Leonor
Fernández Riva
Aquella
mañana Farid y su familia se levantaron un poco más temprano de lo usual. Ese
día se celebraba en el mundo musulmán la festividad del Eid-al-Fitr con la cual
los musulmanes ponían fin al ayuno del Ramadán.
Junto a
su esposa Nadima y sus pequeños hijos, Farid entonó con especial fervor la
oración del alba y luego, en un ambiente de mucha alegría, dieron cuenta del
contundente y delicioso desayuno que Nadima había preparado para la ocasión:
empanaditas de pollo, aceitunas, tahini de garbanzo y de berenjena, quipes, pan
de pita, tabule... Según la tradición, sus hijos Fátima y Bassin de ocho y diez
años recibieron también sus esperados regalos. Era esta una celebración que los
niños musulmanes esperaban cada año con gran expectativa y alborozo. Aunque
hacía ya más de quince años que Farid había emigrado de Palestina procuraba
continuar cumpliendo con gran fidelidad las tradiciones musulmanas que habían
hecho parte de su vida desde niño.
Como muchos otros jóvenes palestinos, Farid empezó a pensar en dejar su patria desde el momento en que el conflicto con Israel pareció no tener salida y el ambiente en su país se fue enrareciendo y colmándose de presagios cada vez más negativos y frustrantes. Con dolor había tenido que admitir que en su patria solo le aguardaba un futuro incierto. En tal estado de ánimo bastaba un pequeño empujón para decidirlo a viajar a otras tierras, y eso ocurrió cuando Hassan, un tío suyo hermano de su madre, quien se había radicado años antes en un país suramericano le propuso sufragar su viaje, con la condición de que le colaborara durante algún tiempo en la administración de uno de sus almacenes pues para esa labor no confiaba en la gente de aquel país.
Como muchos otros jóvenes palestinos, Farid empezó a pensar en dejar su patria desde el momento en que el conflicto con Israel pareció no tener salida y el ambiente en su país se fue enrareciendo y colmándose de presagios cada vez más negativos y frustrantes. Con dolor había tenido que admitir que en su patria solo le aguardaba un futuro incierto. En tal estado de ánimo bastaba un pequeño empujón para decidirlo a viajar a otras tierras, y eso ocurrió cuando Hassan, un tío suyo hermano de su madre, quien se había radicado años antes en un país suramericano le propuso sufragar su viaje, con la condición de que le colaborara durante algún tiempo en la administración de uno de sus almacenes pues para esa labor no confiaba en la gente de aquel país.
Farid
no lo pensó dos veces. Arregló sus cosas y viajó lleno de expectativa a su
nuevo destino. El choque cultural no fue tan grande como había imaginado pues
en esa tierra en apariencia tan diferente de la suya, encontró muchas
similitudes tanto en la idiosincrasia de sus gentes como en sus costumbres. Desde
luego, existían muchas diferencias culturales sobre todo, en su religión y en
la forma de tratar a la mujer, pero Farid era joven y flexible y se adaptó a su
nueva vida en poco tiempo.
Desde el primer momento se ocupó con gran diligencia de colaborar en todo lo que podía con su tío. Deseaba reintegrarle en el menor tiempo posible el dinero que había invertido en su viaje. Poco a poco, al paso del tiempo, fue conociendo las particularidades del negocio y proyectando expectativas para su vida futura.
Su tío, llegado a América varias décadas atrás, debió abrirse
camino con mucho esfuerzo. En un principio vendió por las calles telas, hilos,
peines, polvos para la cara, perfumes, pomadas, espejos, collares y un
sinnúmero de variopintas mercaderías, hasta que con el paso de los años, pudo
instalar su propio negocio. Los palestinos que llegaban ahora al país, como en
el caso de Farid, tenían muchas circunstancias a su favor pues por lo general
lo hacían como parte de las cadenas de ayuda que se formaban entre compatriotas
ya residentes, y los amigos o parientes a los que invitaban a viajar y
radicarse en el país con el fin de que les colaboraran en sus negocios.
A los
cinco años de su llegada, Farid se casó con Nadima, bella joven perteneciente a
una familia de prósperos inmigrantes libaneses. Fue un matrimonio realizado por
amor pero que deparó a los contrayentes una alianza no solo sentimental sino
también económica. A partir de ese día, Farid contó con suficiente capital para
montar su propio negocio y hacer realidad el sueño que había ido albergando en
su corazón durante todos esos años: dedicarse a la fabricación de zapatos en
serie. Tenía algo de experiencia pues en Jenin, su tierra natal, había laborado
en una fábrica de zapatos muy reconocida. En los siguientes cinco años montó su
fábrica y de manera simultánea abrió en
el centro de la ciudad un almacén dedicado a la venta de sus productos. No
tenía pretensiones, lo suyo era calzado bonito y económico para estratos medios
y populares. Un nicho muy grande.
Al lado de su negocio
había un muy bien surtido almacén de telas de propiedad de un ciudadano judío
de nombre Amir el cual no le simpatizaba en lo absoluto.
Amir Neshem era un
destacado empresario considerado en la comunidad judía askenazi a la cual
pertenecía, como uno de sus mejores miembros y un esposo y padre ejemplar. Sus
padres habían viajado a Suramérica buscando un lugar tranquilo para
vivir a la espera de que terminaran en Europa los estragos producidos por la
persecución antisemita durante la Segunda Guerra Mundial.
Aunque en un principio los Neshem pensaron que su estancia en aquel país sería circunstancial y solo mientras
todo volvía a la normalidad, con el paso de los días se fueron adaptando y
acostumbrando a su nuevo entorno; el tiempo fue pasando y las nuevas
generaciones, llegadas muy pequeñas a ese nuevo destino sintieron ya esa tierra
como propia. Eso había pasado con Amir.
Los
padres de Amir debieron recorrer un largo camino sembrado de
dificultades antes de lograr instalar su propio negocio de venta de textiles.
El almacén, ahora muy próspero, estaba situado en el centro de la ciudad en un
sitio de mucho tránsito de personas. Un nicho estratégico.
Amir se había casado
hacía ya quince años con Abigail, una bella joven perteneciente a la comunidad
judía sefardita. Los dos guardaban con gran celo las costumbres hebreas de su
pueblo basadas en el ordenamiento bíblico para cada una de las situaciones de
la vida. Su matrimonio se realizó de acuerdo al rito tradicional en el que al
final de la ceremonia se rompe un vaso envuelto en un pañuelo blanco para
recordar que el Templo Sagrado está destruido. En su hogar se observaban con
gran rigor las normas de la Torá en cuanto a la presentación y preparación de
los alimentos y solo se consumían las carnes “kosher”. Cada semana los esposos
Neshem asistían a la sinagoga en compañía de Ajshalom y Daniel, sus hijos, de
catorce y doce años, circuncidados al nacer y a quienes habían
educado de acuerdo a las costumbres tradicionales judías. A los dos
años los iniciaron en el aprendizaje del álef-bet, el alfabeto hebreo; en esas
ocasiones solían ponerles miel en su lengua para enseñarles que aprender es
dulce y vital. A los cinco años los introdujeron en la lectura de la Biblia y a
los diez, en la del Misná, la tradición oral judía. Al cumplir los trece años
de edad, Ajshalom celebró la ceremonia del Bar-mitsvah que lo convirtió en un
judío adulto, responsable de sus actos.
Aquella
mañana, Amir se levantó un poco más tarde de lo habitual pues la noche anterior
había celebrado hasta pasada la media noche junto a su esposa Abigail, sus
hijos y otros parientes y amigos la festividad del Rosh Hahaná o “comienzo del
año judío” Luego de las oraciones vespertinas y del toque del corno o shofar de
carnero en la sinagoga -tradición imprescindible en esa festividad- los
invitados concurrieron a su hogar para degustar una cena digna de la ocasión
compuesta por platos simbólicos como las manzanas, la miel, los dátiles, las
espinacas, los fríjoles negros, y otros
más elaborados, como el tabule, el falafel y el arroz con pollo y
almendras en los que Abigail era toda una experta.
Comentando
las últimas noticias llegadas de Israel acerca del grave peligro que corrían
sus parientes y amigos, cercanos a la Franja de Gaza, a causa de los numerosos y
continuos proyectiles lanzados desde los enclaves Palestinos, les dieron las
primeras horas de la madrugada. Estaban preocupados pero a la vez indignados y
furiosos. La frase de la Primera Ministra Golda Meir quedó flotando en todas
sus mentes: “ Solo podremos tener paz con los árabes cuando éstos amen
más a sus hijos de lo que nos odian a nosotros”.
Esa madrugada, el sol apareció muy temprano en el horizonte
como presagio de una bonita mañana. Luego de la celebración del Eid-al-Fitr
realizada en la mañana con su familia, Farid, el palestino, se dirigió en auto a su almacén. Bassin, el mayor de sus hijos, insistió en acompañarlo. Algo que le complacía. Era bueno que su
hijo fuera aprendiendo el negocio.
A pesar de que a Farid le hubiera gustado quedarse en casa
ese día, las ventas habían estado tan flojas en los últimos meses que no podía
darse el lujo de descuidar ni un solo día su almacén de calzado. La
competencia llegada de China era demasiado desigual. Por todas las calles se
vendían zapatos chinos a precios irrisorios. Las personas ya no apreciaban la
calidad. Lo único que querían era estrenar a bajo costo aunque lo que
adquirieran no durara sino unos cuantos días.
Pero no
era solo eso lo que le preocupaba. Las noticias llegadas de Palestina no eran
tranquilizantes. El ejército israelita había incursionado en las poblaciones
fronterizas y el día anterior se habían producido varios muertos y muchos
heridos. Temía por familiares cercanos y amigos. Por unos momentos sintió de
nuevo la nostalgia su tierra, de su gente...Volvió a ver el cauce sereno
del río Jordán y sus orillas plantadas de lirios y de sauces. Lanzó un suspiro.
Ya habían llegado. Estacionó su auto en el parqueadero y cruzó la calle con Bassin para ingresar a su negocio. Todavía no llegaban las empleadas. Se sentó detrás
del mostrador, tomó su tasbih y empezó a pasar las cuentas: Allah, Dios; ar-Rajman, el Misericordioso; al-Malik, el Rey; el Santo, al Quiddús, as Salám,
la Paz; al-Mu´min, el Creyente…, los noventa y nueve nombres de Dios. Efraín, entretanto, se puso a jugar con el computador.
A los pocos minutos vio entrar al parqueadero a su próspero vecino, el judío Amir. No pudo evitar un gesto de rabia. Por otros como él, sufría su pueblo. Por otros como él, vivían muriendo miles de compatriotas. Pero al judío Amir todos lo respetaban. "Al perro que tiene dinero, se le llama señor perro”, pensó con un sentimiento parecido al odio.
A los pocos minutos vio entrar al parqueadero a su próspero vecino, el judío Amir. No pudo evitar un gesto de rabia. Por otros como él, sufría su pueblo. Por otros como él, vivían muriendo miles de compatriotas. Pero al judío Amir todos lo respetaban. "Al perro que tiene dinero, se le llama señor perro”, pensó con un sentimiento parecido al odio.
–Hola, baisano, –saludó sin embargo, procurando suavizar su
gesto al verlo pasar frente a su puerta.
–¡Shalom, paisano! –respondió Amir, con gesto
impersonal. Al contrario de Farid, él sí pronunciaba sin acento el español.
Abrió los candados y seguridades de su almacén de telas con la ayuda de uno de
sus empleados que ya le estaba esperando y se dirigió a su escritorio.
– ¡Qué cosa tan incómoda, tener mi negocio al
lado de este bastardo palestino que se ve que me odia! –pensó con rabia– Y
tenemos que convivir así, tan cerca y vernos irremediablemente todos los días.
Algo parecido a lo que les toca vivir a nuestros hermanos allá en Gaza. ¡En
fin! No vale la pena dañar este día con pensamientos malsanos. Se concentró en las cuentas y trató de ignorar a su molesto vecino.
De pronto escuchó una algarabía que venía del negocio de al lado. Era Farid, el palestino, quien angustiado increpaba a voz en cuello a un hombre de mala catadura que intentaba llevarse a la fuerza a Bassin en una motocicleta mientras otro le tenía amenazado con un revólver. Un secuestro, sin lugar a dudas. Los reflejos de Amir siempre en guardia respondieron de inmediato; sin pensarlo dos veces, sacó su revólver del escritorio y se dirigió rápidamente hasta el de la motocicleta que ya tenía al chico agarrado y listo para arrancar:
De pronto escuchó una algarabía que venía del negocio de al lado. Era Farid, el palestino, quien angustiado increpaba a voz en cuello a un hombre de mala catadura que intentaba llevarse a la fuerza a Bassin en una motocicleta mientras otro le tenía amenazado con un revólver. Un secuestro, sin lugar a dudas. Los reflejos de Amir siempre en guardia respondieron de inmediato; sin pensarlo dos veces, sacó su revólver del escritorio y se dirigió rápidamente hasta el de la motocicleta que ya tenía al chico agarrado y listo para arrancar:
–¡Malnacido! ¡Suelta inmediatamente al niño o
te parto de un tiro!
Su gesto decidido no dejaba lugar a dudas. Con
un gesto de ira, el hombre soltó al chico que corrió llorando a los brazos de
su padre.
Los dos hombres se dieron rápidamente a la
fuga, pero no sin antes descerrajar dos tiros sobre Arin que cayó pesadamente
al pavimento en medio de un reguero de sangre.
Despertó en la sala de cuidados intensivos del
hospital. Había estado tres días entre la vida y la muerte.
A su lado se encontraba el médico que le había
atendido en los primeros momentos.
-¡Bienvenido! – le dijo con gesto de alegría.
Casi se nos va. Perdió usted mucha sangre pero ya está fuera de peligro.
Gracias a Dios, su hermano estaba aquí y pudo donarle su sangre. Una sangre
difícil de conseguir. Fue providencial lo de su hermano.
–¿Mi hermano? –preguntó extrañado y con voz
débil Amir.
–Sí. Creo que se llama Farid. Estaba muy
angustiado por usted. ¿Es su hermano, verdad?
–Sí -musitó Amir–. Y añadió con una sonrisa que iluminó su pálido rostro– Es mi hermano...
Amigos lectores: Sé que me leen en muchas partes del mundo, me gustaría conocer cómo les parecen mis cuentos. Les voy a agradecer mucho si me dejan un comentario o si me escriben a mi email que es: almaleonor@gmail.com
Gracias
Otros relatos de la autora:
Un río llamado Nostalgia