El asno estaba muerto en mitad de la carretera. No se veía sangre pero dedujo que el impacto debió de ser tremendo. A un lado de la vía estaba el pequeño vehículo completamente volteado. Una fuga evidente de gasolina iba dibujando sobre el pasto una huella ominosa. Del motor salía humo. Comprendió que en cualquier momento todo podría inflamarse. Sobrecogido, observó que el conductor estaba atrapado entre el cinturón y el volante. Fue más poderoso su deseo de salvarlo que la voz del sentido común que le urgía a alejarse. Era difícil accionar con el carro en esas condiciones, pero haciendo un esfuerzo supremo logró librar al conductor y arrastrarlo rápidamente tras un árbol próximo. Apenas a tiempo. Una fuerte llamarada iluminó el lugar y lenguas de fuego abrasaron rápidamente el vehículo. En segundos se escuchó una fuerte explosión.
Miró entonces al hombre, y se sobresaltó. A su mente acudieron los recuerdos. Volvió a verlo tras su escritorio, insensible, prepotente, mezquino.
–No, no puedo darle más plazo. Si no cancela los intereses hasta fin de mes, remataremos su finca.
Inútiles resultaron sus razones, sus súplicas; inútil fue que él y su esposa le hablaran de su difícil situación, de las inundaciones, de la pérdida de la cosecha, de sus pequeños hijos.
–Esto es un negocio, señor, no una oficina de las hermanas de la caridad. Sus súplicas no van a conmoverme. No me gusta hacer favores, y peor que me los hagan. Ni agradezco ni me agradecen. Y por supuesto, a nadie le debo nada. Eso es algo que ustedes también deberían aprender.
Así perdió su trabajo de tantos años y volvió a convertirse en peón de hato ajeno para poder sobrevivir. Y ahora, allí, a su merced, estaba el hombre causante de su desgracia.
Sus miradas se cruzaron y supo que él también lo había reconocido. “Gracias”, escuchó que le decía.
El rencor agobiante que había sentido durante todos esos meses se transformó de pronto en desprecio. No tenía nada más que hacer allí.
–Avisaré en el pueblo para que vengan a socorrerle. No me dé las gracias. Puede usted estar tranquilo. No me debe nada –le dijo. Y sin más, se alejó sin volver la cabeza.
Leonor Fernández Riva
Leonor Fernández Riva