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Detrás del arco iris
El visitante
Leonor
Fernández Riva
El
convento, enclavado en el centro de la
populosa ciudad, era una de las pocas edificaciones coloniales que habían
resistido al paso del tiempo y a la
depredación modernizadora de la urbe. Una coqueta plazuela de piso de piedra precedía a la pequeña capilla diseñada en
forma de cruz a la que se ingresaba por pesadas puertas de madera labrada.
Al interior todo hablaba del pasado, las pequeñas ventanas, los
reclinatorios y confesonarios, las
imágenes, los pisos y altares en piedra sin pulir… Un convento que nació en los
primeros días de una ciudad cuya población, constituida en su mayor parte por
gente sencilla carente de títulos de
nobleza, no albergaba para su vida grandes pretensiones.
La
vivienda de las religiosas respondía
también al mismo patrón arquitectónico. Las
habitaciones estaban situadas alrededor de floridos patios interiores. El patio
principal, mucho más grande que los demás,
estaba poblado por profusión de árboles y plantas; gualandayes, camias, y enormes árboles de
nísperos cuyos frutos eran devorados en las noches por bandadas de ávidos
murciélagos y bajo cuya tupida fronda anidaban
toda una gama de plumíferos.
Muchas
leyendas poblaban la historia de aquella vetusta edificación pero ahora,
deshabitado casi por completo por la ausencia de vocaciones religiosas
el lugar se había convertido en una pieza interesante de museo y nada más. Eso parecía.
Debido
a las dádivas, cada vez más escuálidas, de los escasos
feligreses y ante la falta de recursos para mantener en funcionamiento
aquel inmenso espacio, la congregación
religiosa tomó un día la decisión de adaptar en una de las alas del convento pequeños apartamentos
unipersonales con el fin de alquilarlos
a señoras de edad. No se trataba de un
hogar de reposo sino de pequeñas suites
en arriendo destinadas a mujeres mayores
que a pesar de su edad pudieran valerse por sí mismas y sobre todo, que
estuvieran en capacidad de sufragar la
costosa pensión. La idea tuvo una
excelente acogida. Fue esa una muy conveniente solución para muchas mujeres
entradas en años a quienes les resultaba ya
muy difícil hacer frente a las contingencias de una vida en soledad.
Bertha Flórez de Carvajal era una de ellas.
Después
de una existencia intensa y plena de vivencias tanto en el plano familiar como
social, Bertha se había visto de pronto enfrentada al implacable paso de los
años, a la viudez, a la vejez y a una
precaria situación económica. Sus dos hijos se habían radicado hacía ya varios
años en el extranjero y solo ocasionalmente la visitaban; muchas de sus
amistades habían fallecido o se habían alejado por diferentes
circunstancias; su condición física
había mermado ostensiblemente y la pensión de la que subsistía no le permitía
ya continuar con el tren de gastos que siempre había disfrutado. Vivir en el
convento con la mayor parte de sus
gastos cubiertos y sobre todo, en
compañía de otras personas de su misma edad y condición, fue para ella una solución providencial.
Hacía ya dos años había tomado esa decisión y desde entonces, su estadía entre esos muros
llenos de historia, fue siempre muy placentera. Se sentía segura, bajo ese
techo y a buen resguardo de los peligros del exterior; tenía cubiertas todas
sus necesidades y el grupo de señoras
con las que compartía hospedaje eran bastante agradables.
No
obstante, desde hacía ya varios día no gozaba
de un sueño reparador. Sufría pesadillas en las que se veía atacada por
seres malignos y al despertarse cubierta de sudor en la mañana, experimentaba
el mismo cansancio de la noche anterior.
Un cansancio que ya no la abandonaba durante todo el día.
Esa
madrugada despertó con el cuerpo más maltrecho
que otras veces. Miró el reloj. Muy
temprano todavía para levantarse. Se acomodó en el respaldo de la cama y
encendió el televisor. Deportes,
películas violentas o ya empezadas, cantantes, entrevistas con gentes que no le
decían nada. Detuvo el dial en un canal que presentaba un programa sobre sexo.
Sentía una leve curiosidad por ver qué
aconsejaba el presentador a la teleaudiencia. Pero no. Aquel experto no decía nada nuevo. Nada
absolutamente. Ella sabía ya, que todo lo que aquel consejero decía eran
pendejadas, lo único que realmente brindaba variedad y
renovada emoción al sexo era el cambio
de pareja. Lo demás era como tratar de darle un nuevo sabor a la comida
sobrante de nochebuena.
¡Tantos
canales y nada que valiera la pena¡ Apagó
el televisor y se sentó en el borde de
la cama. Al calzar sus pantuflas,
observó inquieta un gran morado en uno de sus dedos, pero no le dio mayor
importancia. Esos derrames, causados por
los anticoagulantes que tomaba para mejorar su circulación, se habían vuelto
rutinarios. Lentamente se puso en pie.
De un tiempo a esa parte, sus articulaciones amanecían siempre engranadas. ¡Qué
difícil le resultaba adaptarse a
los achaques que día a día iban limitando sus movimientos y llenando de
malestares su vida!
“Bueno, pensó con resignación no carente de
rabia: qué puedo hacer? De aquí en adelante las cosas tenderán a empeorarse.
Debo agradecerle a Dios que he amanecido y que
todavía continuo respirando”.
Se estiró poco a poco y se encaminó luego con
pasos cuidadosos hasta el baño. No pensaba bañarse ese día. La mañana estaba
fría y había notado que cuando tomaba un
baño en días como ese, se le congestionaba el pecho. Sí. No se bañaría. Los días fríos se habían
vuelto el pretexto perfecto para acabar
con la costumbre del baño diario. Al fin y al cabo, últimamente tenía muy pocos
motivos para sentirse feliz,. Si algo tan inocente como no bañarse le producía
un poco de bienestar debía aprovecharlo. Todo se reducía ahora a tratar de ser lo menos infeliz posible.
Aunque
procuraba no analizar su comportamiento, como era una mujer inteligente no
podía menos que darse cuenta de que poco
a poco iba cayendo en la negligencia y en el
quemeimportismo que ella tanto había criticado antes en las
personas de edad. Sí. Ahora que
se encontraba recorriendo el camino que
la llevaría de la vejez a la senilidad, y de la senilidad a la muerte, Bertha Flórez de Carvajal, la otrora bella y refinada dama de
sociedad, se iba también apartando poco a poco de los hábitos que habían regido su vida.
Al
volver del baño, experimentó un ligero vahído, que achacó a estar todavía en ayunas. Se dirigió a la nevera y
se sirvió un vaso de jugo embotellado mientras decidía qué se pondría ese día. Algo que solo le tomó unos segundos.
Lo
mismo. Sí, se pondría lo mismo. Total, nadie allí se daba cuenta de nada. La
blusa del día anterior estaba todavía
limpia. No podía darse el lujo de sacar mucha ropa sucia. Su pequeña pensión se
le iba casi toda en arriendo y medicinas. Eso era lo prioritario.
No demoró mucho en arreglarse. Su apariencia,
como la de otras ancianas, había ido tomando una apariencia asexuada. Su
cabello completamente cano y muy corto,
prácticamente no necesitaba peine. Desde hacía ya mucho tiempo no había
vuelto a maquillarse. Ni siquiera se pintaba los labios. Contemplarse en el
espejo era algo que procuraba evitar. El rostro aquel que allí veía reflejado
era el de una extraña que había ido apoderándose del suyo sin que ella se apercibiera.
Una
ligera bruma envolvía el convento a esa hora de la mañana. Se abrigó con una chalina y se dirigió al
comedor para tomar su desayuno junto a sus otras compañeras de residencia. Sus
pasos eran lentos, titubeantes. El mareo que había experimentado un poco antes
no la abandonaba.
Al
llegar al salón y como todavía no veía a ninguna de sus compañeras, se acercó a la ventana que servía de
pasaplatos entre el comedor y la cocina.
Por unos momentos observó a Rosita, la cocinera que en ese momento se ocupaba en la
preparación del desayuno.
Colgado de un garfio maduraba un gran racimo
de plátanos y en una paila
de madera reposaban piñas,
papayas y zapotes traídos por las religiosas días atrás de una casa que la
comunidad tenía en una zona tropical. Aquellos frutos brindaban variedad y
nutrientes a la alimentación diaria que
necesariamente por la edad y achaques de las personas a quienes iba
dirigida debía consistir principalmente
en frutas y verduras. Nadie podía imaginar el peligro que encerraban esas
gratificantes remesas del trópico.
–¡Doña
Bertita, madrugó! ¿Cómo está? ¿Se siente bien? La veo un poco pálida.
¿Va
a tomar café o chocolatito?
–¡Ay,
Rosita! Aunque estas últimas semanas ando
todo el día como dormida, en la noche no me es fácil conciliar el sueño y luego, me
despierto muy temprano en la madrugada. Deme, mejor chocolate, Rosita,
por favor. Quizá eso me quite esta debilidad. Voy no más a sentarme. ¿Puede
creer? No resisto estar mucho de pie; se
me vence el cuerpo.
–Ya
verá, doña Bertita, como este chocolatito que estoy preparando le sienta bien.
Deben ser estos calores que están haciendo y que a todos nos tienen extenuados.
–Ahora
que la oigo, creo que tal vez eso sea cierto, Rosita. Fíjese que hasta he
tenido últimamente que dormir con la ventana abierta porque no resisto el
calor. Hasta llegué a pensar que tenía fiebre.
–No
está por demás que consulte al médico, doña Bertita. No se me descuide. ¡Vea,
ya vienen sus otras amigas. ¿Cómo está
doña Marujita? ¿Y usted, doña Clementina? ¡La veo muy bien, muy repuesta.
¡Enseguidita les sirvo el desayuno!
Rosita,
la hábil cocinera del convento, de contundentes carnes y sonrisa siempre a flor
de piel, saludaba con gran simpatía a cada una de las comensales conforme iban
llegando al comedor mientras se disponía a atender al grupo con la ayuda de una
joven novicia.
Bertha Flórez de Carvajal, no tenía en ese momento
ni ánimo ni ganas de hablar. Tomó su chocolate en silencio, y luego, sin
quedarse como en otras ocasiones a platicar con sus compañeras, se despidió de
todas alegando una ligera indisposición. No mentía. Realmente no se sentía
bien.
El
camino hasta su cuarto se le hizo más largo que otras veces. Ni bien llegó se
metió en la cama. Pasó todo el día acostada. Una gran languidez, un cansancio
infinito la dominaban. Solo tenía deseos de dormir. Rosita fue a verla y le
llevó el almuerzo, pero debió animarla para que accediera a tomarse un poco de
caldo.
–Es
un caldito de quinua con verduras, doña Bertita, ya verá lo rico que está y lo bien que le
sienta. ¡A ver! Váyaselo tomando
despacito. No tengo prisa. Una tiene que ayudarse, doña Bertita. De seguro mañana amanece mucho más animada,
aunque ya me dijo la madre Sofía que si mañana sigue así, llamamos al doctor.
–Ya
se me va a pasar, Rosita, ya verá. En realidad lo único que tengo es
desaliento. Debe ser una de esas virosis que andan por ahí. Creo que me va ha
aprovechar guardar cama por hoy. ¡No sabe cómo le agradezco todas sus
atenciones!
–Le
cierro la ventana, doña Bertita? La brisa de la madrugada le puede sentar mal.
–¡No,
Rosita, no! Le ruego que la deje así como está, un poquito entornada no más. Ya
ve usted los calores que están haciendo y yo con el ventilador dañado.
Al
quedarse sola, doña Bertha se arrebujó entre las sábanas y se dispuso a dormir pero a pesar de su
cansancio el sueño se negaba a llegar. Imágenes de otros días, cuando sus hijos
eran solo niños y su esposo joven y lleno de vitalidad, vinieron a su mente.
Una época colmada de proyectos, de trabajo, de lucha, de triunfos y fracasos,
de tristezas y alegrías, de sueños… de vida. Una etapa en la que todo estaba todavía por pasar, por
construirse, por ocurrir.
¡Y cuántas cosas pasaron ! Y allí estaba
ahora, al cabo de los años, sola, envejecida, en ese estado de vida suspendida donde ya
nada quedaba por hacer. Solo esperar.
Al
fin, los pensamientos cedieron al cansancio y la venció el sueño. Un profundo sueño.
Al
día siguiente extrañada de que doña Bertha no acudiera al desayuno,
Rosita, fue a buscarla a su cuarto. Al ver que no respondía a su
llamado, abrió la puerta que se encontraba sin llave. Estaba preocupada y no cayó en cuenta de un
murciélago más grande de lo habitual que voló en ese instante hacia el árbol de
míspero a través de la abierta ventana.
Sobre
la cama, y en apariencia todavía en medio del sueño, se encontraba el cuerpo
sin vida de Bertha Flórez de Carvajal.
El
facultativo que levantó el acta de defunción diagnóstico un infarto fulminante
debido a una terrible anemia. De alguna manera inexplicable para él, la occisa
había perdido una gran cantidad de sangre en pocos días.
Una
muerte lamentable, pero Bertha Flórez de Carvajal era solo la primera de una
larga lista. El visitante llegado del trópico estaba sediento.
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