Un río llamado Nostalgia
Cuando desciende la marea, el viejo Thor, desmantelado y corroído por el tiempo, se inclina sobre uno de sus costados. Protagonista de tantas historias, languidece ahora durante días y días fondeado en el muelle. ¡Cuántos miles de millas náuticas se acumularon en ese viejo cascarón! ¡Cuánta pesca se trajo a puerto en sus bodegas! ¡Cuántos pasajeros disfrutaron la travesía por el mágico río! Pero eso ya es historia. La vida a bordo es ahora plana y sin alternativas.
De los seis tripulantes que antaño lo custodiaron solo quedan el capitán y un marinero, ambos curtidos por el sol de los trópicos. Aferrados sin embargo, a la esperanza de mejores días, al despuntar el alba, capitán y marinero emprenden su diaria y perseverante faena. El agua corre entonces por los pasillos y la cubierta de la añosa nave, los cepillos pulen el entarimado; se enarbolan los gallardetes diurnos y se arrean los de señales nocturnas, se revisan los instrumentos de navegación y se anota la fecha en la desgastada bitácora, en un patético intento por mantener vigentes las cotidianas actividades que dieron razón a su existencia. Luego, capitán y marinero descienden hasta las apagadas calderas a contemplar con melancolía los motores dormidos.
La inactividad forzosa ha ido corroyendo los músculos del hombre y los hierros del barco. El óxido y las epidemias han intoxicado por igual al uno y al otro. El capitán renquea con su tobillo hinchado. El barco, con marea o sin ella, se inclina, cada vez más sobre la banda de estribor. Todo ha envejecido con fatal abandono. La pintura se ha tornado amarillenta y deslucida; la corrosión se ha comido parte del hierro de la proa y de la popa; los cordajes cuelgan como cortinas abandonadas en una casa vieja; los mástiles se inclinan, mordidos por la polilla, y las lonas se pudren sin esperanza.
Al final de cada día el capitán, cruza el andarivel de madera semi-podrida que conecta el muelle con la proa de su embarcación y se interna por las tortuosas calles del puerto. En su puño apretado, humea larga pipa de brezo. El humo se deshila lánguido y azulado en el aire velando su rostro sanguíneo y sus pupilas cambiantes. Su caminata es siempre semejante e inalterable. Nada le es ajeno en el desamparado sitio. Atraviesa el malecón, bordea el mercado y concluye por acercarse a la taberna a beber sus cotidianos jarros de cerveza. Disciplinadamente, a lo largo de los años, bebe tres jarros de cerveza en la mañana y tres en la tarde, sin alterar jamás la dosis que se ha impuesto.
La taberna esa tarde se encuentra solitaria. En una mesa, tres parroquianos conversan junto a una botella de licor mientras en un rincón, una pareja de enamorados se jura amor eterno. Todo allí tiene sabor a mar, a pasado. En lo alto de una repisa junto a un espejo de azogues escurridos que ya nada refleja, un viejo galeón anclado se cubre de hollín y de polvo; en las paredes, estampas marinas otrora multicolores, envejecen azuladas y desvaídas por el paso del tiempo.
Retraído y ausente, el viejo capitán se sienta en la barra del bar y permanece de codos sobre el mostrador apurando su jarro de cerveza rebosante de espuma: un jarro de porcelana decorado con evocador motivo bávaro: frente a los elevados picos de las montañas alpinas una rolliza campesina sonríe entre dos tiroleses.
Igor, el capitán del Thor, es nórdico. Simón, el viejo cantinero, de memoria borrada por los vientos, desconoce su origen. Ambos lucen en sus antebrazos desnudos sus mutuos tatuajes. Entre los dos hombres de mar se establece en cada encuentro un diálogo sin palabras. Se comunican en silencio.
Preocupado por la expresión ceñuda de su amigo, Simón se acerca a él;
—¿Cómo van las cosas, Igor? —le pregunta.
–Igual…Cada día es más difícil navegar entre el sedimento. Puede uno quedar encallado en cualquier parte. Ya solo pueden navegar las embarcaciones de poco calado. El río está muriendo y la pesca y los pasajeros hace rato dejaron de existir.
—Supe, no obstante, que ayer hiciste un viaje a Honda. ¿Cómo te fue?
—Regular. ¡Un viaje en todo el mes! ¿Cómo te parece?
—Quizá las cosas mejoren cuando draguen el río, ¿Qué crees?
—Promesas que ni tú ni yo veremos cumplidas. Cualquier cosa que hagan, llegará ya demasiado tarde. Para el viejo Thor es cada día más difícil zarpar del muelle. No es seguro ni atractivo para nadie. Ya no es ni la sombra de lo que fue.
—Todos hemos envejecido, Igor. Ya no somos los mismos y este lugar y su gente tampoco. Tal vez deberíamos intentar algo aunque suene descabellado. Adentrarnos por ejemplo, por el río hasta el mar abierto en busca de nuevos horizontes.
—¡Estás desvariando, Simón! A nuestra edad ¡nuevos horizontes! Has logrado hacerme reír.
—No, no estoy loco, amigo. Podríamos intentar vivir algo diferente, como aquella pareja de enamorados tardíos de hace ya tantos años, ¿recuerdas?
–¿Cómo olvidarlos? Eran ya dos ancianos, pero en sus ojos se percibía el ansia de vivir y un patético anhelo de detener el tiempo.
–Sí. Aquí se detuvieron a tomar una cerveza antes de zarpar en su viaje de amor. El hombre aquel, todo un caballero, agradecido por la forma en que los traté, me dejó un mensaje que todavía conservo. Por aquí debe estar… A ver si lo encuentro...
El viejo cantinero se agacha y luego de rebuscar unos instantes en el fondo de un cajón del bar, saca una libreta de páginas amarillentas llena de cuentas y anotaciones. Una a una pasa sus páginas y, al llegar a una de ellas, exclama emocionado:
-¡Sí, sí, aquí está! Oye que mensaje tan original:
Gracias por su amabilidad, capitán y recuerde:
sólo el amor logra vencer al tiempo
Florentino Ariza
-¡Vaya! Era una pareja singular. ¡Qué extraño que los hayamos recordado hoy!
– Sí, es extraño, aunque la verdad es que nunca los olvidé. Ella tenía una belleza sin edad, y él, un señorío que infundía respeto. Partieron alegres y enamorados afirmando que un día volverían, pero nunca lo hicieron. ¿Qué habrá sido de ellos?
–Tal vez encontraron lo que ansiaban y ya no quisieron regresar.
–Tal vez. ¿No crees, Igor que también nosotros deberíamos intentarlo? Aquí ya todo está muriendo. Nada nos retiene.
Pero Igor ya no lo escucha, ha vuelto a abstraerse en sus pensamientos. Su mente flota distante en una especie de serena catalepsia que lo impulsa a navegar por pasadas vivencias.
Casi a la media noche desciende de la barra del bar y se aleja renqueando con las manos hundidas en los bolsillos de su saco de cuero, la pipa entre los labios y los ojos perdidos.
Aquella noche, preso de la nostalgia, ha roto su costumbre y ha bebido cerveza y ron en una mescolanza infernal. Cuando enciende su pipa al ingresar a su cabina, el azar hace que la cerilla todavía encendida caiga sobre el piso empapado de gasolina.
Hacia el amanecer el barco, es una antorcha encendida iluminando la soledad del muelle.
Leonor María Fernández Riva
Un río llamado Nostalgia
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