La impresión inolvidable
Leonor
Fernández Riva
Para ser completamente fieles a la verdad hay que reconocer que las cosas no se dieron de una forma repentina o inesperada. Todo lo contrario. Fueron ocurriendo de manera casi imperceptible, a través de los años.
De
un momento a otro, sin embargo, esa realidad se tornó evidente. La gente, ya
no leía, y como consecuencia, de forma
también paulatina pero constante, los libros fueron dejando de publicarse.
El
que la gente no leyera era algo por demás previsible, la televisión, el cine, la computación, el
internet habían hecho lo suyo. Había demasiadas distracciones como para perder
el tiempo con un libro por interesante que este fuera. Este comportamiento hacia la lectura no parecía
concitar la preocupación de nadie y menos
aún el comentario de los columnistas de
moda enfrascados en las noticias políticas y de farándula, si bien sus efectos
empezaron a afectar también la circulación de los grandes periódicos y revistas en las que ellos
trabajaban.
En
resumen, a nadie le importaba que la industria del libro fuera muriendo ni que la lectura se hubiera ido transformando
en un hobby raro y elitista, relegado a unos cuantos bichos raros, personas de edad o coleccionistas.
Para Benigna Rocafuerte, sin embargo, esta
circunstancia tenía mucha trascendencia. Dirigía una empresa gráfica que
precisamente había forjado su prestigio
con base en los libros que editaban en la región. El libro había sido el
consentido de esa empresa a través de su
historia. Los equipos, las oficinas, las
diferentes secciones de producción y
hasta los mismos operarios habían sido concebidos y contratados pensando precisamente en ese
producto editorial.
Benigna
Rocafuerte tenía sus propias conjeturas acerca de lo que estaba sucediendo.
Ella recordaba muy bien que cuando de niña empezó a interesarse por la lectura,
le encantaron los cuentos e historias que venían ilustrados con profusión de
láminas e imágenes. Esa etapa de sus preferencias literarias se prolongó por un
periodo más o menos largo hasta que de pronto, un día, empezó a notar que ya no
necesitaba de láminas para recrear los personajes de las obras que leía. Es
más, las láminas la molestaban pues era su imaginación la que recreaba en su
mente los personajes y no requería ayudas visuales para lograrlo. El texto
sobrio y escueto de los libros fue desde ese momento para ella el mayor
atractivo. “Ahora, reflexionaba Benigna,
es como si las cosas hubieran dado un giro de 360 grados. Los lectores, adictos
ya por la televisión, las películas y el internet a las imágenes y al
movimiento, han vuelto a preferir los textos adornados con imágenes y con todas las ayudas de la tecnología. Su imaginación se ha tornado perezosa, su
concentración, casi nula, esperan conocer
el libro de moda, el bestseller de la forma más fácil y rápida posible; desean enterarse de su contenido con el menor
esfuerzo de su parte, casi por ósmosis. Han perdido el secreto deleite de palpar y
percibir el papel, de pasar las páginas de un libro, de sentir su cálida
presencia”.
Benigna
sabía sin embargo, que el hecho de que su empresa gráfica estuviera situada en
un país del tercer mundo, era hasta cierto punto una ventaja
ya que estas nuevas tecnologías
demorarían un poco más que en los países
desarrollados en ser acogidas por el grueso de la población. No obstante,
no podía apartar de su mente la preocupación por el futuro. Si las cosas
seguían así, en unos pocos años, su empresa entraría a formar parte de la
historia.
Un
día, se encontraba almorzando sola en un
restaurante y mientras llegaba su pedido, paseó su vista por el entorno como solía hacerlo siempre, y entonces
cayó en la cuenta de algo que había
visto cotidianamente pero que antes no le había despertado ningún interés: la
mayor parte de los comensales acompañaban sus platos con Coca-Cola. Era esta sin
duda la bebida más popular y la que, a pesar de
las críticas y de las advertencias médicas acerca de sus malsanos efectos sobre
el organismo, continuaba reinando en las preferencias del público. No pudo
menos que reflexionar en la gran
perspicacia y originalidad que tuvo su creador al producir no solo una bebida
de un gusto excepcional por esa combinación de sabor y de gas cuidadosamente dosificados, única en su momento y adoptada luego por todas
las otras bebidas artificiales, sino también por la incorporación
de un ingrediente secreto que la hizo adictiva para quienes algún día la
saboreaban. Sí. Aquel hombre sobresaliente supo crear un producto único y adictivo. Una gaseosa
sin competencia. Una idea ciento por
ciento exitosa.
Benigna
salió del restaurante con esa idea en la cabeza y ese pensamiento la siguió
rondando toda la noche. Al día siguiente se comunicó muy temprano con su gran amigo
Carl Berger, un ingeniero químico suizo radicado en el país y le comunicó su
idea.
–Quiero
que me ayudes a fabricar un aditivo que pueda ser incorporado a la tinta de
impresión de mis libros y que produzca en los lectores un interés especial por continuar leyéndolos hasta su última
página.
-Querida,
me estás pidiendo que descubra la piedra filosofal.– bromeó Carl, pero al ver
la expresión profundamente seria de su amiga –añadió– Vamos a ver. ¿Cómo has pensado tú que podemos
realizar ese prodigio?
–Eso,
tienes que decírmelo tú –replicó Benigna– . Yo sólo sé que tengo que hacerlo o
cerrar mi empresa a la vuelta de muy poco tiempo. Sin embargo, he pensado que
podemos trabajar en algo parecido al olor de la felicidad.
–¡Ah, qué bien! Y por lo visto lo tienes muy bien
identificado.
–Creo
que sí, aunque es un tanto complejo Me parece que está compuesto, por el sutil
olor de las feromonas, el olor a bebé, el sudor de nuestro hombre, los olores
de nuestra niñez , la humedad del amor, la fragancia de algunas flores, el olor
de la yerba recién cortada, el olor de
la noche después de un día de lluvia, la leña quemándose en la chimenea, el sutil aroma del incienso en una ceremonia
religiosa, la ropa recién planchada, el pan acabado de hornear, la cocina de nuestra madre... Creo que el
aroma de la felicidad tiene mucho que ver con la nostalgia, algo mágico y a la
vez natural que todos llevamos en el corazón, en la mente y en nuestros
sentidos.
–Vaya,
trabajito que me encargas, Benigna –Pero me has tentado de forma irresistible.
Este, por lo absurdo, es un reto difícil de rechazar. Me pondré inmediatamente
en la tarea.
–Sé
que lo conseguirás porque más que un químico, eres un brujo,
querido Carl. Y ahora, para celebrar desde ya tus resultados, te invito a tomar una copa de Hennesy, un cognac delicioso que me han traído
directamente de París. Percibe su aroma.
Creo que tal vez también deberías incorporarlo en tu preparación –bromeó
Benigna.
Pasaron tres meses luego de este encuentro y
de manera por demás extraña para Benigna, no volvió a tener noticias de su
amigo. Su teléfono no contestaba y tal
parecía que en su apartamento no había nadie. Su ausencia y su silencio la inquietaron pero los atribuyó a uno de sus habituales viajes a Europa.
Una
tarde en la que Benigna se encontraba enfrascada en analizar la situación de la
empresa, preocupante en extremo por los costos crecientes y la disminución cada
día más evidente de las publicaciones, recibió la sorprendente llamada de Carl.
-–Eureka,
querida! ¡Eureka! Te tengo buenas noticias. Necesito verte.
–¡De
inmediato! –contestó Benigna, emocionada, y presa de excitación acordó verse
con
él en su apartamento esa misma tarde.
Cuando
se encontraron, Benigna no podía disimular su ansiedad por conocer la
experiencia y los resultados de su amigo.
–Me
has tenido en ascuas todo este tiempo. ¿Cuáles son esas noticias que me tienes?
–Tranquila,
Benigna. Sé que te devora la ansiedad pero debes guardar la calma. Antes que
nada quiero hablarte de la serie de ecuaciones y operaciones matemáticas que he
debido hacer para llegar a filtrar esa sustancia aditiva. En este folleto
titulado La esencia filosofal de las
ecuaciones terminadas en números primos puedes apreciar algo de lo que ha
sido esta experiencia. Anda, dale un vistazo.
–Estás
loco si piensas que voy a perder mi tiempo leyendo cosas técnicas en un momento como este. Lo
que quiero es saber de tu propia boca lo que tienes que contarme.
–De
acuerdo, Benigna, pero si no lees los dos primeros párrafos de este folleto no
vas a poder entender nada. Anda, dame gusto.
–Está
bien –refunfuño Benigna de mala gana.
–¿Cómo,
te ha parecido, querida? –intervino Carl luego de veinte minutos .
–No
me interrumpas –replicó, Benigna. –Esto es lo más interesante que he leído en mucho tiempo.
Bien guardado te lo tenías, Carl. El
mundo de las matemáticas encierra en verdad todo un universo de posibilidades.
–Sé
que deseas seguir leyéndolo, pero te ruego
lo dejes un momento. En ese interés tuyo esta la respuesta a tu
ansiedad. Sí, querida Benigna, ese folleto ha sido impreso con la tinta de la
felicidad.
–¿Es
posible, Carl? Ciertamente lo he leído con deleite. Me ha costado dejarlo. Es
como si hubiera descubierto escondida en él la poesía de los números.
–Esa
es precisamente la sensación que se
tiene al leer un texto escrito con esta tinta. No sé bien en qué consiste la
magia, si en la adición a seguir leyendo hasta el final o en esa profunda percepción
y comprensión que sentimos
ante cualquier texto por difícil o mal
escrito que este sea. La tinta es
incondicional, embellece y magnifica cualquier texto.
–¡Sabía que eras capaz de lograrlo! ¿Cómo lo has hecho, Carl?
–No ha sido fácil, querida, nada fácil. Solo puedo decirte que tu amigo se ha convertido en alquimista. Ni más
ni menos. Todo este tiempo estuve
recluido en el convento de unos monjes
capuchinos que me permitieron utilizar su laboratorio, y fue allí, donde luego de muchos descalabros,
encontré por fin el elixir de la felicidad como lo he llamado. Por cierto, no
tiene un olor agradable, pero de forma misteriosa al adicionarlo a la tinta de
imprenta, logra ese efecto subyugador del que es difícil abstraerse.
–¿No perjudica la adición de esa
sustancia la calidad de la tinta?
–No, querida. Este elixir se amalgama sorprendentemente bien a la tinta de
imprenta mejorando incluso su textura y sus propiedades.
Un abrazo pletórico de emoción y de
alegría selló ese momento de realización entre Carl Berger y Benigna
Rocafuerte.
El primer libro publicado con la adición del elíxir de la
felicidad fue el antiguo tratado del pastor Lesser titulado La
teología de los insectos, un libro muy apreciado por los
enciclopedistas franceses pero absolutamente árido para el
común de los mortales. A la primera semana de publicado fue notorio que era leído con fruición por una gran cantidad
de personas y no solo en sus casas sino también en los autobuses, en
las filas de los bancos, en las oficinas, en los parques. Y otro tanto
aconteció poco después con Los Comentarios a Aristóteles de
Tomás de Aquino. Dos obras escogidas con especial cuidado por Benigna para comprobar
los reales efectos del élixir.
Como quedó ampliamente
demostrado, el élixir de la felicidad pasó la prueba con honores.
Y desde ese instante, empezó una nueva era para la empresa
gráfica de Benigna Rocafuerte. Las prensas no descansaban. Los autores se
disputaban el turno para ser atendidos. Por alguna razón que no alcanzaban a
entender, libro publicado en esa empresa
gráfica, libro que alcanzaba un rotundo éxito. No obstante, y por algún factor que nadie tampoco podía explicarse,
ese éxito no se replicaba en internet en donde casi siempre la acogida a
la misma obra era efímera.
Pero Benigna Rocafuerte y el suizo Carl Berger, que con el
paso del tiempo llegó a convertirse en su esposo, no eran ambiciosos. El éxito que habían alcanzado en su empresa gráfica era suficiente para ellos, pues, por inusitado que parezca, nunca se habían forjado mayores expectativas económicas. Lo único que Benigna deseaba era mantener vigente en el tiempo la empresa fundada
por su padre. Una empresa que tenía como base el papel y la tinta de imprenta; esa misma tinta con la
que ella, ahora, estaba imprimiendo su éxito.
Fue esa una época de
gran riqueza intelectual para la comarca. La gente volvió a leer con fruición,
con apasionamiento. La televisión y hasta el internet, fueron relegados a segundo
plano. El libro había vuelto a recobrar el encanto de épocas pasadas. Los textos
circulaban de mano en mano. La región empezó a ser conocida en el mundo
como algo excepcional. Un lugar donde los libros no pasaban de moda, sino todo
lo contrario. Nadie en la región y aún en
el exterior quiso ya volver a editar sus obras en otra imprenta; era sabido que
por alguna extraña circunstancia solo en la empresa de Benigna, los autores
tenían el éxito asegurado.
Y el tiempo
fue pasando. Los años se sucedieron pausados e inexorables. Una tarde en la que sentada en la confortable salita de su apartamento la pareja se encontraba -como no podía ser de otra manera-, enfrascada en la lectura, Benigna le formuló a Carl una pregunta acerca de algo que la inquietaba desde hacía un tiempo.
–Carl, nos hemos ido haciendo viejos y hay algo que me atormenta. Pienso que hemos sido egoístas al no compartir nuestro secreto. ¿No crees que antes de morir deberíamos comunicar al resto del mundo el éxito que hemos alcanzado con el elixir de la felicidad y permitir que este descubrimiento sea conocido y disfrutado por otras personas? ¿Qué piensas, tú, Carl?
–Querida, esa misma pregunta que me haces ahora me la he estado haciendo yo mismo durante mucho tiempo. Sí. Creo que hemos sido egoístas al no compartir nuestro secreto.
–Qué bueno, Carl, que los dos estemos de acuerdo en algo tan importante. Empecemos pues a planear la forma de comunicarlo. Ya sabes que nunca me ha importado el dinero y menos ahora que ya estamos viejos. No se trata pues de eso, pero debemos pensar bien cómo vamos a trasmitir nuestro secreto porque al conocer los efectos del élixir algunas personas hasta sentirían que fueron utilizadas y el resultado podría llegar a ser contraproducente tanto para la lectura como para los libros.
–Tienes, razón, querida. Sí. Tenemos que ser muy cuidadosos –replicó Carl con ternura y añadió– Ya sabes lo difícil que es extraer unos pocos decilitros del elixir. Voy a ponerme en la tarea para que podamos tener de él una existencia que nos garantice su demostración.
Pero la propuesta de Benigna había llegado demasiado tarde. Carl solo alcanzó a preparar dos litros del élixir que Benigna, con unción casi religiosa, conservó en una botella de cristal. Desde hacía ya un tiempo, Carl había empezado a olvidarse de todo. El implacable alzheimer había ido poco a poco apoderándose de su cerebro y en los meses siguientes no solo olvidó la prodigiosa fórmula sino también el sitio donde reposaban los manuscritos que la contenían. Su mal ya ni siquiera le permitió volver a entrar al laboratorio; era demasiado peligroso para él trajinar con ácidos y probetas.
Falleció poco tiempo después. Se fue serenamente en medio de su extravío, dos
años antes de que Benigna encontrará también la muerte al
intentar alcanzar de lo alto de la biblioteca uno de los primeros títulos
impresos por ella con el elixir de la felicidad. Al caer de la escalera sufrió un golpe en el cráneo que fue lo que le costó la vida. A su lado quedó el libro causante involuntario de su tragedia.
Para todos fue
sorprendente que la empleada que la encontró muerta y levantó el libro para
hojearlo, aguardara la llegada de las autoridades enfrascada en los
complicados comentarios de Tomás de Aquino que a ojos vista no podía dejar de
leer.
Cuando se
hizo la limpieza del apartamento para entregar sus bienes a la beneficencia, ya
que ninguno de los dos tenía parientes
cercanos, una de las personas encargadas de realizar esta labor se
topó con un gran frasco de cristal que parecía contener en su
interior un aceite particular. Cuando lo destaparon para percibirlo la
exclamación fue unánime:
–¡Qué asco!
¡Quién sabe qué inmundicia guardaban aquí estos ancianos! Era una pareja muy
excéntrica. No pierdan tiempo, ¡Boten eso en el desagüe!
Y así lo
hicieron.
Otros relatos de la autora:
No hay comentarios:
Publicar un comentario