Génesis
Leonor María Fernández Riva
Entró
a la cueva, descargó el ciervo que traía sobre sus hombros y con un
gruñido de alivio se tumbó junto al fuego. Estaba agotado, había
sido una larga y difícil jornada.
Su
familia debió subsistir durante varias lunas solamente de las bayas
y de los peces del río cercano. Esto para él era muy frustrante; había
sido siempre un excelente cazador que no se arredraba frente a un
bisonte, un oso o un mamut, pero últimamente la caza ya no le resultaba
fácil. Por eso, traerles ahora la pieza lograda que devorarían con avidez le
producía un gran contento. El esfuerzo valió la pena.
De talla mediana pero de contextura fornida, faz prominente, piel
despigmentada, cabello rojizo, amplio tórax, brazos y muslos
largos y piernas más bien cortas, su aspecto infundía entre los miembros
de su familia y de la tribu un respeto rayano en el temor.
Su
mujer, de rasgos similares aunque un tanto más suaves y de cabello
castaño, largo y enmarañado, se acercó hasta él con gesto de alborozo y gruñidos de placer. Tomó una
filuda lasca, alzó con un tanto de esfuerzo la pesada pieza y se dispuso
a pelarla y limpiarla en una esquina de la cueva. Sus pequeños hijos
miraban todo con curiosidad pero sin atrever a acercarse. Sabían que su padre no siempre estaba de buen humor.
Pero
hoy, él no tenía deseos de pelear. Una vez disipado el cansancio de la jornada,
su cuerpo ya en reposo acusó el impacto del aire gélido
que se colaba por la entrada de la cueva. Estaban afrontando temperaturas
desusadamente heladas. Un frío tan intenso que las pieles que los cubrían no
alcanzaban a disipar. La incertidumbre que se había apoderado de él
últimamente volvió con fuerza al ver a su familia y reflexionar en el
peligro que los acechaba. Huraño y pensativo no hizo sin embargo
ningún intento por comunicarse con ellos. Las muestras de cariño no le
eran habituales.
Pero
lo que estaba ocurriendo le preocupaba. El paisaje, antes cálido y lleno
de luz se había ido tornando inhóspito, gris, desapacible. El sol no
brillaba sino un par de horas en la mañana y luego, todo se
ensombrecía. La caza escaseaba. Cada vez debía alejarse más
para encontrar presas. Los renos, ciervos y bisontes que
les servían de alimento y hasta los enormes mamuts, habían desaparecido;
se habían marchado en busca de parajes más cálidos. Solo los grandes
depredadores permanecían todavía en los alrededores y el hambre los hacía
mucho más agresivos y audaces. Había observado que los inmensos osos
ya no le temían al fuego. Eso ya no los intimidaba. El hambre era
una fuerza mucho más poderosa que el miedo. Debían taponar cada noche
con piedras y troncos de árboles la entrada de la cueva para no arriesgarse
a tener visitas peligrosas. Su permanencia en ese lugar
resultaba cada vez más expuesta.
La
llama trepidante de la hoguera iluminó por instantes las paredes de
piedra de la cueva. Miró las figuras y el gesto de su cara se
suavizó. Aquella obsesión que experimentaba ahora empezó varias lunas
atrás cuando al ir al río cercano observó que el polvo ocre que se había
pegado a sus pies y a sus manos dejaba al humedecerse
marcas indelebles en su cuerpo y en las piedras. Aquel día al volver a su
refugio sintió el secreto impulso de trazar en las paredes de roca la
silueta de un ciervo. Lo hizo torpemente a la luz de la llama de la
hoguera y luego dibujo otro y otro con el secreto anhelo de que al
hacerlo aquellos seres retornaran. Su mujer lo había contemplado
ese día entre asustada y admirada. No podía comprender lo que
hacía. Lo veía crear figuras sobre la piedra y eso le parecía algo
sobrenatural.
Él
sabía que ni ella ni nadie podían entenderlo. Pero sentía que se expresaba
mejor con esos dibujos que con los gruñidos y escasos vocablos que cruzaba con
su familia y con otros miembros de la tribu. Aquello que hacía
sobre la piedra era algo muy suyo, un impulso que le nacía sin saber de
donde, algo que ningún otro miembro de la tribu había deseado hacer pero
que a él le causaba un intenso placer.
Olvidando
el frío y el cansancio experimentado pocos minutos antes, se levantó con
decisión. Sentía de nuevo el poderoso impulso de dejar su huella en la
piedra. Se acercó a la roca, introdujo sus manos en la canoa de madera
en la que depositaban el agua y las hundió luego en el ocre que tenía en
el suelo. Esta vez, sus movimientos fueron trazando en la roca la figura de un
bisonte. Dibujó cuidadosamente su contorno con ocre negro y el interior con
ocre color pardo y tonalidades rojizas. El parecido era sorprendente. Presa de
un extraño anhelo, dibujo luego otro y otro.
Su
mujer suspendió por un momento su labor para observar lo que hacía.
Sorprendida, por las imágenes que vio sobre la roca emitió un gruñido de
asombro. Aquello era algo completamente irreal. Uno de los pequeños
se acercó e hizo el gesto de hundir
también su mano en el ocre, pero él lo disuadió con un torvo gruñido. Asustado,
el pequeño retornó con ágiles saltos junto a sus hermanos y se acuclilló junto al fuego.
El
frío se hizo más intenso en los días siguientes, el río se congeló y ya
solo fugazmente se vieron algunos pájaros. Todos habían emigrado. Tomó entonces
la difícil pero apremiante decisión de emigrar él también con su
familia a una zona más benévola. Seguiría el rastro de los animales. Ellos
tenían un sentido de sobrevivencia más aguzado que el suyo. No sabía lo
que les aguardaba allá, en la distancia, pero todo era mejor que terminar
helados y muertos de hambre o devorados por un oso
hambriento.
Esa
noche dibujó sobre la roca las últimas figuras de ciervos y bisontes. ¿Por qué
lo hacía? No podía explicárselo. No era solo un llamado a los seres que
se habían marchado. No. Él quería decir algo, él amaba aquellos hermosos
seres que lo rodeaban.
Al
día siguiente, emprendería con su familia y otros miembros de la tribu una
difícil travesía buscando encontrar más allá del horizonte conocido una tierra
de clima más benigno, un mejor lugar para sobrevivir.
Iniciaba
un tortuoso camino que lo llevaría luego de varios siglos a su extinción, pero
allí. en esa oscura y perdida cueva, dejaría para siempre una
huella imborrable.
Leonor
María Fernández Riva
Santiago de Cali, junio 7 de 2015