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sábado, 12 de julio de 2014

Cuestión de fe



Esa tarde, abstraído  en sus pensamientos, acudió  más temprano que de costumbre a su cita semanal en el convento. Cuando cayó en la cuenta,  pensó con un poco de disgusto: "He venido demasiado pronto, falta casi una hora todavía,  y  lo que menos deseo es conversar con alguna de las monjas".   

Procurando pasar desapercibido,  ingresó por un caminito de piedra al cuidado y extenso  jardín, se encaminó hasta un frondoso árbol de níspero y se sentó en una banca al cobijo de sus ramas. 

"Aquí estaré al abrigo de  su curiosidad", dijo para sí.

Pensamientos contradictorios martilleaban su cerebro. Sentía un peso enorme en su alma; un desasosiego que no lo dejaba en paz.   

 Las ancianas, alojadas en una de las alas del extenso edificio que la comunidad religiosa alquilaba a personas de edad,  bajaban en ese momento con pasos lentos, inseguros, a tomar el refrigerio de la tarde.  Santiago las conocía a todas muy bien. Desde donde se encontraba divisó a  doña Edith, la sueca que por esos avatares del destino envejeció tan lejos de su patria y que siempre se estaba quejando del calor. “Este clima, ciertamente, no es para ella” —pensó— "En cualquier momento se decidirá a volver a su país". Derechita, acompañada por la empleada que ahora no la desamparaba, bajó luego a la cafetería doña Emperatriz, otra de las ancianas residentes en el lugar. El  mes siguiente cumpliría cien años pero todavía se la veía fuerte y digna. Y allí  llegaban ahora, doña Bachita, gordita y simpática como la que más; doña Laura, con el gesto siempre adusto;  doña Inés y Paquita, doña Ximena y doña Encarnación,  todas marcadas por el peso de  los años y  por un exiguo futuro.

Volvió a ensimismarse en sus pensamientos. Lo embargaban las  dudas y la incertidumbre que lo habían asaltado en los últimos tiempos.  Allí, bajo esa fronda centenaria, rodeado de personas ancianas, de nuevo le asaltaron  las preguntas que no lo dejaban en paz:

 "¿Qué sentido tiene la vida? ¿Qué sentido tiene la mía?"

De pronto una voz cantarina lo sacó de sus reflexiones:

–¡Hola! ¿Qué haces?

Una aparición encantadora estaba allí, ante sus ojos: esbelta, de hermosas facciones, piel de durazno, ojos almendrados, cabello rubio,  que le caía en bucles sobre los hombros,  y sonrisa pícara,  aquella era la jovencita más hermosa  que Santiago  había visto en mucho tiempo.

—¿Qué haces tú aquí? –preguntó a su vez, a modo de respuesta.


-Estoy visitando a mi tía, sor Anunciación. ¿Y tú?

–Yo también estoy de visita, respondió halagado por el tuteo de la jovencita.

 –¿Sí?, pero ¿sabes?,  pronto, ya  no vendré sólo de visita.

–¿Por qué dices eso, pequeña?

—Porque yo también voy a hacerme religiosa.

—¿Religiosa? ¿Religiosa tú?

–Sí, es lo que más anhelo. Y pronto cumpliré mi deseo.

—¿Y por qué quieres hacerte monja, pequeña? ¿En  verdad  quieres apartarte del mundo?

–Lo he deseado siempre. Y no significa que quiera  apartarme del mundo; quiero acercarme más a Dios.

–¿Y crees que así lo vas a lograr?

–Creo que será más fácil dedicarme a Él alejándome de las tentaciones del mundo.

–No quiero desilusionarte, pequeña, pero las tentaciones del mundo te perseguirán  aun más en el claustro. ¡Eres muy bella!  Dime, ¿has tenido pretendientes?

–¿Novio, quieres decir? Sí, he tenido dos. 

–¿Y no los extrañas? ¿No sentiste el deseo de tener pareja, de tener alguien que te quiera,  de formar un matrimonio?

– ¡Oye!, ¡qué atrevido eres! ¿Cómo te llamas?

–Santiago. Así, a secas,  ¿y tú?

–Floreana, pero eso no importa porque pronto perderé ese nombre. Pues, bien, Santiago a secas, quiero que sepas que no soy de piedra, pero que  es mucho  más fuerte mi  amor por Dios y el deseo que siento de entregarme a Él.

– Tienes mucha fe. Una fe que envidio; te aconsejo que lo pienses, no es fácil lo que vas a intentar. Si te equivocas, tu vida puede convertirse en un fracaso.

–Mi amor por Dios  superará todas las pruebas. Oye, ya  tengo que irme,
 mi tía me espera. ¿Has venido a visitar a alguien?

–Sí, pequeña, tengo una cita. 

–Chau pues, Santiago a secas. Me gustó hablar contigo.

Tal como había aparecido, Floreana se internó por entre los arbustos y desapareció ligera por uno de los oscuros corredores. Santiago Libreros cerró los ojos por unos segundos. Había quedado  profundamente impresionado  con la fugaz aparición. ¿Sería posible que una chica tan joven y tan ingenua percibiera algo que a él ya le estaba vedado? Alguna vez, muchos años atrás, había experimentado en su vida esa misma fe. Por aquellos días no  cuestionaba nada, creía a pie juntillas en  todo. Era feliz. Pero la vida es larga y cuando no se encuentran respuestas a las dudas,  la fe tampoco encuentra  asidero y  se derrumba. Poco a poco, a lo largo de los años, el escepticismo  fue creciendo en él.  Le  era  imposible no analizar, no cuestionar. Las dudas se hicieron cada vez más fuertes  y,   por fin,  un día,  dejó de creer. Los relatos de la Biblia le parecieron entonces solo cuentos fantásticos. Los dogmas, indulgencias, novenas, canonizaciones, apariciones, la resurrección, la vida eterna y hasta la presencia misma de  Dios, los veía ahora  como  invenciones creadas por unos hombres  para manipular la mente de otros hombres. 

El encuentro con aquella jovencita había incrementado su desazón. Su fe  la estaba impulsando a tomar una decisión terrible, equivocada.  En su mente  comparaba a  la dulce Floreana con aquellas jóvenes vírgenes de Creta, felices  en el momento de  ser ofrecidas en sacrificio al Minotauro creyendo en su inocencia que iban camino al paraíso. Floreana  se aprestaba también ahora a sacrificar su juventud y su belleza, en aras de una falacia. Era tan solo  una niña ingenua manipulada por la fe. Hubiera querido advertirla del peligro, hacerla reflexionar, librarla de un destino funesto, pero por algún motivo la dejó ir con su fe intacta.   

A pesar de su escepticismo  experimentaba un  sentimiento parecido a la envidia ante  esa ingenua  credulidad  ya para él  vedada. Cerró los ojos por unos segundos,  y quizá por la fuerza de la costumbre unas palabras de la Biblia vinieron a su mente: "De cierto, de cierto os digo, que si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos". 

"Así es la fe de Floreana" —pensó—. "Una fe sin dudas, sin cuestionamientos,  como sólo puede existir en la mente de un niño”.

Cuánto daría él por volver a experimentarla, por volver a creer,  pero su fe se había roto ya en mil pedazos y era imposible rehacerla. Cerró los ojos. Nada parecía ya tener  sentido.  A sus cincuenta y cinco años se sentía incapaz de cambiar su destino.  Sus cadenas eran pesadas,  indestructibles. Lo que ahora hacía era lo mismo que había hecho casi toda su vida. Lo único que sabía hacer.

Miró su reloj. Faltaban ya pocos minutos. Se puso de pie y suspiró. Se encaminó a la capilla y por una puerta contigua a ella  ingresó a la habitación en donde estaban los objetos del culto. Ignacio, el ayudante ya le tenía todo preparado. Santiago lo saludó cordial,  se quitó el saco que traía en ese momento, de lavó las manos  y  se colocó la casulla y los ornamentos sagrados. 

 Exhaló un profundo suspiro y se dirigió hacia el altar. La misa de seis  de la  tarde iba a dar inicio.


 Leonor María Fernández Riva

Santiago de Cali, Junio de 2014


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