que don José tanto amó  y tanto añoró a lo largo de su vida,  su busto por fin podría descansar.  

No se consultó esta decisión con don Ernesto;  se dio por descontado que  estaría de acuerdo. Así que se procedió  a  realizar el difícil periplo: trasladar el pesado busto hasta la costa y luego hasta la pequeña isla. Esa labor representaba un esfuerzo singular. Debió contratarse una fuerte lancha para que llevara con cuidado la preciosa carga  hasta su destino final.

 El día  del viaje  hasta la isla el mar estaba tranquilo. Aquel iba a ser un recorrido sumamente agradable. 

 No obstante, cuando se encontraban  a varias millas de la costa,  el mar, de manera repentina y sorprendente, empezó a encresparse y altas olas amenazaron con hacer naufragar la frágil embarcación. El terror empezó a dominar a todos los pasajeros. Oraban llenos de recogimiento creyendo llegado  su momento final.  De pronto,  la lancha dio un vuelco. Los pasajeros desesperados lograron sin embargo aferrarse  con gran dificultad a las barandas de la lancha  para no caer al mar embravecido.

 Pero el busto de don José no corrió esa misma suerte.

Quienes compartieron la accidentada travesía y presenciaron el hecho, contarían después con evidente asombro,  como luego de lo acontecido, el mar volvió a quedar en calma. Sí, de manera en extremo sorprendente, así como surgió  de repente  la tormenta, así también se fue…



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