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sábado, 26 de abril de 2014

Pablo, el carretillero





Las lágrimas  se deslizaban incontenibles  por las mejillas de Pablo, el carretillero,  mientras saboreaba el jugoso bistec. Comía despacio, como si fuera un rito. La carne estaba realmente  deliciosa. Hacía tiempo no saboreaba algo tan rico, pero  eso solo aumentaba su tristeza.  Una  gran pesadumbre   lo embargaba. Aquel había sido el día más aciago de su vida.

Los pensamientos se agolpaban en su mente. “Traté inútilmente de resistirme a mi destino, reflexionó,  pero este siempre nos alcanza".

Había vivido durante muchos años de una  actividad que ahora era ya parte de su pasado. La ciudad había cambiado.  La urbe moderna de hoy era  muy diferente a la  que él alguna vez recorrió feliz  en compañía de su padre cuando aún era muy niño. Los frondosos bosques nativos  surcados por caminos de herradura a través de los cuales durante tantos años  transitó con su carreta cargada de leña  se convirtieron con el tiempo en modernas avenidas y lujosas urbanizaciones que  engulleron  sin piedad  todos los espacios verdes que encontraron a su paso.   

Con el oficio de los carretilleros pasó como con tantos otros que fueron perdiéndose ante las nuevas alternativas. Cuando los bosques  fueron terminándose,  otras  fuentes de calor empezaron a utilizarse. La leña dejó entonces  de ser necesaria. Todo el mundo tenía estufa de  petróleo, de gas o eléctrica y hasta en las chimeneas  de los hogares empezaron a utilizarse  decorativos leños artificiales que no  causaban  hollín ni  suciedad. 

Sin la leña, que fue durante años la razón de ser de su oficio, el trabajo de Pablo se tornó difícil y agobiante. Empezaron a contratarlo para llevar desechos de construcciones, basura, trasteos menesterosos.  Muchos carretilleros  al ver la evolución que iba sufriendo la ciudad abandonaron  el oficio y se dedicaron  a otras labores que tenían  más demanda y mejores ingresos. Pablo, por el contrario,  se aferró a su oficio.

 A veces en medio de la noche y presa del  inmisericorde  insomnio que con los años  había venido a hacerle compañía,  la mente  de Pablo se solazaba en recordar días más felices  en los cuales parecía que con ese elemental medio de transporte heredado de su padre, podría vivir y ser feliz.

Alguna vez en su infancia escuchó un cuento en el que se narraba la historia de un rey  con mucho poder y riqueza que sin embargo sufría una tristeza invencible. Los sabios de su reino  diagnosticaron que para su mal solo había una cura: la camisa del hombre feliz. Pero cuando luego de recorrer todo el reino, los funcionarios enviados a buscar ese hombre creyeron encontrarlo en un apartado lugar, se dieron cuenta impotentes de que el hombre feliz no tenía camisa.  Ese cuento sencillo escuchado en su infancia, lo marcó.

Amaba  la secreta  belleza escondida en la frugalidad, en la vida sencilla y apartada. Como el personaje del cuento, él era también un hombre  sin ambiciones; un hombre feliz. Creía  a pie juntillas que una vida simple podía deparar no solo su  felicidad sino también la de la mujer que quisiera unir su vida a la suya.  Grave error. La mujer que creyó lo acompañaría por siempre y que se unió a él  cuando aún era muy  joven,  lo abandonó al poco tiempo  ante el panorama sombrío de una vida sin mayores expectativas.  Pablo no  se amargó ni se frustró ante ese hecho. Entendió  que por  su forma de vivir no era un buen prospecto para ninguna mujer. Pero no intentó cambiar, amaba su libertad y no se sentía capaz  de renunciar a ella y a su manera de vivir  solo por  una relación sentimental.  Nunca volvió a pensar en tener pareja.

Lucy,  una potranca briosa y alegre, hija de Dalila, una yegua heredada de su padre, llegó a su vida veinticinco años antes.  Prácticamente acabo  de criarse al lado suyo pastando en los alrededores de su humilde vivienda.

Descendiente de caballos criollos utilizados durante décadas para realizar trabajos pesados en los campos,  carecía en absoluto de pedigree,  pero tenía hermosa alzada, ojos negros vivaces  y vibrante energía. A sus vecinos les cayó bien desde el principio y hasta le permitían pastar en los terrenos aledaños a sus viviendas.  Cuando murió  la madre de Lucy, ésta ya se había convertido en una hermosa yegua poseedora de una gran fortaleza.

Poco a poco Pablo  fue adaptándola a llevar su carreta. Una labor de paciencia que debió realizar con perseverancia a lo largo de varias semanas hasta cuando Lucy  dejó de rebelarse y corcovear y aceptó por fin su destino. Pero Pablo no deseaba hacerla sufrir. Necesitaba su ayuda para sobrevivir, para ejercer su oficio de carretillero, no para agotarla y explotarla.  Cuando en  ocasiones la carga  contratada resultaba muy pesada, prefería realizar varios viajes por el mismo precio antes que esforzarla al límite. Cada tarde al llegar de sus recorridos, Pablo retiraba con cuidado los arneses de la carreta y daba  un prolijo  masaje con cepillo a las crines de Lucy. Ese era el momento más feliz del día. 

–Perdón, querida Lucy – le decía mientras la cepillaba  –Perdón amiga mía.  Sé que hoy te agotaste mucho, pero mañana tendremos un mejor día. Ya verás. 

Lucy emitía  pequeños relinchos como indicando que entendía lo que su amo le decía

Y pasaron los años.  Pablo  envejeció en medio de esa vida rústica, carente hasta de las más pequeñas comodidades.  Su vida era limitada y humilde,  pero él no necesitaba más. Muchas veces amanecía en la entrada de su vivienda  dormido al lado de su fiel colaboradora. La suya era una relación fraterna que se fue afianzando a lo largo de los años.  Muy temprano, al  amanecer de cada día iniciaban su jornada ocupándose de trasladar de un lugar a otro las cargas de quienes aún  contrataban sus servicios.  Cada día sin embargo, se hacía más difícil circular por las calles y avenidas en medio de la multitud de vehículos que transitaban por la ciudad. Algunos conductores mortificados al ver su paso dificultado por el lento transitar de la carreta  alzaban sus voces indignadas  para insultarlos. Pablo  trataba de hacer caso omiso de estos hechos que no obstante, iban poco a poco  enturbiando su antes plácida existencia.  Los años empezaban a pesarle y ya no se sentía con fuerzas para contestar las afrentas. Cada día le costaba más trabajo realizar su jornada. Aunque acababa exhausto siempre conservó la costumbre de cepillar cada tarde con cariño las crines y extremidades de su agotada yegua.

Pero algo surgió un día  que cambiaría definitivamente su vida y la de los pocos carretilleros que como él ejercían todavía ese oficio: el gobierno prohibió que en adelante continuaran circulando por la ciudad carretas con tracción animal.  Él bien sabía que muchos abusos se cometían contra los pobres equinos encargados de transportar las carretas. Había seres sin  corazón que solo prestaban atención a las ganancias y se olvidaban de sus fieles colaboradores.  La ley no era mala, todo lo contrario.

–Pero, ¿qué será de  nosotros, Lucy? ¿Qué será de mi? le preguntaba a su yegua mientras acariciaba sus crines. "Según he escuchado, te llevarán a un sitio donde dicen que te van a cuidar y a mi dizque me van a dar un vehículo para hacer mi trabajo. ¿Crees, amiga,  que a mis años podré empezar otra vida?" 

Una zozobra que no había experimentado nunca se había apoderado de su espíritu. Aquella mañana se levantó temprano y después de colocar los envejecidos arneses a  Lucy se dispuso a acudir hasta un lugar cercano en el que le habían pedido transportar unos materiales de construcción. Ese tal vez sería su último trabajo. Sentía un extraño cansancio. 

-Sé que tú debes sentirte tan cansada como yo, querida Lucy —le dijo acariciando su cuello con ternura  – Los dos ya  estamos viejos, pero tú  muy pronto descansaras, querida amiga. Irás a un campo donde serás feliz.  No tendrás que continuar llevando cargas ajenas.

Lucy lanzó unos pequeños relinchos y se quedó mirándolo como diciéndole que sí, que lo entendía. 

El día estaba  nublado. Hacía frío. Las calles estaban desiertas. Un ligero estremecimiento recorrió el cuerpo enjuto de Pablo; ya no soportaba bien el frío.  A medio camino sintió de pronto una gran desazón y un deseo imperioso  de volver, pero en el instante en que se disponía a hacerlo,  un vehículo apareció como de la nada a gran velocidad  estrellándose contra Lucy quien cayó al suelo con sus dos patas delanteras quebradas. 

Pablo  también cayó al suelo, golpeándose fuertemente  la cabeza, pero eso no le impidió levantarse de inmediato  lleno de angustia. 

—¿Qué te ha pasado, Lucy? ¿Qué te han hecho? —exclamó angustiado sin atinar qué hacer ante el espectáculo cruel de su yegua de rodillas en el suelo, bajo el peso de la carreta y  en medio de gran sufrimiento.

Fue todo un drama. Uno de los policías que acudió a tomar nota del accidente debió terminar piadosamente  con el sufrimiento de la yegua pegándole un certero tiro en la cabeza. Un dolor inenarrable para Pablo. 

—¿Qué hacemos ahora con su yegua? —le preguntó entonces el policía a Pablo.

Este no tenía idea de qué responderle. No tenía cabeza para nada. 

—Si no le parece mal la llevaremos al zoológico. Allí la necesitan, señor. Ya no puede usted hacer nada por ella. Es lo mejor créame. 

Quiso resistirse, decir que no. Que él no podía dejar que eso le pasara a su amiga. Pero no sabía qué más podía hacer. Pidió que le dejaran ir hasta el zoológico, que quería ver el lugar adonde la llevaban. El último destino de su amiga.

Y así lo hizo. Y fue allí donde sintió el anhelo de conservar en él algo de ella. Un deseo  que  brotó instantáneo, poderoso. 

Ahora, allí en su vivienda, que ahora se ve más solitaria y humilde que nunca, Pablo saborea el grueso y jugoso bistec que acaba de prepararse. Las lágrimas  corren por sus mejillas.

–Estás rica, Lucy, muy rica – Perdóname amiga, no sé por qué sentí el impulso de hacer esto, quería quedarme con algo de ti. 

Una soga colocada estratégicamente del techo cuelga en la mitad del cuarto. Pablo la mira y hace un gesto de levantarse de la mesa para acudir hacia ella, pero un dolor intenso en el pecho se lo impide.

 Ya no tendrá que preocuparse por su vida.


Como dibujar a... (2da parte)



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La última aventura

 Un río llamado Nostalgia


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