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sábado, 16 de enero de 2010

Dulces sueños




Dulces sueños
***
Despertó sobresaltado. Estaba empapado en sudor. Secó con la sábana la humedad de su cara. ¡La misma recurrente pesadilla! Pero esta vez la sensación de realidad fue más terrible que otras noches.

En medio del sueño y de los laberintos del inconsciente todo cobró de nuevo vida: el pequeño Andrés corriendo feliz a su encuentro; el horror de aquel fatídico automóvil azul que apareció de pronto, como salido de la nada, trepándose súbitamente al andén, y  toda su desesperación e impotencia en ese grito estremecido. El mismo grito con el que cada mañana despierta ahora.

Anhela con toda el alma que llegue el olvido para desterrar tanto sufrimiento, pero las imágenes de ese aciago día y de sus trágicas secuelas continúan vívidas y desgarradas en su mente. Cómo olvidar la figura esplendorosa de Johana, sus bellos ojos desorbitados y su alma entera en ese desgarrador ¡"Andréeeeeees!".

Y lo que vino luego: el tumulto, la gente curiosa y sobrecogida, empinándose para poder observar mejor, con esa mezcla de compasión y morbo con las que la turba se solaza en la tragedia ajena; la voz aguardentosa del hombre al ser llevado por los guardias: "Yo no tuve la culpa" ... Y su cuerpo ... El cuerpo desmadejado y extrañamente inmóvil de Andrés, en un reguero de sangre.


Lo demás: el sonido de la ambulancia, el hospital, el cementerio, el vacío... se desdibuja en su recuerdo. La mirada de Fabián se posa unos segundos en el portarretrato de la mesa de noche que guarda la imagen de su esposa. Sus ojos se humedecen ante el recuerdo.

Johana nunca logró superar su desdicha. Poco a poco fue sumiéndose en una piadosa locura en cuyos intrincados laberintos su mente buscó escapar a la realidad. Perdió completamente el apetito y su otrora atractiva figura adquirió una extrema delgadez; su piel se tornó transparente y sus ojos, sus hermosos ojos, perdieron el brillo y la vida. Nunca volvió a ser la misma; permanecía sentada todo el día frente a la ventana con la mirada fija en algo que solo ella veía.

Pocos hijos tan deseados, tan esperados como Andrés. Fueron muchos años de tratamientos, de peregrinar de un médico a otro, de experimentar diferentes técnicas de fertilización. Años de esperanza y de infinita frustración. Y de pronto, un buen día, cuando ya parecía que tendrían que resignarse ante la evidencia de lo imposible, un médico les habló de otra alternativa. Algo que no habían considerado siquiera y que se presentó como la única solución a su ardiente deseo de ser padres. Y así, antes de que los años le cerraran a Johana esa última posibilidad de ser madre, optaron por la fertilización in vitro.

Luego, las cosas sucedieron de manera alucinante. La maravillosa experiencia de su embarazo; nueve meses de sueños e ilusiones. Y el día ... el gran día. El día inolvidable del nacimiento de Andrés. Un montoncito de carne rosada, de cabellos negrísimos y ojos color de cielo  que llegó para iluminar y transformar sus vidas. Y desde ese instante, Andrés en todos sus momentos. Su presencia amorosa y dulce colmando todos sus espacios, sus alegrías, su presente y su futuro. Hasta esa mañana, seis años después de su nacimiento ...

Sí. Fabián comprendía muy bien el dolor de Johana, porque su dolor, su desesperación eran también los suyos. Durante las semanas que siguieron a la muerte de su hijo trató inútilmente de romper esa barrera infranqueable de tristeza y de angustia tras la que ella se había refugiado. Todo fue en vano. Inconscientemente Johana había encontrado alivio a su tormento entre las brumas de su enajenación; Sus días transcurrían en medio de una ausencia aletargada. Parecía que nunca iba a retornar. Pero seis meses después, en un momento de lucidez, tomó todas las pastillas que encontró en la casa, sin importarle de lo que fueran ... y dejó de sufrir.

Suelen decir los viejos que la mejor cataplasma es el tiempo, pero ya habían pasado más de dos años de toda esta tragedia y Fabián no experimentaba ningún alivio a su dolor. Poco a poco se había ido tornando más difícil para él conciliar el sueño. En medio de su insomnio casi podía sentir esa línea imperceptible y misteriosa que separa la vigilia de la somnolencia, pero le era imposible franquearla sin la ayuda de un somnífero.

Exhausto, los probó todos. Algunos solo tenían el poder de adormilarlo por un par de horas para luego despertarlo a la madrugada, y otros, ni siquiera eso. Hasta que dio con aquel. Un narcótico tan fuerte que debía ingerir cuando ya estaba en la cama porque su acción era tan repentina que hasta llegó a pensar que podía dormirse de pronto aun estando de pie. Aunque su sueño estaba ahora plagado de pesadillas, cada noche se refugiaba vehemente en esas horas robadas a la realidad.
Sus amigos habían intentado sin éxito sacarle de su postración, invitarlo a salir, “hacerle planes”, pero todo resultó inútil.

 Como cada día, Fabián cumplió esa mañana con su rutina. Se baño, se afeitó y se vistió, escogiendo lo primero que vio. Luego tomó un café demasiado oscuro para sus crispados nervios. Vivía en solitario. Ni siquiera había pensado en la posibilidad de llevar otra mujer a aquel sitio que guardaba recuerdos tan sagrados para él. Y por otra parte, ¿A quién le gustaría vivir con un muerto? En su cara se dibujo una torva mueca a manera de sonrisa. "Sí. Yo también soy ahora un muerto, sin ilusiones, sin alegría, con el pesado fardo de mis recuerdos".

Poco a poco, había ido tomando la costumbre de llegar tarde a la farmacia. Él, que siempre fue tan puntilloso en eso de abrir el negocio antes de las siete de la mañana, delegaba ahora esa responsabilidad a su ayudante. Ya no se preocupaba porque fueran las ocho o las nueve. Después de todo, ¿qué más daba?

Dejó el automóvil en el estacionamiento de la esquina. Todavía había poco movimiento en la calle. Los papeles, los vasos desechables, las botellas de licor vacías y los puchos de cigarrillo, hablaban de la rumba y el desorden que se apoderaban cada noche del sector. El barrio, patriarcal, otrora, se había ido tornando en una barriada rosa. "En fin, se dijo, agua que no has de beber ... ".

"Miró sin ver, uno de los llamados “desechables " que recostado en el muro de la tienda vecina lo miraba con ojos extraviados.

"Son una plaga estos locos, pensó, pero, ¡mientras no se metan conmigo ...! "

Luis, su ayudante el joven que se había convertido en su mano derecha, le saludó con afecto y respeto.

–¡Buenos días, don Fabián! ¿Cómo amaneció?

-–¿Cómo estás? ¿Qué novedades? –dijo a modo de respuesta y sin más y, se dirigió a su escritorio. Las cuentas de luz, de teléfono, las facturas de los laboratorios se arrumaban en desorden. "¡Acosando, acosando siempre!, pensó, ¡Qué difícil resulta trabajar!".

Tras el mostrador, Luis atendía con su habitual simpatía a un anciano de cabello cano y faz surcada de arrugas que le solicitaba azorado y con aire tímido algún medicamento. Fabián estaba habituado a estas escenas y sin embargo, cuando se marchó y casi por costumbre, le preguntó al dependiente:

–Oye, ¿qué quería el viejito?

–Preservativos –le contestó Luis, guiñándole un ojo. Fabián hizo con la cabeza un movimiento afirmativo en señal de comprensión. "¡Vaya!", pensó, y recordó que en alguna parte había leído que había una incidencia muy grande de Sida entre las personas de edad que tenían sexo sin protección. Muchos abuelos y abuelas habían sorprendido a sus familias con este tipo de bomba.

Encendió un cigarrillo. Nunca había sido fumador y, desde luego, no era buen ejemplo hacerlo en la farmacia, pero paulatinamente había ido adquiriendo esta costumbre que le relajaba y le servía de compañía. Y después de todo, ¿acaso había fumado su hijo? ¿Acaso había fumado alguna vez Johana? Y entonces, ¿por qué habían muerto tan jóvenes? "¡Qué mierda da morir de una cosa o de otra!", dijo en voz alta. Luis se volvió inquieto, pero él le hizo un gesto de calma con la mano.

–¡Tranquilo! –le dijo.

Con desgano empezó a revisar los papeles amontonados sobre su escritorio. De pronto, una voz lo sobresaltó. La misma voz que escuchaba en sus pesadillas. Observó al sujeto parado frente al mostrador y su cara se tornó blanca. Era él. Después de haberlo buscado infructuosamente como un loco al saber que los jueces lo habían dejado libre tras el pago de una fianza irrisoria, ¡por fin lo tenía al frente! Pero quería estar seguro. Se levantó y se dirigió a la puerta ¡y sí, ahí estaba! El mismo automóvil azul que tan bien recordaba. El carro azul que destrozó su vida. Regresó a su escritorio y llamó a Luis.

–¿Qué quiere aquel hombre?  –le preguntó.

–Bencedrina, don Fabián –le contestó Luis y añadió– Debe conducir todo el día y la noche hasta Ipiales. La carretera está llena de curvas, hay muchos precipicios y como está un tanto cansado no quiere que le coja el sueño. Pero no trae receta médica, no sé si venderle.

–Deja, yo le atiendo –dijo secamente Fabián y decidido, se acercó al sujeto. Lo miró, intensamente tratando de ocultar su odio. "¿No me recuerdas, imbécil?, pensó.  Estás frente al hombre cuya vida terminaste por causa del licor y la velocidad. Pero, no, ¿cómo ibas a recordarlo? Estabas demasiado borracho para recordar algo".

–Me dice mi ayudante que se dirige usted a Ipiales y que necesita estar despierto y alerta en todo el recorrido –le dijo tratando de fingir indiferencia. Y sin esperar la respuesta, añadió: –No tenemos bencedrina, pero le voy a dar algo mucho mejor, se va a acordar de mí.

Trajo un vaso de agua y  con una sonrisa, le alargó dos pastillas de aquel potente narcótico que tan bien conocía y que solo con fórmula médica y en casos muy especiales podía despachar en la farmacia. 

Sonrió ampliamente cuando el hombre, con un trago de agua, ingirió las dos pastillas. Y sonreía todavía, cuando el automóvil azul se perdió a gran velocidad en una curva del camino.


Leonor Fernández Riva 
Cali, Noviembre / 2008




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