La esquiva suerte
Mientras el auto se dirige al casino, repasa los acontecimientos de los últimos meses. Nada le ha salido bien. Sus desesperados intentos por rescatar la empresa y sacarla a flote han resultado infructuosos. Cada
día el panorama es más desalentador. Cercado por las deudas, el desenlace es inminente. La angustia lo acosa, robándole el
sueño, sustrayéndole el deseo de alimentarse, de vivir. Ha caído
en un agujero negro del que solo la suerte podría rescatarlo. Esta es ya
su última esperanza.
El taxi se detiene, ha llegado.
El taxi se detiene, ha llegado.
Permanece unos segundos en la puerta de
entrada observando a su alrededor.
En la difusa penumbra del salón, las guirnaldas de luces de colores
suspendidas del techo ruedan sus reflejos tornasolados por entre el
paño verde de las mesas. El ambiente se siente enrarecido a causa del
humo del cigarrillo. El público, en aquel venido a menos palacio de
la suerte, es siempre el mismo escaso y borroso: profesionales del azar,
jóvenes modelos de rostros cansados, ancianas opulentas y
enjoyadas, uno que otro turista.
Los jugadores, agolpados y expectantes alrededor
de las mesas, se adhieren obstinados y codiciosos a los
abismos del juego, siguiendo sus incidencias y arriesgando unas fichas
según sus íntimos impulsos. Sus ojos tienen un mortecino fulgor; las
bocas, crispaduras semejantes. Sus rostros se aprecian envejecidos y
marchitos por la tensión contradictoria del azar.
Brinca la suerte de sitio en sitio sin
detenerse en ninguno. Los postores echan sus cuentas y continúan una y otra
vez en el ilusorio y obsesivo empeño de hacer saltar la banca. Con aire
impávido y cansado, el crupier recoge con su larga raqueta el valor de las
apuestas y reparte las ganancias. Las muecas de los jugadores revelan los
sentimientos latentes bajo sus máscaras de cera. En el bar, beben silenciosos tres borrachos.
Se detiene por unos momentos
a observar los giros del juego antes de animarse a hacer su
primera apuesta. Una de las jóvenes acodada en una de las mesas se
acerca hasta él con gesto provocativo. La conoce. Ha acudido ese mes en varias ocasiones
al casino y ya está acostumbrado a su asedio pero esta noche no tiene deseos de confraternizar. Lo suyo no es un juego.
—¿Qué te pasa, cariño? Estás esquivo. No
tienes buena cara. ¿Te sientes mal?
—Sí, no he pasado muy buena noche y ahora debo
concentrarme en el juego. Hablemos más tarde, ¿quieres?
—¿Me estás echando? Bueno, bueno,
tranquilo, no hagas esa cara. De todos modos, no voy a marcharme todavía, voy a
estar por aquí.
Ismael esboza el remedo de una sonrisa y
le palmea las manos a modo de despedida. Sí, la chica
tiene razón. Al entrar al salón vio su rostro reflejado en uno de los
espejos y no se reconoció. Luce patético; su rostro se ve
desmayado, sombrío. Pero no, no está enfermo, es algo peor: la pérdida de la
esperanza. “No es para menos, piensa. No puedo verme bien. No han sido fáciles
estas últimas semanas. Todos los caminos se me están cerrando. Esta
es mi última oportunidad”.
La ruleta gira constante y huidiza. En
dos oportunidades sus fichas se elevan como cuando se vuelcan sales
efervescentes en un vaso de agua. Y luego, con la misma celeridad, descienden
a su primitivo estado. Ismael se siente poseído por una temperatura
febril. Danza el azar esquivo, llevándose sus ganancias y sus sueños.
Con los puños engarabitados y una opresión creciente en el pecho, solicita al
mesero un vaso de licor. Se siente impotente ante la crueldad
indiferente del azar.
Impasible, sabiendo que todo ha
concluido, aguarda el resultado de su última apuesta. Las
cartas le dan de nuevo una rotunda negativa.
Definitivamente, esta no es su noche. Con un gesto de su mano, llama a
la chica que desde otra mesa lo contempla curiosa.
—Administra mis cartas, mientras yo salgo a
tomar un poco de aire, ¿quieres?
La chica sonríe y alza los hombros en
gesto de aprobación.
—Te tendré buenas noticias.
Pero él ya no la escucha. Los otros
jugadores, indiferentes a todo lo que no sea el juego, contemplan las
cartas y recuentan sus haberes.
Sale del salón, acariciando la culata
de una pistola. Desciende por la escalinata y gana el sendero. Llega hasta el
parque cercano y se arroja sobre la hierba, de cara al cielo.
Revisa rápidamente su vida corta y miserable molida a golpes por el
destino. Su signo ha sido siempre la mala fortuna. Enciende bajo la noche un
cigarrillo y contempla desenvolverse las briznas de humo.
En el salón, la fortuna antojadiza
infla de burbujas de oro el sitio vacío del jugador que desertara.
Sobre los tres pilares de las cartas abandonadas se han ido apilando como
en un edificio de sueño, billetes, fichas y relucientes monedas de
oro. La suerte por fin ha respondido. Los jugadores rodean aquella
mesa ganadora. Sus murmullos admirados y alegres invaden el
salón. El ambiente está tenso, reina la expectativa. Cada
nueva apuesta certera levanta un sonoro aplauso.
Solo unos pocos escuchan a lo lejos el
eco amortiguado de un disparo.
Leonor María Fernández Riva
Noviembre 5 de 2016