La piedad de la diosa
Agotada por la larga
jornada, Naischia se detiene un momento a observar arrobada la imponente
construcción. Luego, despacio, con gran esfuerzo, asciende por las empinadas
escaleras y penetra al templo. Está exhausta.
Es aún muy temprano, y a
esas horas de la mañana el lugar, en apariencia, se encuentra desierto.
Mimetizados sin embargo, entre las esculturas y la profusión de figuras
labradas, varias decenas de mendigos que pasaron la noche en su interior, la observan desde lejos con mirada lasciva. Uno de ellos intenta aproximarse a la joven, pero otro lo detiene. Al divisarlos, un
estremecimiento recorre el cuerpo de Naischia; conoce esa mirada, sabe lo que
quieren. Y sabe que no puede negarse. Pero sabe también, que entre los muros del templo de la diosa
no se atreverán a importunarla.
Fue un largo
recorrido a través de la selva y de varios poblados, pero al fin ha
llegado, y ahí está ahora, en la casa de su madre. A pesar de su
inmensa pesadumbre, de su cansancio, la joven experimenta al abrigo de ese sitio sagrado un poco de sosiego.
Desde lo más alto de los arcos, torres y esculturas, los micos, reverenciados por los creyentes, la contemplan curiosos. La presencia de la joven no los inquieta, están acostumbrados a los seres humanos. Shiva, Visnú y una
profusión de dioses menores tallados en las paredes, figuras leoninas, aves, reptiles, tigres y
danzantes, también parecen observarla.
Naischia se aproxima despacio, con respeto, hasta el altar principal procurando no hacer ruido con los sonajeros de sus tobillos y muñecas.
La imagen imponente de la diosa, siempre la ha turbado. Verla ahora, así, tan cerca, en ese entorno abrumador y misterioso, la sobrecoge, pero sabe que a pesar de su terrible aspecto, Kali, es misericordiosa. Siempre la ha sentido como una madre. Por eso acude hoy a ella. Se prosterna ante su altar hasta tocar con la frente el piso. Y luego, alza sus ojos humedecidos hacia la imagen.
La imagen imponente de la diosa, siempre la ha turbado. Verla ahora, así, tan cerca, en ese entorno abrumador y misterioso, la sobrecoge, pero sabe que a pesar de su terrible aspecto, Kali, es misericordiosa. Siempre la ha sentido como una madre. Por eso acude hoy a ella. Se prosterna ante su altar hasta tocar con la frente el piso. Y luego, alza sus ojos humedecidos hacia la imagen.
“Madre, le implora, he
llegado hasta ti, para pedirte piedad. No tengo valor para seguir llevando la
vida a la que fui destinada desde mi nacimiento. Vine marcada con este terrible
destino. Soy una devadasi, un ser sin casta, una dalit, más baja aún que
un paria, que un intocable. Nací en uno de los barrios más miserables
de Kamataka. Éramos muy, muy pobres. No alcanzaba el sustento para mis
padres, para mi y para mis dos hermanos varones. Esa realidad marcó mi vida.
Cuando niña, ignorante de todo, aún soñaba con tener un hogar, hijos, una
familia propia, pero muy pronto, supe que debía alejar de mi mente ese
pensamiento, que lo que más ansiaba en la vida, me estaba vedado.
“A los catorce años,
cuando mi cuerpo empezaba a florecer a la sensualidad mi propia madre me llevó
al templo de Yellanma y a pesar de mi llanto, allí me dejó. No la culpo, no
tenía otro camino, no podía pagar una dote por mi, no podía mantenerme. Yo
representaba para mis padres una maldición.
“Y desde ese día me
convertí en esclava del templo, en prostituta pública. Supe entonces lo que era
entregarse sin amor a los más repugnantes requerimientos de los más
repugnantes de los seres. Ese es mi Karma, madre. Nací destinada a ofrecer mi cuerpo gratuitamente a los más
miserables. Llegan a mi todos los días hombres obscenos, enfermos, repulsivos y
no puedo negarme, madre. Debo atenderlos. Debo darles gusto. Pero ya no lo
soporto.
Desde hace un tiempo me siento mal. Estoy enferma, lo sé. Pero las enfermedades son lentas, la vejez rápida y sus achaques eternos. Aun si llego a anciana estoy condenada a vivir por siempre en los burdeles. No puedo más. Ha sido un largo camino hasta tu templo; tengo los pies, llagados y en el alma un infinito cansancio. He venido hasta ti, madre, para implorar tu piedad”.
Desde hace un tiempo me siento mal. Estoy enferma, lo sé. Pero las enfermedades son lentas, la vejez rápida y sus achaques eternos. Aun si llego a anciana estoy condenada a vivir por siempre en los burdeles. No puedo más. Ha sido un largo camino hasta tu templo; tengo los pies, llagados y en el alma un infinito cansancio. He venido hasta ti, madre, para implorar tu piedad”.
Agotada por la emoción,
la debilidad y la tristeza, Naischia se dobla hasta tocar con su frente el
suelo del templo y así, agachada, casi vencida por la pena, deja escapar sus
sollozos.
Los
ojos fieros de la diosa reflejan por un instante algo
semejante a la ternura. De sus hombros, se descuelga una serpiente
que desciende lentamente en dirección a Naischia.
Desde lejos, los
mendigos que esperan anhelantes la salida de la joven, observan absortos la
escena. Los micos se inquietan, saltan y aúllan asustados, pero es solo
un instante. Luego, todo queda en paz.
Leonor María
Fernández Riva
Santiago de Cali,
Octubre
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