Las lágrimas se deslizaban incontenibles por las mejillas de Pablo, el
carretillero, mientras saboreaba el jugoso bistec. Comía despacio, como si
fuera un rito. La carne estaba realmente deliciosa. Hacía tiempo no
saboreaba algo tan rico, pero eso solo aumentaba su tristeza. Una gran pesadumbre lo embargaba. Aquel había sido el día más aciago de su vida.
Los pensamientos se agolpaban en su
mente. “Traté inútilmente de resistirme a mi destino, reflexionó, pero este siempre nos alcanza".
Había vivido durante muchos años de una
actividad que ahora era ya parte de su pasado. La ciudad había cambiado.
La urbe moderna de hoy era muy diferente a la que él alguna
vez recorrió feliz en compañía de su padre cuando aún era muy niño. Los
frondosos bosques nativos surcados por caminos de herradura a través de
los cuales durante tantos años transitó con su carreta cargada de leña
se convirtieron con el tiempo en modernas avenidas y lujosas
urbanizaciones que engulleron sin
piedad todos los espacios verdes que encontraron a su paso.
Con el oficio de los carretilleros pasó
como con tantos otros que fueron perdiéndose ante las nuevas alternativas.
Cuando los bosques fueron terminándose,
otras fuentes de calor empezaron a utilizarse. La leña dejó
entonces de ser necesaria. Todo el mundo tenía estufa de petróleo, de gas o eléctrica y hasta en
las chimeneas de los hogares empezaron a utilizarse decorativos leños artificiales que no
causaban hollín ni suciedad.
Sin la leña, que fue durante años la
razón de ser de su oficio, el trabajo de Pablo se tornó difícil y agobiante.
Empezaron a contratarlo para llevar desechos de construcciones, basura,
trasteos menesterosos. Muchos carretilleros al ver la evolución que
iba sufriendo la ciudad abandonaron el oficio y se dedicaron a
otras labores que tenían más demanda y mejores ingresos. Pablo, por el
contrario, se aferró a su oficio.
A veces en medio de la noche y
presa del inmisericorde insomnio que con los años había
venido a hacerle compañía, la mente de Pablo se solazaba en recordar
días más felices en los cuales parecía que con ese elemental medio de
transporte heredado de su padre, podría vivir y ser feliz.
Alguna vez en su infancia escuchó un
cuento en el que se narraba la historia de un rey con mucho poder y
riqueza que sin embargo sufría una tristeza invencible. Los sabios de su reino
diagnosticaron que para su mal solo había una cura: la camisa del hombre
feliz. Pero cuando luego de recorrer todo el reino, los funcionarios enviados a
buscar ese hombre creyeron encontrarlo en un apartado lugar, se dieron cuenta
impotentes de que el hombre feliz no tenía camisa. Ese cuento sencillo
escuchado en su infancia, lo marcó.
Amaba la secreta belleza escondida en la frugalidad, en la
vida sencilla y apartada. Como el personaje del cuento, él era también un
hombre sin ambiciones; un hombre feliz. Creía a pie juntillas que
una vida simple podía deparar no solo su felicidad sino también la de la
mujer que quisiera unir su vida a la suya. Grave error. La mujer que
creyó lo acompañaría por siempre y que se unió a él cuando aún era muy
joven, lo abandonó al poco tiempo ante el panorama sombrío de
una vida sin mayores expectativas. Pablo no se amargó ni se frustró ante ese hecho.
Entendió que por su forma de vivir no era un buen prospecto para
ninguna mujer. Pero no intentó cambiar, amaba su libertad y no se sentía capaz de renunciar a
ella y a su manera de vivir solo por una relación sentimental.
Nunca volvió a pensar en tener pareja.
Lucy, una potranca briosa y
alegre, hija de Dalila, una yegua heredada de su padre, llegó a su vida
veinticinco años antes. Prácticamente acabo de criarse al lado suyo
pastando en los alrededores de su humilde vivienda.
Descendiente de caballos criollos
utilizados durante décadas para realizar trabajos pesados en los
campos, carecía en absoluto de
pedigree, pero tenía hermosa alzada,
ojos negros vivaces y vibrante energía. A sus vecinos les cayó bien
desde el principio y hasta le permitían pastar en los terrenos aledaños a sus
viviendas. Cuando murió la madre de Lucy, ésta ya se había
convertido en una hermosa yegua poseedora de una gran fortaleza.
Poco a poco Pablo fue adaptándola
a llevar su carreta. Una labor de paciencia que debió realizar con
perseverancia a lo largo de varias semanas hasta cuando Lucy dejó de
rebelarse y corcovear y aceptó por fin su destino. Pero Pablo no deseaba
hacerla sufrir. Necesitaba su ayuda para sobrevivir, para ejercer su oficio de
carretillero, no para agotarla y explotarla. Cuando en ocasiones la
carga contratada resultaba muy pesada, prefería realizar varios viajes
por el mismo precio antes que esforzarla al límite. Cada tarde al llegar de sus
recorridos, Pablo retiraba con cuidado los arneses de la carreta y daba un prolijo
masaje con cepillo a las crines de Lucy. Ese era el momento más feliz
del día.
–Perdón, querida Lucy – le decía mientras la cepillaba –Perdón amiga mía. Sé que hoy te agotaste
mucho, pero mañana tendremos un mejor día. Ya verás.
Lucy emitía pequeños relinchos como
indicando que entendía lo que su amo le decía
Y pasaron los años. Pablo
envejeció en medio de esa vida rústica, carente hasta de las más pequeñas
comodidades. Su vida era limitada y humilde, pero él no necesitaba
más. Muchas veces amanecía en la entrada de su vivienda dormido al lado de su fiel colaboradora. La
suya era una relación fraterna que se fue afianzando a lo largo de los años.
Muy temprano, al amanecer de cada
día iniciaban su jornada ocupándose de trasladar de un lugar a otro las cargas
de quienes aún contrataban sus servicios. Cada día sin embargo, se
hacía más difícil circular por las calles y avenidas en medio de la multitud de
vehículos que transitaban por la ciudad. Algunos conductores mortificados al
ver su paso dificultado por el lento transitar de la carreta alzaban sus
voces indignadas para insultarlos. Pablo trataba de hacer caso
omiso de estos hechos que no obstante, iban poco a poco enturbiando su antes plácida existencia. Los años
empezaban a pesarle y ya no se sentía con fuerzas para contestar las afrentas.
Cada día le costaba más trabajo realizar su jornada. Aunque acababa exhausto
siempre conservó la costumbre de cepillar cada tarde con cariño las crines y
extremidades de su agotada yegua.
Pero algo surgió un día que cambiaría definitivamente su vida y la de los pocos carretilleros que como él
ejercían todavía ese oficio: el gobierno prohibió que en adelante continuaran
circulando por la ciudad carretas con tracción animal. Él bien sabía que muchos abusos se cometían contra
los pobres equinos encargados de transportar las carretas. Había seres sin
corazón que solo prestaban atención a las ganancias y se olvidaban de sus
fieles colaboradores. La ley no era mala, todo lo contrario.
–Pero, ¿qué será de nosotros,
Lucy? ¿Qué será de mi? le preguntaba a su yegua mientras acariciaba sus crines. "Según he
escuchado, te llevarán a un sitio donde dicen que te van a cuidar y a mi dizque
me van a dar un vehículo para hacer mi trabajo. ¿Crees, amiga, que a mis años podré empezar otra
vida?"
Una zozobra que no había experimentado
nunca se había apoderado de su espíritu. Aquella mañana se levantó temprano y
después de colocar los envejecidos arneses a Lucy se
dispuso a acudir hasta un lugar cercano en el que le habían pedido transportar
unos materiales de construcción. Ese tal vez sería su último trabajo. Sentía un extraño cansancio.
-Sé que tú debes sentirte tan cansada
como yo, querida Lucy —le dijo acariciando su cuello con ternura – Los dos ya estamos viejos, pero
tú muy pronto descansaras, querida
amiga. Irás a un campo donde serás feliz. No tendrás que continuar
llevando cargas ajenas.
Lucy lanzó unos pequeños relinchos y se
quedó mirándolo como diciéndole que sí, que lo entendía.
El día estaba nublado. Hacía frío.
Las calles estaban desiertas. Un ligero estremecimiento recorrió el cuerpo
enjuto de Pablo; ya no soportaba bien el frío. A medio camino sintió de
pronto una gran desazón y un deseo imperioso de volver, pero en el
instante en que se disponía a hacerlo, un vehículo apareció como de la
nada a gran velocidad estrellándose contra Lucy quien cayó al suelo con
sus dos patas delanteras quebradas.
Pablo también cayó al suelo,
golpeándose fuertemente la cabeza, pero eso no le impidió levantarse de
inmediato lleno de angustia.
—¿Qué te ha pasado, Lucy? ¿Qué te han
hecho? —exclamó angustiado sin atinar qué hacer ante el espectáculo cruel de su yegua de
rodillas en el suelo, bajo el peso de la carreta y en medio de gran sufrimiento.
Fue todo un drama. Uno de los policías
que acudió a tomar nota del accidente debió terminar piadosamente con el
sufrimiento de la yegua pegándole un certero tiro en la cabeza. Un dolor
inenarrable para Pablo.
—¿Qué hacemos ahora con su yegua? —le
preguntó entonces el policía a Pablo.
Este no tenía idea de qué responderle.
No tenía cabeza para nada.
—Si no le parece mal la llevaremos al
zoológico. Allí la necesitan, señor. Ya no puede usted hacer nada por ella. Es
lo mejor créame.
Quiso resistirse, decir que no. Que él
no podía dejar que eso le pasara a su amiga. Pero no sabía qué más podía hacer.
Pidió que le dejaran ir hasta el zoológico, que quería ver el lugar adonde la
llevaban. El último destino de su amiga.
Y así lo hizo. Y fue allí donde sintió el anhelo de conservar en él algo de ella. Un deseo que brotó instantáneo, poderoso.
Ahora, allí en su vivienda, que ahora se
ve más solitaria y humilde que nunca, Pablo saborea el grueso y jugoso bistec
que acaba de prepararse. Las lágrimas corren por sus mejillas.
–Estás rica, Lucy, muy rica – Perdóname
amiga, no sé por qué sentí el impulso de hacer esto, quería quedarme con algo
de ti.
Una soga colocada estratégicamente del
techo cuelga en la mitad del cuarto. Pablo la mira y hace un gesto de
levantarse de la mesa para acudir hacia ella, pero un dolor intenso en el pecho
se lo impide.
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