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sábado, 15 de noviembre de 2014

La promesa



La promesa

Hugh ingresó al café y después de echar una mirada a su alrededor se ubicó en la única mesa desocupada que encontró. El alegre bullicio  de las conversaciones y las risas flotaba en el ambiente. 

El Café de Flore,  situado en el barrio  Saint-Germain, uno de los más tradicionales de París, era uno de los lugares preferidos por bohemios, turistas y escritores para refugiarse de la lluvia y  despedir las frías  tardes del otoño parisino. 

–Media botella de  Pouilly Fumé  –pidió escuetamente al mesero que se acercó a  atenderle.  El día anterior  había paladeado ya ese vino y  a pesar de no ser afecto a la bebida tuvo que reconocer que aquel sauvignon  blanc con reflejos dorados,  tenía un excelente bouquet y una embriagadora sensación a frutos secos.

Había viajado a París cuatro días antes con otros compañeros del cuerpo de marines norteamericanos para representar a los Estados Unidos en un acto conmemorativo de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. La ceremonia que se había llevado  a cabo ese mediodía  tuvo para él  especial trascendencia,  pues su abuelo fue uno de los seis mil  norteamericanos que murieron en el desembarco de Normandía.

Al terminar el acto y luego de la recepción que se brindó a los asistentes, sus  compañeros del cuerpo de marines quisieron  dar una vuelta por la ciudad, pero él no estaba de buen ánimo  y  respondiendo a un secreto impulso se dirigió al café de Flore para disfrutar  de nuevo el encanto de la bohemia parisina que  tanto le había cautivado el día anterior. 

Se acomodó en su silla y paseó sus ojos por el lugar. En las esquinas  más apartadas,  algunas parejas jóvenes conversaban  apasionadamente sin prestar atención a lo que acontecía a su alrededor; en el centro del salón, un grupo de turistas italianos brindaba, cantaba y bebía en medio de estruendosas carcajadas; más allá, una pareja mayor  cenaba en silencio; la mayoría, sin embargo de los parroquianos parecían ser intelectuales y artistas franceses.  Él,  era el único solitario.

Aunque ya había podido percibir  esa especie de ofensiva indiferencia y ausencia de curiosidad que los parisinos demuestran hacia los turistas, sabía que de seguro su atuendo no pasaría inadvertido  pues aún llevaba  el traje de la armada  norteamericana que se había puesto por la mañana.

 La música suave, la magia del vino,  la alegría del lugar y  la vibrante energía  de los presentes  infundieron en su ánimo,  de manera paradójica, un atisbo de melancolía El recuerdo de Brenda, su novia, lo puso nostálgico. Cuánto le hubiera gustado compartir con  ella  ese viaje y disfrutar juntos lugares como ese. La próxima vez, se dijo, volverían al mismo lugar, pero ya unidos para siempre. Sonrió.  Sí, así sería. 

 Se habían conocido tres años antes  durante la reunión bailable que siguió a una revista militar con motivo de la independencia americana.  Brenda, una joven y atractiva pelirroja de ojos verdes y cuerpo espigado,  prestaba sus servicios como enfermera en un  Hospital Militar cercano a su base en Houston.  Hugh, alto y apuesto, se desempeñaba como  infante de marina y estaba ya próximo a ser ascendido a capitán. Al ser presentados por un amigo común,  la atracción surgió instantánea en la pareja.  La similitud de intereses y de hobbies y más tarde, la aprobación y simpatía de sus dos familias, los acercaron aún más y decidieron unirse para siempre. La atracción primera se había convertido en un profundo amor. Su matrimonio estaba proyectado para el próximo diciembre. 

Se sirvió otra copa  y suspiró. Bajo el placentero y sedante efecto del vino, la nostalgia experimentada minutos antes, daba paso a una agradable sensación de plenitud.  

 De pronto, la vio. Estaba parada en mitad de la puerta de entrada  como si deseara pasar al interior pero a la vez indecisa de hacerlo por  lo congestionado  del lugar.  Al verla en esa situación sintió un súbito  impulso y con la mano le hizo desde lejos un gesto invitándola a compartir su mesa. Fue algo impulsivo. Para su sorpresa, su espontánea invitación fue aceptada. 

Con pasos ondulantes la mujer se acercó a su mesa. Tenía un cuerpo perfecto, facciones regulares y  cabello castaño oscuro recogido en su nuca. Vestía una túnica blanca con profundo escote en V.  A pesar de su innegable atractivo nadie sin embargo  en el lugar pareció darse cuenta de su presencia.

–¡Estos franceses! – pensó para sí contrariado.

Cuando llegó a su lado, se levantó caballeroso para saludarla y  acercarle la silla.

– Bonsoir Mademoiselle

–Bonsoir  capitaine –saludó la recién llegada haciendo alusión al uniforme militar.

–Mon français est très pauvre, ¿vous parlez anglais? – preguntó Hugh, quien no se sentía muy seguro con su reducido francés.

–¡Of course! – respondió ella de inmediato con una sonrisa.

 Al tenerla cerca, Hugh pudo observarla con mayor detenimiento. No era tan joven ni tan bonita como le pareció al verla desde lejos, pero tenía un exótico y raro  atractivo:  ojos rasgados  de mirada enigmática y profunda,  piel perfecta como de cera y brazos torneados que llevaba cubiertos de pulseras. No podía precisar su edad, ¿treinta, treinta y cinco, quizá cuarenta?...  

Gentil,  la invitó a pedir lo que le apeteciera,  pero ella escogió el mismo vino que él ya estaba tomando. Hugh pidió entonces al mesero que  llevara  otra copa:

-Se il vous plaît serveur une boisson pour la dame.

El mesero se quedó mirándolo con desconcierto, pero alzando los hombros en un gesto de "si así lo quiere", cumplió con su pedido.  Hugh tomó otra copa de vino y  ajustó su chaqueta. Hacía frío.

–¿De qué país eres capitaine? – preguntó la joven  sonriéndole con mirada coqueta mientras levantaba su copa.

–Norteamericano –contestó Hugh y añadió–: pero aún no soy capitán, mademoiselle,  soy teniente.

–¡Oh, la, la! Son lindos los lieutenants. Conocí muchos durante la guerra. 

–¿Cuál guerra? –preguntó Hugh.

Ella no contestó, se limitó a mirarlo con un  matiz de tristeza en sus bellos ojos negros y solo después de unos segundos volvió a tomar la palabra.

–Hace años,  durante la gran guerra, cuando  todavía eras un niño, lieutenant,  este café estaba lleno de militares tan bellos como tú. Yo solía venir aquí. Todos me conocían y yo los amaba a todos.

-¡Qué cosas dices! Te gusta bromear por lo que veo.

-Nunca lo hago y menos ahora. ¿Amas la guerra, lieutenant?

–¿Cómo podría alguien amarla? –le respondió Hugh.

–¿Y entonces, por qué escogiste las armas, lieutenant?

–Para luchar por evitarlas, mademoiselle, y a propósito, ¿cómo te llamas?

–Margaretha, y tú?

–Hugh, Hugh Donovan. Oye, Margaretha es bonito tu nombre.

–Oui,  pero casi nadie me conoce por él. 

–¿Eres francesa?

–¡Oh non, cher! Soy holandesa. Dime, ¿por qué llevas el uniforme?

–¡Al fin alguien me pregunta eso! Los parisinos, Margaretha,  son algo indiferentes, ¿no crees? Pues bien, hoy participé en un acto militar  representando a los Estados Unidos  en una ceremonia conmemorativa de la victoria aliada durante la Segunda Guerra Mundial,  y luego no me preocupé por cambiarme.

–¿Sabes una cosas, lieutenant? Quizá esa segunda guerra se habría evitado si Alemania hubiera ganado la primera. 

–¡Qué cosas dices! Inimaginable pensar en lo que habría ocurrido de ser eso cierto.

–Las cosas al final se habrían calmado, créeme. ¿No ves, lieutenant lo que ha ocurrido al paso del tiempo? Los enemigos de entonces son ahora grandes amigos y los amigos de aquellos días están ahora  distanciados. Nada es para siempre. Todo cambia. Todo es parte de un juego fugaz.

–¡Un juego! 

–Un juego peligroso, claro. ¡Si lo sabré yo!

–Tal parece que la guerra te atrae, Margaretha.

–No, la guerra no. Pero sí los militares. Tuve muchos amigos durante la gran guerra,   alemanes, franceses, italianos. Pero tú, lieutenant, eres el primer l'armée américaine que conozco.

Hugh estaba intrigado, Margaretha decía  cosas que le hacían dudar de su estado mental.

–¿Estás casada? ¿A qué te dedicas, Margaretha? –le preguntó intrigado.

–A recordar.

–¿Cosas buenas o malas? – volvió a preguntar Hugh con una sonrisa.

–Decepcionantes. Al final todos te traicionan cuando caes en desgracia –contestó ella melancólica. 

–Mejor no hablemos de estas cosas –cortó Hugh y añadió con una sonrisa–: De seguro conoces muchos parajes interesantes en París, mañana  es mi último día en la ciudad, ¿te gustaría servirme de guía?

–Me encantaría, mon amour, pero  mañana es 15 de octubre y  tengo que estar en Vincennes. Esa fecha y ese lugar son muy importantes para mí.   Quiero pedirte ahora algo porque no sé si después volvamos a vernos.

-Claro que lo haremos, pero dime, ¿qué puedo hacer por ti, Margaretha?

–Cuando vuelvas a los Estados Unidos  visita por favor en San Francisco a un anticuario llamado Axel Miller que tiene su tienda  en el 3558  17th St.  Pregúntale por la cabeza embalsamada que conserva junto con otras curiosidades. Él sabe de qué se trata. No debe tener un gran valor, cómprala y dale sepultura. Te lo pido.
        
–Oye, Margaretha, San Francisco está a muchos kilómetros de Houston donde yo resido, pero te prometo que trataré de complacerte.

–Hazlo, por favor.  Y ahora, excusez-moi, voy un momento a la toilette, no demoro – dijo alejándose en dirección al baño no sin antes enviarle a Hugh un beso con la mano.

Hugh sonrío y se quedó observándola mientras se perdía entre los asistentes con pasos sinuosos como de bailarina.   Al igual que cuando ingresó al café, ahora tampoco nadie pareció observarla.

Aguardó a que regresara, pero pasó el tiempo y viendo que no aparecía, le preguntó preocupado al mesero si había visto a la joven que estuvo conversando con él durante toda la noche.  El mesero se lo quedó viendo sorprendido:

—¿Cuál joven, monsieur?

– La que estaba conmigo – contestó Hugh.

—Yo no he visto a nadie  –respondió el mesero y entonces Hugh cayó en la cuenta de que la copa de Margaretha seguía intacta como si nadie la hubiera tocado. ¿Habría sido todo un juego de su imaginación?

Molesto ante la sonrisa inquisitiva  del mesero, pagó la cuenta y  ya se disponía a retirarse cuando vio sobre la silla  en la que había estado Margaretha una pulsera con varios dijes de oro.

¡Era de ella! Pero, ¿entonces? 

Una honda inquietud se apoderó de él. Ya no  quiso volver a reunirse esa noche con sus compañeros. Volvió a su  hotel que estaba situado en la calle San German  cerca al café, entró a la sala de internet y escribió en el buscador "Viccennes 15 de octubre".  La respuesta lo dejó atónito. La imagen que le devolvía la pantalla era la misma de la mujer con la que había compartido la noche. No menos sorprendente era lo que decía el texto:

 "Margaretha Geertruida Zelle, más conocida como Mata Hari, fue una famosa bailarina y actriz holandesa condenada a muerte por espionaje y ejecutada durante la I Guerra Mundial en Vincennes, cerca de París el 15 de octubre de 1917. Tenía cuarenta años. Su cuerpo no fue enterrado, se empleó para el aprendizaje de anatomía de los estudiantes de Medicina como se hacía con los ajusticiados en aquella época. Su cabeza embalsamada, permaneció en el Museo de Criminales de Francia hasta 1958, año en el que fue robada, seguramente por un admirador". 

Al día siguiente en horas de  la noche, Hugh Donovan retornó a Houston,  ansiaba reunirse de nuevo con su novia; su matrimonio se realizaría en menos de dos meses.

 Pero él sabía que antes, debía realizar un viaje a San Francisco para  cumplir una promesa.


Leonor Fernández Riva
Santiago de Cali, noviembre 15 de 1014

 
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