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lunes, 13 de septiembre de 2010

¿Y, si?


Este cuento  fue elegido para formar parte de la Antología Nacional de Cuentos 2010 de la Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa  que lleva a cabo el Ministerio de Cultura en  toda Colombia.  



A través de la maraña, la columna de hombres camuflados avanza con dificultad. Las botas se hunden en el lodo arrastrando en sus suelas el fango recogido por los lodosos andurriales.

“Atajo”, el guerrillero curtido en mil refriegas, está exhausto. La caminata por la trocha fangosa y empinada lo ha agotado más que en otras ocasiones. Aminora un poco el paso, respira hondo y se enjuaga con la mano el sudor de la frente. Los años y la vida en la manigua comienzan a pasarle factura. ¡Cada vez los siguen más de cerca! ¡Cada vez tienen  menos tiempo para recuperarse!
-¡Qué lastre ese hijueputa secuestrado!, exclama con rabia al retomar el ritmo y observar atrás en la fila al hombre que camina cojeando penosamente.  Si por él fuera ya se habría deshecho de ese viejo infeliz que entorpece la marcha. Total, ¿qué beneficio nos aporta? ya ni siquiera representa un escudo protector; el Ejército ataca y bombardea sin miramiento nuestros campamentos. Tal parece que ya no le importan las consecuencias.  “¡Nada que hacer! El cabrón ese que dirige el país tiene cojones”.

¡Cómo le molestan últimamente las piernas! “Cuidado, Atajo, cuidado. Es peligroso dar señales de debilidad delante de estos maricas”.  Sus hombres no deben siquiera sospechar  que está agotado. Todavía tiene claro en su mente el revuelo y los murmullos que causó en su columna la muerte del comandante “Ave negra” a manos de sus propios subalternos Entrecierra los ojos con rabia ante el recuerdo. “Bajó la guardia el muy estúpido”.

Está realmente agotado. Hace con la mano la señal de detenerse y contiene una rabiosa interjección al sentir el unánime respiro de alivio. A pesar de su ira tiene que reconocer que todos necesitan un descanso para tomar aliento y comer algo. El viejo ya no da más. Dentro de poco tendrán que llevarlo a cuestas. Si por él  fuera ya lo hubiera resuelto pero, “hay que esperar órdenes”. Sonríe con una mueca irónica moviendo la cabeza con fastidio. A veces no entiende a la dirigencia. ¡Cabrones! Seguro estarán a buen resguardo con buenas hembras, jartando güisqui, y claro, sin el acoso de la selva y del Ejército. Hasta él han llegado rumores de la vida que se dan los jefes. Solo rumores, claro; aquí no hay cómo preguntar ni confiar en nadie.

Les pisan los talones. Ni siquiera pueden prender fuego. La llama y el humo los delatarían. Se aleja un poco del grupo y desde donde se encuentra observa a sus hombres. El jovencito nuevo, un niño todavía, “reclutado” hace unos meses en la vereda indígena, ayuda a Fusible con las provisiones. ¡Las provisiones! De nuevo lentejas medio crudas y atún. ¡Solo el hambre hace pasable esa asquerosidad! No tiene caso  protestar. Hace rato no reciben vituallas. No hay cómo romper el cerco del Ejército. Acabarán comiendo tierra.
 Fija por unos segundos su mirada en el muchacho indígena que  tímido   le pasa en ese momento su ración. Lo han bautizado "Guatín" porque ya ha cazado dos ejemplares entre la maleza.  De esa edad más o menos era él cuando fue reclutado por la guerrilla hace ya tantos años. Un chispazo fugaz trae a su memoria olfativa el apetitoso olor del fogón materno de su infancia. Es solo un segundo, Atajo no es hombre de añoranzas.

 Con el machete desbroza ágil un matorral para hacerse a un lugar donde comer su ración. No hay cómo descuidarse. Todavía recuerda al “Iguana”, a quien pocas semanas antes una víbora lo jubiló para siempre en un sitio similar.

Selva, alimañas, frío, calor, privaciones, muerte, dolor, sangre. Sangre por todas partes… “¿Valdrá la pena todo esto?”, se pregunta frunciendo el ceño. Inquieto, mira alrededor. No. Nadie lo está observando. Nadie cae en cuenta de su rabia, de su agotamiento. Los compañeros están allí a unos pasos; unos engullendo su miserable ración; otros, un poco más lejos, descongestionando sus esfínteres. El viejo se ha quedado adormilado, pero aun así se queja. La llaga de su pierna está infectada. Tiene feo aspecto. Y de repeso, diabético. No debe quedarle mucho tiempo. Lo que no haga la selva lo hará un tiro certero. Su suerte está sellada.
Últimamente prefiere alejarse del grupo; quedarse aparte. El humor soez de sus hombres, sus vulgaridades, su morbo, sus relatos de violaciones, crueldad y sangre ya no le causan gracia. No entiende qué le pasa. Él fue siempre el primero en contar procacidades, en vanagloriarse de sus hazañas, de los muertos, del dolor que dejaba a su paso. Nada le asombra ni le asusta. Pero últimamente se siente cansado de todo eso. Sí. Le agota jactarse del asesinato de campesinos míseros; de los secuestros eternos e inútiles; de los mutilados o muertos por las minas. Odia el ambiente pestilente en el que transcurren sus días. Esa cantidad de años sombríos, interminables, baldíos, marcados por la comunidad forzada con esos hombres sin cultura, sin Dios ni ley, pernoctando en improvisados cambuches, siempre huyendo, siempre con hambre, rodeados de mil y un alimañas, acosados por el calor y por la lluvia, por una humedad eterna que se pega a la ropa, a la piel y hasta al alma; en medio de la espesura sin permitirse ver el sol, conviviendo con la suciedad corporal –la suya y la de sus hombres-, los malos olores, la sed, el agua contaminada, la incomodidad continua; carcomidos por la leishmaniasis, los mosquitos, los hongos, los parásitos, el sida, el paludismo, las diarreas eternas. Corriendo, corriendo siempre, sin destino, sin norte, sin descanso y con el Ejército aparentemente incansable cada vez más cercano, pisándoles los talones. Lo fatigan, cómo lo fatigan y lo exasperan los discursos de los jefes, el adoctrinamiento continuo, toda esa retahíla repetida hasta la saciedad sobre un cambio en el que nunca ha creído pero que ahora le parece cada vez más utópico y hasta risible.

Es consciente de que no puede compartir ninguno de estos pensamientos con ese grupo de infelices que comanda en esa especie de marcha interminable hacia la nada que ya lo tiene hasta las pelotas. Él, como ese miserable está también secuestrado en medio de la manigua. Pero al menos el viejo morirá pronto. Él está preso en su propia trampa. Y no hay escape.

Estira las piernas pero reprime el deseo de quitarse las botas. Sabe que hacerlo sería enviar una señal inequívoca de debilidad y de cansancio. Tiene que dar ejemplo. ¡Ejemplo! En su rostro se dibuja una mueca irónica. Qué agradable sería volver a pasar aunque solo fuera un día en un lugar cómodo, limpio, hablar con otras personas, de otros temas distintos a la guerra; disfrutar de un poco de privacidad; observar un programa de televisión cómodamente sentado; sin prisa, sin temor a ser descubierto; saborear una comida como Dios manda, dormir en una cama blanca con sábanas limpias, frescas; hacerle el amor a una mujer fina, delicada “no como estas putas guerrilleras con ese olor animal que tanto me repugna y que solo soporto por física necesidad. Con esa mirada torva que nunca ve de frente. ¡Perras! esperando solo que te des la vuelta para dárselo a otro o enterrarte el puñal como hizo la Suleyma con el Comanche”. Su mirada y su gesto se tornan torvos y ceñudos ante el recuerdo.

Ese día comprendió que el amor con una guerrillera  podía muy bien  terminar como el abrazo de la mantís. Sí.  Menos mal que la maldita perra no logró escaparse. La apresaron justo antes de llegar a un campamento del Ejército. Más le valdría haberse muerto. Dos días la pasó gritando por las torturas. La despellejaron viva. ¡Se lo merecía!
Empero, Atajo sabe que algo anda mal.  No puede engañarse.  Hace solo un tiempo tomaba todas las circunstancias de su vida guerrillera como algo natural. Así era su vida y así lo sería hasta su muerte. Los pensamientos que ahora lo acosan y lo sumen en el descontento y la insatisfacción son algo reciente. Surgieron, él lo sabe, luego de su fugaz visita a aquel centro de salud.

Recuerda vívidamente ese día. Ingresó a la  población vestido de campesino para no despertar sospechas y fue allí, en el centro de salud, donde todo empezó a cambiar para él. Lo atendió la joven doctora recién llegada de la capital para realizar en esa vereda su año rural. Con prolijidad no exenta de curiosidad médica, la profesional examinó la llaga que la leishmania le había dejado en su brazo. Un boquete hondo.

Atajo la observó  a su vez con la actitud fingida de un campesino apocado. Al tenerla cerca imaginó a través de su mandil blanco su cuerpo esbelto y bien formado, admiró su piel tersa y sonrosada, sin cicatrices, sin manchas; su mirada diáfana, su cabello ondulado y brillante, pero sobre todo, percibió el suave aroma que la envolvía y que no disipó ni el fuerte olor del desinfectante con el que limpió la llaga. Percibió la delicadeza de sus manos al realizarle la curación e inyectarle el antibiótico peruano, único medicamento capaz de detener esa lepra. Breves minutos durante los cuales la actitud de la doctora estuvo siempre marcada por el sello de esa amable indiferencia profesional con la que atienden los médicos a sus pacientes. Al terminar la curación y darle una nueva cita para la siguiente semana, le recalcó lo importante que era aplicarse la siguiente dosis.

Atajo  era consciente de eso. Retrasó la partida de su columna más de lo aconsejable haciendo tiempo para su nueva cita médica. Esta vez, la doctora lo recibió con cierta familiaridad. Para su sorpresa,  recordaba el nombre falso que  le había dado en la primera consulta  y que constaba en el carné de identidad robado.

 - ¿Cómo está, don Pedro Pablo? – le dijo a modo de saludo con una sonrisa amablemente distante y añadió con genuino interés:

 - ¿Cómo va su herida? –Sin esperar respuesta, tomó su brazo y observó con cuidado la llaga. Se mordió los labios y moviendo la cabeza en señal de duda agregó:

-Ha tenido una ligera mejoría, pero la infección está todavía viva. Es necesario continuar el tratamiento.

 De nuevo realizó las curaciones. Limpió la llaga y aplicó con generosidad el desinfectante. Él sabía que nada de eso servía que lo único realmente efectivo era la droga peruana. La dejó hacer sin pronunciar palabra. Era agradable sentir sus manos sobre su piel. Al terminar la curación, la joven doctora le inyectó la segunda dosis del tratamiento.

Atajo observó el lugar con atención. Una habitación amplia con paredes pulcramente pintadas de blanco en donde colgaban algunas láminas alusivas a la maternidad y a la niñez; sillas y estantes de color azul oscuro y en una esquina, tras una cortina blanca, una camilla para exámenes. Al lado del escritorio de la doctora el anaquel de los medicamentos. Todo, pulcro, aséptico, en orden.

 Sabía que no podría regresar. Esa madrugada debían internarse en el monte  de lo contrario corrían serio peligro de ser descubiertos por el Ejército. En determinado momento, la doctora salió de la consulta para decirle algo a la chica de la recepción. Ese instante lo aprovechó con agilidad el guerrillero  para tomar del estante la caja de ampolletas inyectables. En seguida las puso en su morral. Actuó con rapidez y naturalidad. La doctora no cayó en cuenta de nada.

Al despedirlo y darle una nueva consulta para la semana siguiente volvió a insistirle que no faltara a la próxima consulta:
- No vaya a dejar de venir, don Pedro Pablo – le dijo con una sonrisa amable y añadió haciendo con la boca y los ojos un gesto como de “allá usted”
-Si no le inyectó la dosis completa la infección seguirá avanzando.

-Gracias, doctorcita, no faltaré – repuso Atajo al despedirse con el gesto agradecido de un humilde campesino, mientras en su interior se preguntaba; “¿Y si…?”. Sabía que ya no volvería por allí y que quizá más nunca la volvería a ver.

Ahora, en el breve descanso de su agotadora marcha, recuerda ese fugaz encuentro. Sabe que la presencia de aquella joven doctora despertó en él algo adormecido. Le atrajeron su presencia, su aroma, su aplomo, su serenidad. Habría podido planear un ataque al poblado para secuestrarla. Después de todo ese era un procedimiento habitual dentro de la organización. La idea, claro, le pasó por la mente, pero la rechazó. ¿Qué habría logrado con eso? Solo convertirla en poco tiempo en una mujer tan repulsiva como las demás. Había visto a otras secuestradas. No demoraban mucho en transformarse. Ella también acabaría oliendo, mirando y pensando como las otras mujeres de la guerrilla. La manigua acababa rápidamente con el encanto y frescura de cualquier mujer. Sin saber exactamente por qué, Atajo desechó la idea del secuestro.

Pero la visión de otra vida paralela representada por la doctora y  por su mundo, una forma de vida tan radicalmente distinta a la suya, lo ha conturbado. Probablemente aquella joven se casará más adelante con alguien como ella,  tendrá un hogar organizado, hijos, una vida tranquila, previsible, amigos, distracciones, momentos de alegría. Una vida que a él le está negada. Un violento sentimiento de rebeldía se apodera del guerrillero al reflexionar en el mundo tan opuesto en que le ha tocado vivir.

“¡Ya está bueno de pendejadas!”, murmura de pronto con rabia, y levantándose de un tirón pone fin a sus reflexiones. Con la mano en alto hace a sus hombres, ocupados en ese momento en ocultar las pruebas de su pasajera permanencia en el lugar,  la señal de retomar la marcha.

Esa noche, tirado, en un improvisado cambuche que le protege a medias de un torrencial aguacero, Atajo  logra conciliar solo por breves momentos el sueño. En la mañana comprueba con disgusto que no ha podido recobrarse de la agotadora jornada del día anterior. Su cansancio no ha desaparecido. Sabe, no obstante, que este cansancio no es igual al de otros días.

Pero hay que continuar la marcha; hay que alejarse y rápido. Los vigías enviados para observar al Ejército le han comunicado que la tropa está solo a una hora de camino. Deben aprovechar esa pequeña ventaja. Haciendo honor a su sobrenombre, Atajo inicia la marcha por una trocha todavía más agreste que la ya recorrida; cree que con esta  estrategia confundirá a quienes les persiguen.

 Al cabo de cuatro horas, el cuerpo ya no le da más. Es preciso descansar. Se encuentran cerca de un caserío. Envía a algunos de sus hombres por comida y por agua. Deben aproximarse con cuidado; los accesos a las poblaciones suelen estar sembrados de sus propias minas. Él bien lo sabe: la estrategia de la guerrilla es colocar minas alrededor de los centros poblados para intimidar tanto al Ejército como a los campesinos.

Recostado en un árbol, fuma con fruición un cigarrillo. La mente aprovecha ese breve descanso del cuerpo para liberar un tropel de pensamientos y reflexiones. Una inquietud lo asalta de pronto: ¿Acaso siente miedo? No. No puede ser, él no le teme a nada, ni siquiera a la muerte. Convive con ella, sabe que en algún momento ya no podré evadirla. No. Nunca ha experimentado miedo aunque tal vez su actual  desasosiego tiene algo que ver con ese sentimiento. Pero es otra clase de miedo. Miedo a ser un perdedor. A haber desperdiciado estúpidamente su vida. Su única vida. ¿Y? ¿Acaso hay escapatoria? No. No la hay. Este es y seguirá siendo su destino hasta el final.

Y sin embargo, hay quienes han desertado con éxito. “¡Malditos!”. A algunos pudieron encontrarlos y asesinarlos pero otros lograron reanudar con éxito su nueva vida. Atajo se sorprende preguntándose: “¿Y si…?”.  Después de todo, ya nada tiene sentido. Si ya no es posible volver atrás, al menos sería bueno morir decentemente. Su pensamiento se ha convertido en su peor verdugo. Ese ¿y si…? no le da tregua. El cigarrillo se termina, pero la pregunta queda flotando en el aire y en su mente.

La naturaleza que lo rodea es un reflejo de su propia vida. La maraña presente siempre en la manigua, las copas de los árboles, no permiten vislumbrar el horizonte. Así ha sido siempre. Pero ahora está aquí, próximo a un lugar civilizado y la selva parece recular. A lo lejos entre los sembrados se divisan algunas viviendas. Y de nuevo le asalta la pregunta: “¿Y si…?”

En ese instante uno de sus hombres se acerca y le pide que vaya a ver al secuestrado. Está muy mal. Lo comprueba con sus propios ojos. Es solo un despojo. Tendrán que llevarlo a cuestas y tal vez amputarle la pierna. No. Él no va a cargar  con ese peso muerto. No esperará instrucciones superiores. Tendrán que  salir de él. Llama a “Navaja”, el más sanguinario de sus hombres y le da la orden. No puede dispararle, el Ejército está demasiado cerca. Deberá degollarlo.

Tomada su decisión Atajo se aleja del campamento un poco más que de costumbre. Una muerte más no le conmueve;  sabe que él es su fiel mensajero y  cumple bien su cometido, pero desea, como nunca, estar solo. Presiente que nada que haga podrá ya devolverle la tranquilidad; que ese agobiante ¿y si…? que le acosa desde hace un tiempo seguirá en adelante martilleando su cerebro.

En el suelo, libre casi por completo de maleza, quizá alguien menos distraído habría detectado el peligro. Atajo, no. En el momento en que brota la sangre de la garganta degollada del secuestrado se escucha formidable la tremenda explosión. 
  Leonor Fernández Riva
Cali

                                                               

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domingo, 12 de septiembre de 2010

La casa interminable


Dibujo colorido de una casa en construcción con cuatro máquinas (grúas, hormigonera...) en primer plano


La casa interminable

Leonor Fernández Riva


Alguien demasiado puntilloso podría tal vez objetar que el pasto del jardín recién se había colocado; que los pequeños limoneros todavía esperaban en sus negras fundas de vivero para ser sembrados; que los arbolitos de camias, acacias y gualandayes semejaban solo plántulas insignificantes en la extensa área verde que rodeaba la edificación, y que junto al muro más apartado aún se apreciaban algunos escombros, pero lo cierto es que al fin, después de tantos meses de lidiar con arquitectos, ingenieros, electricistas, plomeros, cerrajeros, albañiles y pintores, la casa, su casa, estaba terminada. El gran día por fin había llegado.

Todo era euforia y felicitaciones. Los amigos, invitados expresamente para festejar el gran acontecimiento,  la recorrían con efusivas expresiones de admiración. Al ingresar al hall se maravillaban de su amplitud, de los acabados, de las proporciones ideales de la sala y el comedor; de la modernísima cocina incorporada al ambiente con estanterías primorosas y sólidos mesones elaborados con maderas exóticas traídas de las míticas islas Galápagos; maderas cuyas vetas originales se habían conservado para brindarle al conjunto un toque de rusticidad; la misma exótica madera que estaba presente en los baños, en los pasamanos y en las dos rotundas chimeneas en las que los leños encendidos chisporroteaban esa noche alegre y cálidamente. Era todo un ir y venir de gente curiosa por las alcobas amplias y acogedoras, por sus amplios  y bien iluminados baños, por los corredores y balcones repletos de plantas y de flores. Solo se escuchaban exclamaciones de admiración y beneplácito:
¡Qué buen gusto! ¡ Cuánta luz! ¡ Qué acogedor! ¡Cuán funcional todo!

Gabriela y Raúl, los dueños de casa, agotados pero felices, recibían orgullosos los parabienes de sus amigos. Era en verdad un logro extraordinario. La casa había quedado preciosa. No fueron pocas ni pequeñas las dificultades que tuvieron que superar para llegar a este gran día ¡pero valió la pena! ¡Cómo no celebrar así, a la grand manier la culminación de ésta, su casa, en cuya construcción tuvieron tantos y tantos contratiempos  pero que al final resultó funcional, moderna y sobre todo, ¡tan agradable!

La inauguración fue algo memorable: mariachis, rumba, brindis y deliciosos y opíparos manjares. La alegría y el festejo duraron hasta la mañana siguiente.

Y el tiempo empezó a transcurrir. Albertito, el niño de la casa, de tan solo seis años, se divertía en grande en el extenso jardín donde plantas y árboles empezaban a arraigarse. Los pequeños limoneros se habían sembrado ya alrededor de la casa; las acacias, las camias y los gualandayes iniciaban tímidamente su lento crecimiento, y en los muros de piedra las buganvillas y enredaderas de flores comenzaban poco a poco a trepar y apoderarse de las paredes.

Como es de todos conocido, las alegrías por los éxitos o logros alcanzados no se mantienen incólumes en el tiempo. Poco a poco, al paso de los días, el hecho venturoso se convierte en cotidianidad y paulatinamente empieza a perder su brillo y su encanto.

Y efectivamente, así sucedió también en esta historia. Una mañana, varias semanas después de la inauguración, Gabriela, empezó a observar, mientras preparaba algo de comer en su moderna cocina, que una de las paredes laterales no permitía contemplar el jardín mientras se encontraba en ese lugar. Ese pensamiento no la dejó ya en paz. Continuamente acudía a la cocina y observaba con mirada perspicaz el entorno. Sí. Definitivamente, allí hacía falta una ventana. ¿Cómo no cayeron en la cuenta de eso antes? Raúl trató de hacerle reflexionar que en la cocina había ya dos grandes ventanales con una magnífica vista. Fue inútil. Allí hacía falta otra ventana; una desde la cual se pudiera divisar el enorme portón de entrada y el primoroso jardín. Incapaz de sacarle esa idea de la cabeza a su esposa, y aunque bastante reacio al principio, Raúl aceptó al fin tumbar la pared para hacer allí un amplio ventanal.

Dos meses después, cuando la obra estuvo terminada y los escombros, el cemento y las huellas de la remodelación habían sido ya prolijamente borrados, Gabriela le preguntó a su esposo con una sonrisa coqueta:

-¿No te parece, amor,  que la casa ganó mucho con este arreglo?

Raúl debió reconocer que en efecto así era. A través del nuevo ventanal de la cocina se podía divisar ahora el cuidado jardín y el imponente portal de entrada. Aquello le daba un aire no solo más funcional sino más grato a ese lugar de la casa. Gabriela estaba feliz.

Y el tiempo continuó su persistente marcha. Albertito crecía a ojos vista. Los setos de plantas decorativas del jardín resaltaban alegremente entre el verde brillante del pasto,  y las enredaderas, cubiertas de floridas campanitas, llegaban ya a la mitad del muro; los limoneros tenían ya treinta centímetros de alto; los gualandayes y las camias crecían lenta pero constantemente y las acacias, pequeñas todavía, lucían ya profusión de ramos rojos entre sus ramas.

Una mañana de un frío día de invierno Gabriela, afectada por un molesto resfrío, no fue a su trabajo. Dedicó entonces la mañana a ordenar el cuarto de su pequeño hijo. En esas estaba, cuando de pronto algo empezó a inquietarla. ¿No era acaso muy pequeña la pieza de Albertito? ¿Cómo no se había fijado antes en eso? ¿Como se le podía haber pasado algo tan importante? ¡Y con tanto espacio desperdiciado afuera en el jardín!

No. Eso no podía ser. Ese era un error imperdonable Albertito estaba creciendo y cada vez necesitaría más espacio. Pronto sería un adolescente. Ampliar su cuarto no era, después de todo, algo muy difícil de realizar. Se necesitaba únicamente tumbar una pared y extenderla unos metros más aprovechando una pequeña área del extenso jardín que rodeaba la casa. ¡Cuánto ganaría ese cuarto con tan sencillo arreglo!

Sin poder dar crédito a lo que oía, Raúl escuchó en la noche el planteamiento que le hizo Gabriela. Se negaba a admitir que nuevamente volverían a reabrir esa página de albañiles, polvo, escombros, desorden, construcción. Pero Gabriela era insistente, y elocuente. Después de escuchar durante varios días sus argumentos y observar minuciosamente el cuarto de su hijo, Raúl debió admitir que efectivamente tal vez habían cometido un error al calcular sus proporciones.

Durante dos largos meses la casa volvió a sufrir los efectos de la demolición y de la nueva construcción. Gente extraña en la casa, polvo, desorden, cansancio, mal humor, estrés generalizado.

Todo, no obstante (o casi todo), tiene un final. Y así un buen día el amplio cuarto pintado en tonos celestes y ocres, un moderno baño, dos amplias ventanas cubiertas por coquetas cortinas de bambú; una cama muy confortable y otra camarote para cuando uno o más de los amiguitos de Albertito se quedaran a dormir; repisas atestadas de juguetes; el escritorio con el imprescindible equipo de computación; en las paredes vistosos posters de sus dibujos animados preferidos, y la infaltable televisión, pudo al fin ser ocupado por Albertito. Sí. Raúl debió reconocerlo: Gabriela nuevamente había acertado. El esfuerzo, el cansancio, el gasto, valieron la pena. La reforma había sido magnífica.

El tiempo, ese eterno andariego con su constante peregrinaje, siguió su marcha. En el jardín los setos de flores eran cada vez más coloridos y hermosos; los limoneros empezaron a florecer; las acacias, camias y gualandayes se habían convertido en lozanos arbustos y las florecidas enredaderas cubrían ya casi por completo los altos muros de piedra. Cada mañana un concierto de trinos despertaba a los habitantes de la casa. Albertito, por su parte, celebró sus nueve años con una fiesta muy alegre en la cual hubo derroche de comida rápida, coca cola, pastel, helados y muchos juegos.

Un sábado en la tarde -pocas semanas después- los dueños de casa, sentados confortablemente en la sala, departían alegremente recordando los pormenores de una reunión a la que habían asistido la noche anterior.

-¿Qué te pareció el vestido de Juliana? –preguntó en determinado momento Gabriela a su esposo, y sin esperar respuesta añadió moviendo la cabeza y abriendo mucho los ojos en señal de desaprobación -: Francamente, mijo, no sé por qué nadie tiene el valor de decirle que ya esos estilos no le quedan. Con sus años y con lo gorda que está, pero ella insiste en seguir vistiéndose como si fuera una jovencita.

-Cierto, amor. Estaba fatal -convino Raúl moviendo la cabeza con una sonrisa y
agregó-: ¿Y qué tal Juancho? ¿No lo viste? Arrastrándole descaradamente el ala a María Emilia, la dueña de casa. Yo me llegué a sentir incómodo ante sus impertinencias. Pero el despistado de Jorge como si nada.

-Claro, amor – accedió a su vez Gabriela –, pero es que también María Emilia tiene la culpa; le seguía la corriente; es una coqueta. Por eso todas las del grupo le tenemos recelo. Bien sé que a ti también te coqueteaba, ¡no lo niegues!

-¿A mí? ¡Estás loca! – replicó Raúl con una mueca de burlesco asombro, y añadió con una sonrisa y un pícaro guiño -: No es mi tipo.

-Ya, ya, dejémoslo así – repuso Gabriela haciéndole con el dedo índice un gesto de cariñosa amenaza. Y luego, cambiando de tema añadió - : Bueno, pero lo que no podemos negar es que la comida estuvo riquísima y muy abundante. Para qué también. En cada invitación los Guarderas se gastan lo suyo. Oye, mi amor, ¿no te pareció que el comedor se veía como más amplio? 
¿Sería quizá por la nueva decoración? 

-¿Sí? La verdad, no me fijé mucho en eso, pero ahora que lo comentas puede ser. Realmente todo se veía muy bien - apuntó Raúl sin interés y agregó -: Pero volviendo a la reunión, ¿qué te parecieron los chistes de Tomás? ¡Buenísimos, ¿verdad? ¿Qué tal el del borracho? ¡No! Si todavía me da risa cuando me acuerdo – concluyó con una carcajada, pero al reparar que no era escuchado añadió levantando la voz -: ¡Gabriela, te estoy hablando! ¿Qué te pasa, Gabriela? ¿Qué estás viendo?

Gabriela, parada junto a la bellísima estantería que en un ensamble exacto dividía en forma sutil el espacio entre la sala, el comedor y la modernísima cocina, contemplaba con ojo analítico ese sector de la casa entrecerrando los ojos en un gesto que Raúl bien conocía.

Esa noche Gabriela ya no encontró interesante ningún tema de conversación. Ni siquiera las noticias de farándula del noticiero la sacaron de su ensimismamiento. Su mente estaba en otra cosa. “Decididamente, las estanterías le restan luz y amplitud al área social. Por eso donde los Guarderas todo se veía tan amplio, claro, porque no había nada que estorbara la mirada. Sí, cierto que son bonitas pero el efecto podría ser mejor sin ellas”.


Raúl creyó estar soñando cuando al desayuno Gabriela le propuso realizar semejante reforma.

-¡Quitar las estanterías!!–exclamó, asombrado- ¿Nuestras bellas estanterías cubiertas de vidrio donde lucen tan bien las copas y la cristalería?! ¿Estás loca? ¿No sabes cuánto nos costaría hacer semejante arreglo? Fueron empotradas de las vigas del techo. Ni siquiera sé si sería posible quitarlas sin dañar la estructura de la casa.

Pero de nada valieron sus argumentos en contra de la -como él creía firmemente- peregrina idea. Gabriela no sabía lo que era renunciar a un proyecto, sobre todo cuando se trataba de su casa.

Cada día, al volver del trabajo, se quedaba un rato largo en la sala contemplando las dichosas estanterías. Y como es natural, poco a poco la resistencia de Raúl se fue debilitando. Hasta que llegó el día en que se despertó pensando que sí, que tal vez su mujer tenía de nuevo razón. Gabriela, que conocía perfectamente a su esposo, percibió su condescendiente actitud y esa noche entre arrumacos y palabras de amor acabó de convencerlo.

No fue éste un arreglo fácil, rápido ni económico. Pero al fin, después de tres meses de padecimientos e incomodidades, las bellas estanterías fueron retiradas para ser reubicadas, unas, en otra parte de la cocina, y otras, en diferentes sectores de la casa. En su lugar se colgaron de las vigas del techo frondosos helechos que brindaron a ese espacio un toque de verdor y de alegría.

Raúl debió reconocer a regañadientes que efectivamente, con esa reforma, la sala y el comedor habían ganado mucho en luminosidad y amplitud. El efecto era en verdad muy agradable. No había nada qué hacer, el gusto de decoradora de Gabriela era realmente indiscutible.

Y el tiempo siguió su incesante marcha. Los muros del jardín se cubrieron completamente de tupidas y florecidas enredaderas; las camias perfumaban las noches con su aroma; las acacias se transformaron en árboles frondosos cubiertos perennemente de rojos ramos de flores y los gualandayes, en cuyo follaje se alcanzaban a ver algunos nidos de pájaros, se convertían periódicamente en un verdadero regalo para la vista al perder sus hojas y cubrirse de flores de un color morado oscuro. Albertito se había vuelto un guapo jovencito que cursaba ya la secundaria. Sus amiguitos acudían generalmente a su casa los fines de semana para jugar fútbol, entretenerse con los juegos electrónicos y saborear las deliciosas hamburguesas que preparaba su padre.

A pesar de ser hijo único, la niñez de Albertito, al lado de unos padres amorosos que indudablemente le querían y se querían, fue una niñez feliz. Como suele suceder, los niños aceptan sin chistar las costumbres familiares por raras que puedan parecer a los extraños. Albertito se acostumbró, pues, a que en su hogar todo el tiempo se estuviese realizando algún cambio.

Al llegar del colegio, nunca sabía con qué iba a encontrarse. Un día estaban remodelando la fachada; otro, ampliando el camino de entrada a la casa; otros más, haciendo una cancha de fútbol, o cambiando el color de la sala, o instalando el nuevo jacuzzi, o levantando una fuente en el jardín, o instalando el portero automático, o haciendo un horno en el patio, o levantando un muro...

En su casa, bien lo sabía, nada era para siempre. Todo podía remodelarse, cambiar de color, ampliarse, reducirse, o simplemente desaparecer. Y hasta llegó a aceptar cómo algo normal la presencia de albañiles, carpinteros, plomeros o pintores haciendo alguna reparación.

Sin embargo, y como cosa rara, desde hacía unos cuantos meses reinaba en su hogar una inusual tranquilidad. Gabriela se encontraba realizando, muy juiciosa, un estudio avanzado de Feng Shui. Algo que realmente la apasionaba y ocupaba todo su tiempo. Varios libros sobre el tema se apilaban ya en su mesita de noche. Raúl no podía contener su asombro al observar cómo Gabriela, concentrada en su lectura, ni siquiera paraba mientes a las telenovelas o a los noticieros que antes no podía perderse.

Los efectos de su nueva experiencia eran casi imperceptibles. No obstante, tanto a Raúl como a Albertito les sorprendió la aparente facilidad con la que un día Gabriela se deshizo de unos hermosos y costosos bonsái por los que antes daba la vida, porque según dijo, “generan mala energía”. Y su extrañeza se incrementó cuando días después Gabriela salió también de otras hermosas plantas decorativas de la sala que de acuerdo a sus nuevas creencias: “no es conveniente tener en el interior de la casa”.

Raúl presintió en ese momento que algo no andaba del todo bien. Sin embargo trató de no preocuparse diciéndose que eran solo prejuicios suyos. La realidad era que estaban viviendo una temporada “anormalmente” tranquila. Su casa era por fin la casa deseada. No había que reformar nada. Albañiles, carpinteros y plomeros brillaban por su ausencia. Tal parecía que hubieran entrado a formar parte del agitado pasado.

Ese verano el jardín pareció explotar a la vida. Los nidos se multiplicaron entre el follaje de los árboles y las enredaderas de los muros, las camias, acacias y gualandayes se cubrieron de flores.

Para celebrar la culminación de sus estudios de Feng Shui, Gabriela organizó una sencilla reunión con su profesora y compañeras de taller. Como era apenas lógico, luego de los primeros saludos y de tomarse un delicioso aperitivo las invitó a conocer su magnífica residencia. En sus ojos se traslucía un ansioso deseo de aprobación. Pero, para su decepción, los comentarios de sus invitadas -si bien gentiles y amables- no fueron tan espontáneos ni tan generosos como los que recibió en la inauguración de su hogar hacía ya varios años.

La profesora, una italiana de Turín, experta en el tema del Feng Shui, observaba todo con ojos perspicaces y, como de paso,  hacía caer en cuenta a Gabriela de algunos desatinos en cuanto a la ubicación de determinadas puertas, ventanas, espejos, fotografías, adornos.

Pero su desaprobación alcanzó el punto máximo al llegar al área del hermoso jacuzzi colocado en una amplia y acogedora azotea detrás de la alcoba principal: “Ya te he explicado varias veces, cara mía, la inconveniencia de tener tal cantidad de agua estancada tras de ti", dijo la profesora a Gabriela en tono de afectuosa reconvención,  y añadió moviendo la cabeza con gesto preocupado: "Non é certamente conveniente”.

No era necesario que su profesora se lo dijera. Gabriela, ducha ya en el manejo de las energías positivas y negativas,  también lo había pensado, pero su solución, por primera vez, parecía rebasarla.

¡Cuánto trabajo había costado llevar el inmenso jacuzzi hasta el segundo piso y cerrar después la terraza íntegramente de vidrio; cuánto demoró en crear allí un ambiente placentero rodeado de plantas, cómodas tumbonas y bellas esculturas de la India; cuánto meditaron ella y Raúl antes de escoger el cubrimiento más apropiado del techo a fin de que sellará herméticamente el lugar para conservar el calor y a la vez dejara pasar la luz . ¡Y cuánto tiempo y dinero les costó conseguir todo eso!

El resto de la reunión transcurrió de manera muy agradable. Se dejó de lado el tema de la casa y de su decoración que evidentemente era un poco tabú y se habló de plantas, de comidas, de colores, y claro, de la bella Italia. Hubo risas y brindis. Al momento de despedirse, la profesora italiana abrazó efusivamente a Gabriela y le dijo con expresión afectuosa pero grave:

–Mio cara, ricorda: non é certamente conveniente el acqua tras noi. No olvides il mio consiglio, cara amica.

Raúl, que no estuvo presente en la reunión desde los primeros instantes, participó no obstante de la última parte de la velada y no pudo dejar de escuchar las palabras de la italiana al despedirse. Esa noche no tuvo necesidad de oír a su esposa para saber que algo muy grande estaba por suceder. Cuando Gabriela le expresó su deseo de trasladar el jacuzzi hacia otro sector de la casa y realizar luego otras “imperiosas” reformas, guardó silencio.

Al día siguiente se levantó muy temprano, acudió a su oficina y se presentó ante el Presidente de la compañía para aceptar sin vacilar el traslado que la empresa había estado ofreciéndole desde hacía varios años a Norteamérica como representante general; traslado que reiteradamente él había pospuesto.

No fue fácil convencer a su familia, organizar el viaje, coordinar el traslado de colegio de Albertito, deshacerse de tanto chéchere... vender la casa, pero tampoco hubiera sido fácil afrontar la alternativa.

Dos meses después, Albertito, Raúl y Gabriela viajaron felices a los Estados Unidos para establecer en el país del Norte su nuevo hogar.

La casa fue adquirida por una compañía constructora a fin de demolerla y levantar en el amplio terreno un condominio de apartamentos.


Leonor Fernández Riva

Cali, Mayo 2010
Colorear Un albañil construyendo una pared de ladrillos


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