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viernes, 24 de octubre de 2014

FIDELIDAD

Ramses II en un carro de guerra contro los Nubios. Parte del templo de Beit el-W

Fidelidad 


Corre el año 940 antes de la era cristiana. El reino de Saba, libra contra el poderoso ejército de  Egipto,  una de las batallas más cruentas de su historia. Los feroces  combates se realizan cerca de Malib, su capital. Ante la superioridad de las  fuerzas de Tebas, el ejército de Saba  sufre significativas bajas. Hay confusión y deserción  en sus filas.  Un crecido  número de mercenarios  griegos y asirios, alentados por los grandes tesoros que guarda el legendario  reino, se aprestan   a invadir la ciudad.  Tras sus muros impera el desconcierto y el temor. Las  noticias que llegan del  campo de batalla no son buenas. El pánico es general. 

En los aposentos  reales, se vive  también un ambiente de alta tensión. Balkis, la reina de Saba, enterada ya de los acontecimientos,  se debate en una crisis de nervios.  Siempre se ha caracterizado por una gran fortaleza, pero ahora la angustia la domina. No teme por ella, pero sí por su tierno hijo, el pequeño Menelik,  un  niño de brazos, al que su padre, el gran Salomón, aún no conoce. 

El palacio está desguarnecido, casi todas las tropas han sido desplegadas al campo de batalla. En cualquier momento  las huestes enemigas entrarán en la ciudad. Un emisario ha partido a pedir ayuda al vecino reino de Aksum, pero es probable que  ésta no alcance a llegar a tiempo. Por toda la ciudad  se oye ya  el bullicio de las gentes que aterradas intentan buscar refugio. Todo es un caos.

Naome, la fiel esclava  nubia quien ha  servido desde niña a la reina  es  consciente del inminente peligro. Conoce la ferocidad de los mercenarios que siguen a las tropas egipcias. Sabe que no tendrán piedad con la reina y mucho menos  con el pequeño Menelik , el heredero de la corona. Él  es  sin duda, su principal objetivo.

En silencio se acerca  a la cuna y lo observa conmovida.   Duerme el pequeño príncipe con un sueño  sereno y apacible, ajeno a la terrible realidad que le circunda.

Es un niño hermoso. En su rostro, en su cabello   y en su piel han quedado impresos los rasgos y las características  del poderoso y sabio  monarca hebreo de allende el desierto. Un hombre de otro raza y  otro  credo que se apoderó del corazón de su reina y dejó en ella su simiente. 

A su lado en cuna más humilde duerme también su pequeño Aros,  el hijo de sus entrañas, un bebé de color bronce  con el cabello ensortijado de su raza.

A  los dos los  ha criado. De sus pechos brota la leche que  calma su sed y su hambre.  A los dos los arrulla con similar ternura. Por los dos experimenta  el mismo  sentimiento de madre.  El mismo entrañable amor. Sin embargo, un sentimiento de piedad va unido al amor  que siente por el pequeño príncipe, pues sabe que su vida corre muchos más riesgos. Él no podrá confiar nunca ni siquiera en su propia familia.

El sentimiento de absoluta fidelidad que Naome  siente por su reina y por el niño va más allá de su propia vida.  Su alma y su corazón les son completamente leales. Se ha propuesto salvarlos aun cuando sea a costa de su dolor.  Con gesto de profunda tristeza en el que se refleja  una decisión inquebrantable, cambia a los niños de prendas: al príncipe, lo viste con el tosco atuendo de su hijito y a éste,  con los finos brocados del príncipe. 

 La reina,  la mira con asombro. 

–¿Qué haces, Naome? ¿Te has vuelto loca?

  Tal vez, mi señora. Pero no tengo otra forma de salvarte. Debo  colocarme yo también algunas prendas vuestras.  Y vos también debéis poneros algo mío. No deben reconocerte. Pronto, pronto,  mi reina, no hay tiempo que perder. Debéis huir  por el túnel secreto que os llevará lejos de palacio  hasta el bosque. Iros rápido, os lo suplico. Marchaos pronto, sin mirar atrás. 
  
–¿De qué hablas Naome?  Iremos todos juntos.  Tú tampoco puedes quedarte aquí.

–No, mi señora.  Si quienes entren aquí no encuentran a la reina, removerán  cielo y tierra hasta dar con el pasadizo secreto y entonces, señora, vos y el príncipe estaríais perdidos.     

La reina, entiende entonces el  supremo sacrificio de su esclava.  Toma al pequeño príncipe en brazos y con lágrimas corriéndole por las mejillas, la abraza conmovida.

Dios te bendiga y te proteja, hermana mía.

-Daos, prisa, señora, le  dice Naome,  con el rostro tenso por la angustia  y con manos temblorosas ajusta  la apertura secreta por la que se interna la reina.

Apenas a tiempo.  La turba enloquecida ingresa tumbando la puerta y arrebatando al pequeño niño de sus brazos.


La dieron por muerta, pero Naome sobrevivió para ver la derrota de los invasores ante las fuerzas leales  llegadas del vecino reino  de Aksum … y para contemplar, con el corazón destrozado, los despojos mortales de su hijito.

La ciudad poco a poco se recobra. Se entierran los muertos se levantan los escombros y se resanan las heridas de los sobrevivientes.  No será seguramente el último enfrentamiento con las tropas egipcias,  pero por esta vez todo ha pasado y se podrá disfrutar un pequeño espacio de paz. El pequeño Menelik sonríe feliz en brazos de su madre. En el corazón de la reina de Saba hay un infinito sentimiento de gratitud ante la profunda lealtad  de su esclava. Entiende su dolor y anhela con toda su alma recompensarla. Con  solicitud la toma de la mano y la conduce hasta el tesoro real.

–Eres libre, Naome –le dice con ternura. Toma lo que quieras, todo es tuyo. Has salvado nuestro reino y mi más precioso tesoro. Mereces todo lo que pueda darte y mucho, mucho  más.

Naome mira  los cofres repletos de oro y joyas,  diamantes, rubíes, esmeraldas, zafiros.  Ante la expectativa de los presentes se encamina decidida hasta uno de los cofres y toma una preciosa daga pulida recubierta de pedrería; la daga con la que un rey moro compró años antes su rescate.

 Un ¡Ah!!  de admiración se escapa de los labios de los presentes que aprueban  su elección. "¡Bien escogió, la esclava!", se dicen.

Con los ojos velados por profunda tristeza, Naome se dirige entonces a su reina. 

–Mi señora, el príncipe y vos están a salvo, esa es mi recompensa. Pero ahora, dejadme que me vaya, el hijo de mis entrañas, me aguarda. Desespero ya por darle la leche de mi seno, por verlo dormir de nuevo entre mis brazos.

Y antes que alguien pueda evitarlo, hunde en su pecho el filoso puñal.



Leonor Fernández Riva
Santiago de Cali, Octubre 13 de 2014




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