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lunes, 20 de abril de 2015

Un relato callejero

Un relato callejero

Leonor María Fernández Riva

–¡A ver, a ver! ¡A moverse!  ¡ A apestar a otra parte! ¡Fuera de aquí! ¡Bueno para nada, vagooo!

El vagabundo, abre sobresaltado sus ojos al sentir  entre sus costillas el doloroso impacto de la  bota del guarda que  a empellones le apremia a levantarse.

–¡Ya va, ya va, guarda! –protesta levantándose de mala gana tratando de poner  prudencial distancia entre su cuerpo y las botas del vigilante.  –¡No estoy haciendo  naaada, solo durmiendo!

–Claro, claro,  ¿crees que no conozco a los de tu calaña? ¡Dormir! ¡Y robar! Eso es lo único que saben hacer después de meterse su perico. ¡A ver, rápido, pues! Moviéndose que no tenemos todo el día. Y llevándote toda esa mierda, ¡pero rapidito!

Flaco al extremo,  con el rostro cetrino cubierto por una hirsuta barba que como su cabeza ya refleja algunas canas, ojos pequeños y  alertas, manos toscas y callosas, gorra desteñida, pantalón y camisa raídos y cubiertos de mugre, zapatos en mal estado y sin cordones, la apariencia de Emilio, el vagabundo, inspira rechazo y repugnancia. La pasada noche escogió el amplio portal de aquel  edificio bancario para resguardarse del frío y de la lluvia. Un lugar  ideal para dormir, pero esa noche tendrá que buscar otro.

Recoge aprisa, los periódicos sobre los que ha dormido y los mete en la bolsa en la que transporta su miseria. Luego, sin decir nada, se aleja por la calle desierta con pasos  zigzagueantes y rostro inescrutable.

A pesar de lo temprano de la mañana el sol se perfila ya luminoso en lontananza, pero Emilio sabe de sobra  lo que le deparará ese nuevo día:  insultos, hambre, desprecio. Una mueca sardónica se dibuja en su rostro. Lo que no saben los que se tropiezan con él por la calle sin molestarse en disimular sus  gestos  y miradas de asco, es que su vida no siempre fue así; que un día, cuyo rastro se pierde entre las brumas de su memoria, él también  durmió en sábanas limpias y comió comida caliente; que tuvo un nombre respetable, mujer bonita y un hogar confortable.  Y que un buen día, cuando comprobó la falsedad y  la traición  de que había sido objeto prefirió tirar todo por la borda y romper  para siempre con las simulaciones, engaños, prejuicios, etiquetas y ataduras de su vida burguesa. De manera voluntaria y consciente, escogió vivir su vida  a la buena de Dios, libre cual hoja al viento. "Los pobres, los esclavos son ustedes", piensa para sí con desprecio, "esclavos de los horarios, de la moda, de la limpieza,  del trabajo, del qué dirán, no yo que no siento apego ni temor por nada porque nada tengo y nada tengo que perder”.  

En ocasiones, no obstante, la mente le juega todavía a Emilio, el vagabundo,  malas pasadas. Esa madrugada, por ejemplo, antes de que el guarda lo cogiera a patadas se encontraba soñando que estaba en una de esas casas lujosas que a veces en sus recorridos  divisa desde  lejos. Todo allí era limpio y confortable; sobre la mesa del comedor los más tentadores platillos se ofrecían a la vista y al paladar, y  al fondo, curiosamente,  se podía percibir la figura esbelta de una mujer muy parecida a aquella que una vez lo sumió en la desesperanza. Un deseo todavía no extinguido, un impulso atávico, lo mueve en medio de su sueño  a aproximarse y hacer suyas   aquellas realidades del pasado.  Pero cuando ya se apresta a hacerlo, siente en sus costillas la pesada bota del guarda. 

Al despertar sobresaltado y dolorido, mira sin embargo  a su verdugo casi con agradecimiento. En medio de sus sueños ha estado a punto de claudicar. “Quizá”, piensa para sí “mi soledad en este momento es menos llevadera”. 

Con pasos lentos se dirige hasta el parque  más cercano que a esa  hora de la mañana se encuentra desierto y escoge a su gusto una de las bancas. Extrae de la bolsa su botella de pegante y aspira con fruición.  No necesita sino eso para tenerlo todo, para no pensar. Sí,  no necesita más. 

En el zaguán en sombras, sobre sus patas delanteras, las  orejas caídas y el hocico en reposo, duerme el perro callejero. Bajo su piel cosida a dentelladas, resalta el cordaje patético de las costillas. Ruedan desde los lagrimales, dos hilillos acuosos y por las comisuras del hocico, la baba se desliza. Gruñe entre sueño y sueño  espantando a las moscas que vuelan y revolotean sobre las llagas mal cerradas.  Junto a él yace el hueso, concienzudamente roído que le sirvió esa mañana  de merienda.

 Bajo la acumulada suciedad, el abyecto abandono,  la ostensible derrota, se descubren no obstante, los rasgos inequívocos de un perro de buena casta. Allí están  las orejas agudas y la pelambre fina, para testimoniarlo.  Pero, la sucesiva intemperie, la caza cotidiana del hueso  revestido de filamentos de carne, los estacazos de las criadas de la vecindad, han hecho, de él un perro desencantado y escéptico. Perrerías de juventud lo movieron a abandonar la noble casa en la que fungía de fiel guardián. Ha olvidado  ya el nombre con el que alguna vez se oyó llamar. El  rudo contacto con la vida de perros, lo ha tornado descreído, propagador de pulgas malignas y de teorías disolventes. 

 Los perrillos falderos de la vecindad, encintados y decorados de cascabeles, lo atisban medrosamente desde los balcones antes de salir de paseo con orgulloso contoneo, ceñidos por el largo pretal de cuero rojo. Como han pignorado su albedrío y su perruna independencia, eluden el encuentro con el perro filósofo y solitario, patético ejemplo de lo que se puede convertir un perro por las malas compañías, un perro callejero que por aferrarse a sus convicciones libertarias ha tirado su porvenir por la ventana. 

Varias veces el propietario de la mansión cercana lo tienta  a participar de la bazofia y el desperdicio de sus cocina a trueque de pignorar su libre albedrío, pero en cada intento de acercamiento,  el perro callejero   le enseña  los dientes con una mueca muy parecida a una sonrisa irónica. No le tienta la vida refinada y segura, él prefiere seguir en su fiera tarea de remover basuras para encontrar el hueso diario y continuar amedrentando  a los canes domésticos encaramados con aire de familia en la ventana trasera  de los coches de lujo. 

Esa  madrugada  una pesadilla febril y alucinatoria le apisona el gaznate: en ella pierde su condición de perro golfo y se torna misteriosamente, en opulento can de largos pelos sedosos , con hermoso collar de cascabeles. Todas las esperanzas fallidas, las hambres aplazadas y los deseos incumplidos se aglomeran en la pesadilla. Para saciarlos  no tiene sino que alargar su pescuezo de perro golfo. Pero el collar de cascabeles le impide todo movimiento. El ruido del cascabel controla su voluntad y la anula hasta límites extremos.  En torno suyo danzan las chuletas vestidas de odaliscas y revolotean los jamones, como si fuesen duendes sonrosados.  Una hilera de panecillos dorados señala la vereda que lo conducirá hasta una casa de perro guardián, construida con los últimos adelantos arquitectónicos. Pero en el momento en que se apresta a librarse del opresivo collar para alcanzar la atractiva  promesa, siente un profundo dolor en su costado y todo ese mundo que construyó en su pesadilla se derrumba. Entreabre los ojillos lacrimosos y  diluida en arabescos la jaula de oro de sus sueños desaparece para dar paso a la realidad; se encuentra tendido sobre los adoquines del zaguán mientras la escoba de una criada golpea con saña sus costillas. Adolorido y temeroso, se levanta de un brinco  y  ansiosamente gana  la calle.  Un auto frena en seco para evitar  atropellarlo. Estuvo cerca. Se aleja tembloroso. A sus espaldas escucha  la interjección furiosa del conductor. 

Llega hasta el parque vecino y se echa al lado de una banca a esperar una hora propicia que le permita escudriñar sin peligro las basuras. La noche anterior no encontró nada de comer y para colmo, casi  termina ahora despanzurrado en mitad de la calle.  Una honda crisis de ideas lo embarga,  ideas perrunas, pero ideas, al fin. 

De pronto, mientras lame con su lengua las magulladuras de  sus patas, un mendrugo de pan cae entre ellas.  Levanta la vista y observa al hombre que se lo ha tirado. Se identifica con él de inmediato. Es otro habitante de la calle,  flaco, sucio, vestido de harapos, rostro impasible y mirada  entre perdida y demente. 

Saborea con gusto el mendrugo. La noche anterior la calle estuvo más dura e inhóspita que de costumbre.

Cuando una  hora más tarde el vagabundo se levanta para iniciar su recorrido habitual en busca de sobras y limosnas, el perro callejero lo sigue unos pasos atrás con sabia prudencia.   Emilio, el vagabundo,  voltea de vez en cuando su cabeza y al comprobar que aquel perro callejero continúa escoltándolo esboza  una  imperceptible sonrisa. 

Unas cuadras más adelante,  se quita su gorra y se la tira  al can con gesto juguetón. El perro  la alcanza con un ágil salto y moviendo su cola alegremente se la presenta de nuevo entre sus dientes.

Sus caminos se han encontrado. El perro callejero tendrá desde este día un nuevo  nombre, y Emilio, el vagabundo, un compañero. 

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