Esa
tarde, abstraído en sus pensamientos, acudió más temprano que de
costumbre a su cita semanal en el convento. Cuando cayó en la cuenta,
pensó con un poco de disgusto: "He venido demasiado pronto, falta casi una hora todavía, y lo que menos deseo es conversar con alguna de
las monjas".
Procurando
pasar desapercibido, ingresó por un caminito de piedra al cuidado y
extenso jardín, se encaminó hasta un frondoso árbol de níspero y se
sentó en una banca al cobijo de sus ramas.
"Aquí estaré al abrigo
de su curiosidad", dijo para sí.
Pensamientos
contradictorios martilleaban su cerebro. Sentía un peso enorme en su alma; un
desasosiego que no lo dejaba en paz.
Las
ancianas, alojadas en una de las alas del extenso edificio que la comunidad
religiosa alquilaba a personas de edad, bajaban en ese momento con pasos
lentos, inseguros, a tomar el refrigerio de la tarde. Santiago las
conocía a todas muy bien. Desde donde se encontraba divisó a doña Edith,
la sueca que por esos avatares del destino envejeció tan lejos de su patria y
que siempre se estaba quejando del calor. “Este clima, ciertamente, no es para
ella” —pensó— "En cualquier momento se decidirá a volver a su país".
Derechita, acompañada por la empleada que ahora no la desamparaba, bajó luego a
la cafetería doña Emperatriz, otra de las ancianas residentes en el lugar. El
mes siguiente cumpliría cien años pero todavía se la veía fuerte y digna.
Y allí llegaban ahora, doña Bachita, gordita y simpática como la que más;
doña Laura, con el gesto siempre adusto; doña Inés y Paquita, doña Ximena
y doña Encarnación, todas marcadas por el peso de los años y por un exiguo futuro.
Volvió
a ensimismarse en sus pensamientos. Lo embargaban las dudas y la incertidumbre que lo habían
asaltado en los últimos tiempos. Allí, bajo
esa fronda centenaria, rodeado de personas ancianas, de nuevo le asaltaron
las preguntas que no lo dejaban en paz:
"¿Qué
sentido tiene la vida? ¿Qué sentido tiene la mía?"
De
pronto una voz cantarina lo sacó de sus reflexiones:
–¡Hola!
¿Qué haces?
Una
aparición encantadora estaba allí, ante sus ojos: esbelta, de hermosas
facciones, piel de durazno, ojos almendrados, cabello rubio, que le caía en bucles sobre los hombros, y sonrisa pícara, aquella era la
jovencita más hermosa que Santiago había visto en mucho tiempo.
—¿Qué
haces tú aquí? –preguntó a su vez, a modo de respuesta.
-Estoy
visitando a mi tía, sor Anunciación. ¿Y tú?
–Yo
también estoy de visita, respondió halagado por el tuteo de la jovencita.
–¿Sí?, pero ¿sabes?, pronto, ya no vendré
sólo de visita.
–¿Por
qué dices eso, pequeña?
—Porque
yo también voy a hacerme religiosa.
—¿Religiosa?
¿Religiosa tú?
–Sí,
es lo que más anhelo. Y pronto cumpliré mi deseo.
—¿Y
por qué quieres hacerte monja, pequeña? ¿En verdad quieres
apartarte del mundo?
–Lo
he deseado siempre. Y no significa que quiera apartarme del mundo; quiero acercarme más a
Dios.
–¿Y
crees que así lo vas a lograr?
–Creo
que será más fácil dedicarme a Él alejándome de las tentaciones del mundo.
–No
quiero desilusionarte, pequeña, pero las tentaciones del mundo te perseguirán
aun más en el claustro. ¡Eres muy bella! Dime, ¿has tenido
pretendientes?
–¿Novio,
quieres decir? Sí, he tenido dos.
–¿Y
no los extrañas? ¿No sentiste el deseo de tener pareja, de tener alguien que te
quiera, de formar un matrimonio?
–
¡Oye!, ¡qué atrevido eres! ¿Cómo te llamas?
–Santiago.
Así, a secas, ¿y tú?
–Floreana,
pero eso no importa porque pronto perderé ese nombre. Pues, bien, Santiago a
secas, quiero que sepas que no soy de piedra, pero que es mucho más
fuerte mi amor por Dios y el deseo que siento de entregarme a Él.
–
Tienes mucha fe. Una fe que envidio; te aconsejo que lo pienses, no es fácil lo
que vas a intentar. Si te equivocas, tu vida puede convertirse en un fracaso.
–Mi
amor por Dios superará todas las
pruebas. Oye, ya tengo que irme,
mi tía me espera. ¿Has venido a visitar a alguien?
–Sí,
pequeña, tengo una cita.
–Chau
pues, Santiago a secas. Me gustó hablar contigo.
Tal
como había aparecido, Floreana se internó por entre los arbustos y desapareció
ligera por uno de los oscuros corredores. Santiago Libreros cerró los ojos por
unos segundos. Había quedado profundamente impresionado con la
fugaz aparición. ¿Sería posible que una chica tan joven y tan ingenua
percibiera algo que a él ya le estaba vedado? Alguna vez, muchos años atrás, había
experimentado en su vida esa misma fe. Por aquellos días no cuestionaba
nada, creía a pie juntillas en todo. Era feliz. Pero la vida es larga y
cuando no se encuentran respuestas a las dudas, la fe tampoco encuentra
asidero y se derrumba. Poco a poco, a lo largo de los años, el
escepticismo fue creciendo en él. Le era imposible no
analizar, no cuestionar. Las dudas se hicieron cada vez más fuertes y, por fin, un día, dejó de creer. Los
relatos de la Biblia le parecieron entonces solo cuentos fantásticos. Los
dogmas, indulgencias, novenas, canonizaciones, apariciones, la resurrección, la
vida eterna y hasta la presencia misma de Dios, los veía ahora como
invenciones creadas por unos hombres para manipular la mente de
otros hombres.
El
encuentro con aquella jovencita había incrementado su desazón. Su fe la
estaba impulsando a tomar una decisión terrible, equivocada. En su mente
comparaba a la dulce Floreana con aquellas jóvenes vírgenes de
Creta, felices en el momento de ser ofrecidas en sacrificio al Minotauro
creyendo en su inocencia que iban camino al paraíso. Floreana se
aprestaba también ahora a sacrificar su juventud y su belleza, en aras de una
falacia. Era tan solo una niña ingenua manipulada por la fe. Hubiera
querido advertirla del peligro, hacerla reflexionar, librarla de un destino
funesto, pero por algún motivo la dejó ir con su fe intacta.
A
pesar de su escepticismo experimentaba un sentimiento parecido a la
envidia ante esa ingenua credulidad ya para él vedada. Cerró
los ojos por unos segundos, y quizá por la fuerza de la costumbre unas
palabras de la Biblia vinieron a su mente: "De cierto, de cierto os
digo, que si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los
cielos".
"Así
es la fe de Floreana" —pensó—. "Una fe sin dudas, sin
cuestionamientos, como sólo puede existir en la mente de un niño”.
Cuánto
daría él por volver a experimentarla, por volver a creer, pero su fe se había roto ya en mil pedazos y
era imposible rehacerla. Cerró los ojos. Nada parecía ya tener
sentido. A sus cincuenta y cinco años se sentía incapaz de
cambiar su destino. Sus cadenas eran pesadas, indestructibles. Lo que ahora hacía era lo mismo que había hecho casi toda su vida. Lo único que sabía hacer.
Miró
su reloj. Faltaban ya pocos minutos. Se puso de pie y suspiró. Se encaminó a la
capilla y por una puerta contigua a ella ingresó a la habitación en donde estaban los
objetos del culto. Ignacio, el ayudante ya le tenía todo preparado. Santiago lo
saludó cordial, se quitó el saco que traía en ese momento, de lavó las
manos y se colocó la casulla y los ornamentos sagrados.
Exhaló
un profundo suspiro y se dirigió hacia el altar. La misa de seis de la
tarde iba a dar inicio.
Santiago
de Cali, Junio de 2014
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