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domingo, 10 de abril de 2011

LA DEUDA



 

El asno estaba muerto en mitad de la carretera. No se veía sangre pero  dedujo que el impacto  debió de ser tremendo.  A un lado de la vía estaba el  pequeño vehículo completamente volteado. Una fuga evidente de gasolina iba dibujando  sobre el pasto  una huella ominosa.  Del motor salía humo. Comprendió  que en cualquier momento todo podría inflamarse. Sobrecogido, observó que  el conductor estaba atrapado entre el cinturón y el volante.  Fue más poderoso su deseo de salvarlo que la voz del sentido común que le urgía a alejarse. Era difícil accionar con el carro en esas condiciones, pero haciendo un esfuerzo supremo logró librar al conductor  y arrastrarlo  rápidamente tras un árbol próximo. Apenas a tiempo. Una fuerte llamarada iluminó el lugar y lenguas de fuego abrasaron rápidamente el vehículo. En segundos se escuchó una fuerte explosión.

Miró entonces al hombre, y se sobresaltó.  A  su mente acudieron los recuerdos. Volvió a verlo tras su escritorio, insensible, prepotente, mezquino.

–No, no puedo darle más plazo. Si no cancela los intereses hasta fin de mes, remataremos su finca.

Inútiles resultaron  sus razones, sus  súplicas; inútil fue que él y  su esposa le hablaran  de su difícil situación, de las inundaciones, de la pérdida de la cosecha, de sus pequeños hijos.

–Esto es un negocio, señor, no una oficina de las hermanas de la caridad. Sus súplicas no van a conmoverme. No me gusta hacer favores,  y peor  que me los  hagan. Ni agradezco ni me agradecen.  Y por supuesto, a nadie le debo nada. Eso es algo que ustedes también deberían aprender.

Así perdió su trabajo de tantos años y  volvió a convertirse en peón de hato ajeno para poder  sobrevivir.  Y ahora, allí, a su merced,  estaba  el hombre causante de su desgracia.

Sus  miradas se cruzaron y supo que él también lo había reconocido. “Gracias”, escuchó que le decía.

 El rencor agobiante  que había sentido durante todos esos meses  se transformó de pronto en  desprecio.  No tenía nada más que hacer allí.  

–Avisaré en el pueblo para que vengan a socorrerle. No me dé las gracias. Puede usted estar tranquilo.  No me debe nada –le dijo. Y  sin más, se alejó sin volver la cabeza.

Leonor Fernández Riva

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Cuestión de fe      
           
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