La última aventura
Leonor María Fernández Riva
Leonor María Fernández Riva
Cuando aquellos hombres intentaron atraparla mientras se encontraba buscando sobras en un basurero, aquella perrita callejera opuso denodada resistencia. Un innato temor al ser humano
la mantenía siempre en guardia acerca de sus intenciones. Pero todo fue inútil.
No pudo resistirse a sus captores. Su destino estaba escrito.
Mezcla de Husky, Terrier y otras razas,
era aquella, una simpática perrita mestiza,
lozana y vivaz, que a pesar de soportar continuas hambres y fríos
extremos se encontraba en perfectas condiciones de salud. De temperamento
tranquilo y estoico, resultaba encantadora para quienes la observaban.
Luego de su captura fue sometida a
condiciones de vida por completo desconocidas
e inexplicables para ella. Acostumbrada a vagar sin rumbo por la ciudad
de las cúpulas y las iglesias, fue recluida por días enteros en un pequeño
cubículo en el cual escuchaba todo
el tiempo sonidos extraños. Un lugar tan exiguo que se le hacía difícil hasta orinar
y defecar. Continuamente era sometida a la acción de complicados aparatos
que la hacían girar a una velocidad vertiginosa. Y lo peor, algo a lo que
no podía acostumbrarse, era a digerir por todo alimento una masa blanduzca de
un sabor desconocido con un lejano parecido a la carne. Todos estos
cambios ocurridos tan de improviso en su vida la tenían sumamente inquieta y
hacían que su corazón palpitara con rapidez. No podía acostumbrarse a lo
que le estaba ocurriendo. ¿Qué le había pasado?
Un día, sin embargo, cuando ella menos lo
esperaba, ocurrió algo sorprendente y grato. Una de las personas
que continuamente la observaba a través de una pequeña
ventana del cubículo adonde estaba recluida, la llevó a un lugar
muy agradable, una casa con un gran jardín en el cual se encontraban
varios niños. Algo inesperado y maravilloso; pudo entonces corretear y jugar con ellos. En su
vida vagabunda nunca le había ocurrido algo parecido. El hombre
aquel la miraba todo el tiempo con ojos llenos de bondad en los que ella
creía ver algo de tristeza. Había aprendido a identificar a los seres
humanos, conocía su miseria, su odio y su falta de compasión, pero
también, sus sentimientos de caridad y de amor. Aquel, lo sabía, era un buen
ser humano.
Al día siguiente de aquella grata salida la
condujeron hasta un lugar aun más extraño que el anterior, un sitio
metálico y brillante rodeado de mecanismos y botones. Acostumbrada a la
temperatura inclemente y gélida de
las calles de Moscú, y por algo que ella no pudo explicarse, su pequeño cuerpo se
estremeció aquel día de verano, como si estuviera en un portal en la más fría noche de invierno.
Experimentaba un profundo temor.
Dos personas a las que no había visto
nunca limpiaron su pelaje con cuidado y esparcieron luego sobre toda ella
un líquido de un olor extraño. La colocaron enseguida en una especie de
asiento y ajustaron algunas correas.
El hombre que la había llevado un día antes a
retozar junto a sus hijos pequeños, se acercó entonces hasta ella. La
perrita vagabunda lo reconoció y movió su cola con alegría,
ladrando entusiasmada. Pero la mirada de aquel hombre no reflejaba
alegría. Conmovido, la besó en la nariz
y le dijo algo que ella no olvidaría.
Entonces, la puerta se cerró y quedó
completamente sola en el interior de aquella cápsula.
Mientras la punta cónica del Sputnik 2 despegaba
con éxito del cohete impulsor y se adentraba en el espacio, aquella
perrita callejera seguía preguntándose por qué aquel hombre de ojos tristes
la había besado con cariño y sobre todo, por qué se había
despedido de ella llamándola con un nombre que ella antes nunca había
escuchado:
"Buen viaje, querida Laika".
Leonor María Fernández Riva
Noviembre 2014
Leonor María Fernández Riva
Noviembre 2014