La cita fallida
Leonor Fernández Riva
Se levantó temprano y arregló prolija el apartamento. Quería que todo estuviera ordenado, bonito. Fue luego hasta
el mercado para comprar los ingredientes del plato que quería prepararle.
Al regreso, con lo poco que le quedaba de dinero, compró flores.
Guisó con esmero. El tiempo corría aprisa. Ya eran
las dos de la tarde. ¡Faltaban solo tres horas para que llegara! Se bañó
despacio, acariciando sensualmente su cuerpo. Lavó su cabello y lo frotó con
esencia de sándalo para tenerlo fragante. Estaba ansiosa. Aquel
hombre había tenido la virtud de despertar de nuevo en ella un anhelo que ya creía perdido
para siempre.
Y empezó a correr el tiempo: las tres, las
cuatro, las cinco de la tarde. Algo pasaba. No llegaba, no llamaba. Se negaba a creer
que eso le estuviera pasando de nuevo. Lo llamó al celular, pero su
llamada pasaba a buzón. Angustiada, le dejó un mensaje. Cuando ya eran
las 5 y media de la tarde volvió a llamarlo. Nada. La espera se le
hacía eterna. No sabía qué hacer. Prendía el equipo de sonido, lo
apagaba. Acudía a la cocina, se aplicaba de nuevo perfume, se veía en el
espejo.Y llegaron las ocho de la noche.
Y entonces supo que
ya no vendría.
Una
sensación de impotencia la embargó. Había planificado cada minuto de ese día
pero como había sucedido siempre en su vida muchas cosas escapaban a su
control.
En su mente empezó a asociar ausencias y disculpas. La decepción, la sensación de burla
fueron esta vez más brutales. Sintió que todo se desdibujaba a su alrededor. Aquella noche repicó en el alma de Stephanie la última hora de la paciencia. Con paso vacilante salió a la calle y caminó hasta
el viejo puente.
Permaneció allí largo rato, flotando entre los vientos
cortantes de la vida y de la muerte. Para morir le faltaba esa decisión total,
indispensable de una desesperación sin ventanas. Para seguir viviendo carecía
de voluntad y de esperanza. Las luces sobre el agua le hacían guiños amistosos.
Solo la detenía el temor, el infantil temor de las aguas heladas. Su carne
triste se estremecía ante la sensación de ese contacto que ella no había
experimentado jamás. Cerró los ojos, tenía que hacerlo.
Una mano robusta la detuvo casi en el aire cuando ya el
débil cuerpo se vencía sobre la borda. Oyó su propio grito ahogado antes de
caer en un vacío tibio y espeso como hecho de su propia sangre.
Se despierta ahora sobre un lecho mullido,
tonificada por unas gotas de aguardiente. Entreabre los párpados débilmente.
Sobre la mesa de noche humea una sopa caliente. Frente a ella, un hombre de aspecto vigoroso la contempla. Su conciencia se pierde en un mar de sombras confusas. Los sorbos cálidos a los que se
mezcla el calor tibio del aguardiente, reconfortan su voluntad de muerte. Sabe que ha fallado. Una voz obsesiva resuena entonces en su alma: "Otra vez será... otra vez será...otra vez será...".
El sol empieza a ponerse con su luz
crepuscular. Desde la pequeña ventana de su alcoba, una mujer madura contempla pensativa la noche que llega con su
profundidad transparente. La luna, con su difuso resplandor, envuelve con su redonda placidez los perfiles agudos de los
tejados. A lo lejos maúllan los gatos noctámbulos persiguiéndose por las pizarras
inclinadas. El susurro del río llega hasta ella transportado por el
acústico silencio de la noche. Imperceptiblemente, vuelve a ella el
recuerdo lejano de una quimera de muerte voluntaria que la cotidianidad absorbente y primaria de
la vida dejó atrás.
Sus ojos recorren la estancia rincón por rincón, objeto por objeto. La
oscuridad y el silencio gravitan en su alma como una densa nube. Del subsuelo
de los recuerdos se elevan como volutas de incensario, pecaminosas
sugestiones de otros días.
La
respiración fatigosa del hombre dormido la hace volver a la realidad.
Toda su vida está ahora arraigada a ese ser que hace ya tantos años al
salvarla de la muerte, la amarró a su vida.
Nunca volvió a intentarlo. Una temblorosa cobardía se arremolinó en su alma al
paso de los días. El peso absorbente de la vida con su carga de
sentimientos, de hechos triviales, dolorosos y rutinarios triunfó sobre
el deseo de morir. Con pasmosa lucidez, percibe ahora que la cotidianidad de
una existencia no siempre feliz ni gratificante le ha devuelto sin embargo, el
deseo de vivir. Que ya más nunca por voluntad propia volverá a intentarlo. Que
aquella fue solamente una quimera de juventud;
una cita fallida con la muerte. Que esta vez, y para siempre, le
ha dicho sí de forma incondicional a la vida.