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viernes, 18 de noviembre de 2016

La esquiva suerte CUENTO





La esquiva suerte

Mientras el auto se dirige al casino, repasa los acontecimientos de los últimos meses. Nada le ha salido bien. Sus desesperados  intentos por rescatar la empresa y sacarla a flote han  resultado infructuosos. Cada día el panorama es más desalentador. Cercado por las deudas, el desenlace es inminente. La angustia lo acosa, robándole el sueño, sustrayéndole  el deseo de alimentarse, de vivir.  Ha caído en un agujero negro del que solo la suerte podría rescatarlo. Esta es ya su última esperanza. 

 El taxi se detiene,  ha llegado. 

Permanece  unos segundos en la puerta de entrada  observando a su  alrededor.  En la difusa penumbra del salón, las guirnaldas de luces de colores suspendidas del techo ruedan sus reflejos tornasolados por entre el  paño verde de las mesas. El ambiente  se siente enrarecido a causa del humo del cigarrillo. El público,  en aquel venido a menos palacio de la suerte, es siempre el mismo escaso y borroso: profesionales del azar, jóvenes modelos de rostros cansados, ancianas opulentas y enjoyadas,  uno que otro turista.

Los jugadores, agolpados y expectantes alrededor de las mesas,  se adhieren obstinados y codiciosos a  los abismos del juego,  siguiendo sus incidencias y arriesgando unas fichas según sus íntimos impulsos. Sus ojos tienen un mortecino fulgor; las bocas, crispaduras  semejantes. Sus rostros se aprecian  envejecidos y marchitos por la tensión contradictoria del azar.

 Brinca la suerte de sitio en sitio sin detenerse en ninguno. Los postores echan sus cuentas y continúan  una y otra vez en el ilusorio y obsesivo empeño de hacer saltar la banca. Con aire impávido y cansado, el crupier recoge con su larga raqueta el valor de las apuestas y reparte las ganancias. Las muecas de los jugadores revelan los sentimientos latentes bajo sus máscaras de cera. En el bar, beben silenciosos tres borrachos.

Se detiene  por unos momentos a observar los giros del juego antes de  animarse a hacer su primera apuesta. Una de las jóvenes  acodada en una de las  mesas se acerca hasta él con gesto provocativo. La conoce. Ha acudido ese mes en varias ocasiones al casino  y ya está acostumbrado a su asedio pero esta noche no tiene deseos de confraternizar. Lo suyo no es un juego.

¿Qué te pasa, cariño? Estás esquivo. No tienes buena cara. ¿Te sientes mal?

Sí, no he pasado muy buena noche y ahora debo concentrarme en el juego. Hablemos más tarde, ¿quieres?

 ¿Me estás echando?  Bueno, bueno, tranquilo, no hagas esa cara. De todos modos, no voy a marcharme todavía, voy a estar por aquí.

Ismael esboza el remedo de una sonrisa y  le palmea las manos a modo de despedida. Sí, la chica tiene razón. Al entrar al salón  vio su rostro reflejado en uno de los espejos y no se reconoció. Luce patético; su rostro se ve desmayado, sombrío. Pero no, no está enfermo, es algo peor: la pérdida de la esperanza. “No es para menos, piensa. No puedo verme bien. No han sido fáciles estas últimas semanas. Todos los caminos se me están cerrando. Esta es mi última oportunidad”. 

La ruleta gira  constante y huidiza. En dos oportunidades  sus fichas se elevan como cuando se vuelcan sales efervescentes en un vaso de agua. Y luego, con la misma celeridad, descienden a su primitivo estado. Ismael se siente  poseído por una temperatura febril. Danza el azar esquivo, llevándose sus ganancias y sus sueños. Con los puños engarabitados y una opresión creciente en el pecho, solicita al mesero un vaso de  licor. Se siente  impotente ante la crueldad indiferente del azar.

Impasible, sabiendo que todo ha concluido, aguarda  el resultado de su última apuesta.  Las cartas le dan de nuevo  una rotunda negativa. Definitivamente, esta no es su noche.  Con un gesto de su mano, llama a la chica que desde otra mesa lo contempla curiosa.

Administra mis cartas, mientras yo salgo a tomar un poco de aire, ¿quieres?

La chica sonríe y alza los hombros en gesto de aprobación.

Te tendré buenas noticias.

Pero él ya no la escucha. Los  otros jugadores, indiferentes a todo lo que no sea el juego,  contemplan  las cartas y recuentan sus haberes. 

Sale del salón, acariciando la culata  de una pistola. Desciende por la escalinata y gana el sendero. Llega hasta el parque cercano y se arroja sobre la hierba, de cara al cielo. Revisa rápidamente su vida corta  y miserable molida a golpes por el destino. Su signo ha sido siempre la mala fortuna. Enciende bajo la noche un cigarrillo y contempla desenvolverse las briznas de humo.

En el salón, la fortuna antojadiza infla de burbujas de oro el sitio vacío del jugador que desertara.  Sobre los tres  pilares de las cartas abandonadas se han ido apilando como en un edificio de sueño, billetes, fichas y relucientes monedas de oro. La suerte por fin ha respondido. Los jugadores rodean aquella mesa ganadora. Sus  murmullos admirados y alegres invaden el salón. El ambiente está tenso, reina  la expectativa. Cada nueva apuesta certera levanta un sonoro  aplauso. 


 Solo unos pocos escuchan a lo lejos el eco amortiguado de un disparo.

Leonor María Fernández Riva
Noviembre 5 de 2016
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