Leonor Fernández Riva
Todos los días, Luz Dary, llega puntual al elegante condominio donde presta sus servicios como administradora. Al pasar por la portería saluda con aire impersonal a los guardias que le responden invariablemente con un entusiasta pero respetuoso: “¡Buenos días, doctora!”. Como es apenas natural, ella nunca se toma el trabajo de explicarles que es simplemente una contadora.
De unos cuarenta años, alta, delgada, rostro afilado, ojos pequeños e inexpresivos, cabello lacio cortado a la altura de las orejas, cero maquillaje y gesto apagado, no hay en la presencia de Luz Dary nada especialmente atractivo, aunque en aras de la verdad, justo es decir, que tampoco se aprecia en ella nada particularmente desagradable. Su atuendo es discreto. Viste siempre con faldas a media pierna o pantalones rectos de colores oscuros, blusas camiseras de tonos neutros, zapatos bajos o mocasines. Nada que sobresalga o impresione.
Se acostumbró desde siempre al anonimato, a esa especie de ser y no ser que en definitiva le ha deparado una existencia sin envidias ni celos profesionales. Pasó por el colegio y luego por el instituto donde siguió contaduría siendo solamente una más. Ni buena, ni mala alumna. En ocasiones los mismos profesores olvidaban su presencia y no lograban ubicarla al corregir los exámenes. Muchas veces fue confundida con alumnas más aventajadas, equivoco que le significó mejores calificaciones. Pero, y a pesar de lo que todos pudieran suponer, ella no quería parecerse a sus compañeras más vivaces, más desenvueltas, más simpáticas. Su bajo perfil no la afectaba. Por el contrario, había llegado a sentirse cómoda en esa aparente invisibilidad. Una condición que le permitió camuflarse entre los demás y observar sin ser observada.
Hija única al morir sus padres quedó sola. No tiene amigas íntimas ni parientes cercanos y a no ser por unos pocos flirteos fugaces de su juventud y el acoso de un jubilado que cree ver en ella el alivio para su vejez, las páginas sentimentales de su diario no tendrían nada que contar. Su vida entre el condominio y su apartamento discurre plana y sin matices con invariable semejanza.
Hija única al morir sus padres quedó sola. No tiene amigas íntimas ni parientes cercanos y a no ser por unos pocos flirteos fugaces de su juventud y el acoso de un jubilado que cree ver en ella el alivio para su vejez, las páginas sentimentales de su diario no tendrían nada que contar. Su vida entre el condominio y su apartamento discurre plana y sin matices con invariable semejanza.
Los propietarios del condominio, que ven en ella una persona eficiente y responsable, la tratan con indiferente cordialidad. Si se la encuentran o acuden a su oficina para cancelar las cuotas mensuales le dirigen un escueto saludo y una sonrisa a flor de labios. Tan solo el presidente de la Junta Directiva y algunos de sus miembros con los que necesariamente se reune cada mes, tienen con ella algún trato. Luz Dary sabe que para todos es solo “la administradora” y que su vida personal les tiene sin cuidado. Pero eso no la afecta. Se siente a gusto con este tipo de relación. Conoce las vidas de cada uno de los residentes, muchas de ellas complicadas tanto en lo económico como en lo afectivo, y ellos en cambio, no saben nada de la suya. De manera opaca, sin nada que alegre especialmente su corazón, pero también sin nada que lo turbe, transcurren invariablemente los días de Luz Dary, la administradora. Aparentemente, los sentimientos y afectos no hacen parte de su vida ni de sus prioridades.
Así las cosas, sucedió que en aquel condominio debieron en algún momento acometer una obra de gran magnitud. Una obra costosa y compleja. Hacía ya un tiempo se habían detectado profundas fisuras en algunas de las losas exteriores que servían de techo a los parqueaderos. Cuando llovía el agua se filtraba a chorros perjudicando a los propietarios de los vehículos cuyo estacionamiento coincidía con la bendita falla. La cosa iba de mal en peor, la humedad podía llegar a afectar los mismos cimientos. El edificio entero peligraba. Se hicieron exhaustivos estudios y se recibieron numerosas propuestas. No era fácil decidirse; el trabajo requería mucha exactitud y era también muy costoso. Al fin, después de muchas juntas y análisis, fue aceptado el proyecto que a juicio de la administración reunía las mejores condiciones de costo y beneficio.
Así las cosas, sucedió que en aquel condominio debieron en algún momento acometer una obra de gran magnitud. Una obra costosa y compleja. Hacía ya un tiempo se habían detectado profundas fisuras en algunas de las losas exteriores que servían de techo a los parqueaderos. Cuando llovía el agua se filtraba a chorros perjudicando a los propietarios de los vehículos cuyo estacionamiento coincidía con la bendita falla. La cosa iba de mal en peor, la humedad podía llegar a afectar los mismos cimientos. El edificio entero peligraba. Se hicieron exhaustivos estudios y se recibieron numerosas propuestas. No era fácil decidirse; el trabajo requería mucha exactitud y era también muy costoso. Al fin, después de muchas juntas y análisis, fue aceptado el proyecto que a juicio de la administración reunía las mejores condiciones de costo y beneficio.
Cada vecino debió colaborar con una elevada cuota extra y el edificio en bloque, salir de los ahorros destinados para afrontar imprevistos. Pero como todo llega a su término, por fin, un día, se logró recolectar los varios cientos de millones que se precisaban para iniciar la obra.
Esta vez, Luz Dary dio también muestras de efectividad en el recaudo y gran prolijidad en el informe. A pesar de las dificultades todo estaba saliendo de acuerdo a lo planificado.
Y todo hubiera seguido bien de no ser por el cambio de guardias que realizaba cada cierto tiempo la compañía de seguridad contratada para vigilar el edificio. Uno de los nuevos vigilantes llamado John Jairo, literalmente revolucionó la población de domésticas del lujoso condominio… y a una que otra propietaria. Y con bastante razón. De no más de treinta y cinco años, alto, musculoso, piel tostada por el sol, rostro enérgico de rasgos viriles, ojos negros y profundos y sonrisa cautivadora, aquel vigilante era lo que suele decirse, un chico muy bien plantado. Y lo más sorprendente, no parecía darse cuenta del revuelo que su presencia causaba. Siempre, cortés, siempre respetuoso y correcto. Una actitud que aumentaba su encanto.
De un momento a otro y sin que nadie se apercibiera, la presencia de Luz Dary, la administradora, empezó a experimentar sutiles cambios. Un día, se pintó tenuemente los labios; otro, llegó con una blusa coqueta; días después, con hermosas sandalias de tacón alto. Pero lo más inusitado y que sin embargo pasó desapercibido para todos fue una llamita que empezó a iluminar su antes apagada mirada. Por primera vez en su vida, Luz Dary estaba enamorada...pérdidamente enamorada.
La firma del contrato con la empresa constructora y el consiguiente desembolso se fijó para después de Semana Santa. El Consejo en pleno se despidió de sus actividades unos días antes de la festividad religiosa y luego de desearse mutuamente unas vacaciones tranquilas y familiares fijaron la prioritaria reunión para la siguiente semana.
Al pasar el largo feriado, fue notoria la ausencia de Luz Dary. A todos les extrañó pues era algo que nunca había ocurrido. Nadie sin embargo se inquietó y el hecho se atribuyó a algún problema de salud. Algunos propietarios hasta comentaron que últimamente había trabajado mucho, que se la veía más delgada y que su mirada a ratos parecía afiebrada. Como no fue posible contactarla por teléfono decidieron esperar.
Pero al tercer día de ausencia se dispararon las alarmas. El Presidente del Consejo de Administración tuvo un mal presentimiento. Acudió al banco y comprobó que todo el dinero había sido transferido días antes del feriado a la cuenta de la administradora; cuenta que por supuesto, en ese momento estaba ya también en blanco. No se pudo realizar ningún reclamo, el dinero se había transferido por internet con las claves respectivas y en sucesivas entradas.
A pesar del intenso operativo desplegado por la policía para localizarla, no se pudo dar con el paradero de Luz Dary. Prácticamente nadie en el barrio en que vivía la recordaba. Pocos habían reparado en su presencia. Tal parecía que nunca hubiera existido.
La última pista que se tuvo de ella fue precisamente en la portería del edificio. Esa tarde al despedirse de los guardias la administradora se había mostrado inusualmente amable. Se la notaba alegre. Les deseó un turno tranquilo durante el feriado y les enfatizó con una sonrisa -que luego de los acontecimientos ellos calificaron de irónica-: “Estén atentos, muchachos, no hay cómo descuidarse, hay mucha inseguridad en la ciudad”.
Nadie conoció nunca las visitas de Luz Dary al apartamento de John Jairo durante las semanas que antecedieron a los acontecimientos. Nadie tampoco se percató de la pasión que la embargaba. La administradora, presa de un sentimiento que nunca antes había experimentado, era dócil arcilla manipulada a voluntad por su amante quien no tuvo dificultad en convencerla: "Son ricos. No tienes por qué guardar fidelidad a gente que te desprecia. Será un juego de niños. El largo feriado nos dará tiempo para ponernos a salvo. Amor, nos espera una vida de dicha sin nombre".
Y soñando con eso, Luz Dary acudió feliz esa tarde, después de dejar su trabajo, a esa última cita.
Y soñando con eso, Luz Dary acudió feliz esa tarde, después de dejar su trabajo, a esa última cita.
Nadie relacionó el cadáver desnudo que fue encontrado días después en el río crecido por las lluvias, con el cuantioso desfalco perpetrado en el condominio. El avanzado estado de descomposición y el ataque de los carroñeros hicieron imposible la identificación de la infortunada mujer. Para la policía podía tratarse de cualquiera de las muchas mujeres reportadas como desaparecidas en la ciudad.
John Jairo, el atractivo vigilante, habría podido aportar información valiosa al respecto, pero a nadie se le pasó por la cabeza relacionarlo siquiera con la administradora. Sobre todo cuando el consenso general acerca de ella era que: "Esa h...e p..a ya debe estar al otro lado del océano gastándose todo nuestro dinero".
"Sí." piensa el joven vigilante disimulando una sonrisa. "Te has convertido en comidilla de este condominio, querida Luz Dary. Y esa notoriedad me la debes a mi".
Y continúa como si nada, su vida cotidiana. Sigue asistiendo con puntualidad a sus turnos en el condominio y mostrándose con todos amable y correcto. Pero cada tarde, al volver a su modesto apartamento, disfruta revisando una y otra vez, con expectativa creciente, los ya numerosos catálogos de viajes."Ya llegará mi día piensa mordiéndose los labios satisfecho. "Soy joven, puedo esperar el tiempo que sea necesario".
Cuando al cabo de un año presenta su renuncia porque según explica: "...debo acompañar y cuidar a mi anciana madre que se encuentra muy enferma en una apartada vereda del interior", el sentimiento es general.
Como lo expresó elocuentemente una de las señoras del Concejo de Administración:
“Un guardia como John Jairo con su estampa, su simpatía, su responsabilidad y su corrección ¡no lo volveremos a tener, nunca, pero nunca! ".
Y continúa como si nada, su vida cotidiana. Sigue asistiendo con puntualidad a sus turnos en el condominio y mostrándose con todos amable y correcto. Pero cada tarde, al volver a su modesto apartamento, disfruta revisando una y otra vez, con expectativa creciente, los ya numerosos catálogos de viajes."Ya llegará mi día piensa mordiéndose los labios satisfecho. "Soy joven, puedo esperar el tiempo que sea necesario".
Cuando al cabo de un año presenta su renuncia porque según explica: "...debo acompañar y cuidar a mi anciana madre que se encuentra muy enferma en una apartada vereda del interior", el sentimiento es general.
Como lo expresó elocuentemente una de las señoras del Concejo de Administración:
“Un guardia como John Jairo con su estampa, su simpatía, su responsabilidad y su corrección ¡no lo volveremos a tener, nunca, pero nunca! ".